1

—Ayer estaba sano —dijo Maude. Sus orejas se movían nerviosamente.

—Eso no significa nada —repuso Sir Ritchfield, el carnero más viejo del rebaño—, ya que no ha muerto de enfermedad. Las palas no son ninguna enfermedad.

El pastor yacía junto al establo, cerca del camino, en la verde hierba irlandesa, inmóvil. Una corneja se había posado en su jersey noruego de lana y miraba en su interior con interés profesional. A su lado había un conejo con aire satisfecho. Algo más lejos, cerca del acantilado, se reunía el consejo de ovejas.

Habían conservado la calma al hallar a su pastor esa mañana inusitadamente frío e inerte, y se sentían muy orgullosas de ello. Claro que con el susto inicial habían dado algunos gritos irreflexivos: «Y ahora ¿quién va a traernos heno?». O: «¡Un lobo! ¡Un lobo!». Pero Miss Maple se había ocupado con presteza de que no cundiera el pánico. Explicó que, en cualquier caso, a mediados de verano en los pastos más verdes y ricos de Irlanda sólo un tonto comería heno, y que ni siquiera los lobos más astutos les clavaban a sus víctimas una pala en el cuerpo. Y no cabía duda de que semejante herramienta sobresalía de las vísceras del pastor, humedecidas por el rocío.

Miss Maple era la oveja más lista de todo Glennkill. Algunos incluso afirmaban que era la oveja más lista del mundo. Sin embargo, nadie podía demostrarlo. Bien es cierto que había un concurso anual llamado La Oveja Más Lista de Glennkill, pero precisamente ahí se veía la extraordinaria inteligencia de Maple, pues ésta se negaba a participar en semejantes certámenes. La ganadora, tras recibir una corona de tréboles (que podía devorar a continuación), pasaba varios días de gira por los pubs de las localidades vecinas, donde debía ejecutar de nuevo el número que, lamentablemente, la había hecho merecedora del título, mientras el humo del tabaco le hacía llorar los ojos y la gente la obligaba a beber Guinness hasta no tenerse en pie. Además, a partir de ese momento su pastor la responsabilizaba de todas las diabluras que ocurrieran en los pastos: la más lista siempre era la principal sospechosa.

George Glenn no volvería a hacer responsable de nada a ninguna oveja. Yacía empalado cerca del camino, y sus ovejas deliberaban sobre qué hacer. Se hallaban entre el cielo azul marino y el mar azul cielo, junto al acantilado, donde no llegaba el olor a sangre, y se sentían responsables.

—No era un pastor demasiado bueno —afirmó Heide, que prácticamente seguía siendo un cordero y no podía olvidar que, después del invierno, George le había cortado su prominente rabo.

—Es verdad —dijo Cloud, la oveja más lanuda y vistosa que quepa imaginar—. No apreciaba nuestro trabajo. «Las ovejas noruegas lo hacen mejor, las ovejas noruegas tienen más lana». Pedía que le enviaran jerséis de ovejas desconocidas de Noruega… Una vergüenza. ¿Qué otro pastor habría ofendido de tal modo a su rebaño?

Se originó una larga discusión entre Heide, Cloud y Mopple the Whale. Este insistía en que, al fin y al cabo, la bondad de un pastor se reflejaba en la cantidad y la calidad del forraje, y a ese respecto no se podía decir nada, absolutamente nada, en contra de George Glenn. Así pues, al final convinieron en que era un buen pastor que jamás había cortado el rabo a ningún cordero, nunca había empleado perro ovejero alguno, les proporcionaba comida en abundancia, sobre todo pan y azúcar pero también alimentos saludables como hierbas, forraje y nabos, y sólo vestía los productos de su propio rebaño, a veces una piel de cuerpo entero de lana tejida. Había que verlo, casi como si él también fuese una oveja.

Así pues, todas tuvieron claro que en el mundo nunca había existido una criatura tan perfecta, y desde luego era una hermosa idea. Se oyeron algunos suspiros y después hicieron ademán de separarse, satisfechas de haber esclarecido todas las cuestiones pendientes.

Pero Miss Maple, que hasta ese momento no había tomado parte en la discusión, dijo:

—Entonces, ¿no queréis saber por qué ha muerto?

Sir Ritchfield la miró asombrado.

—Ha muerto por la pala. Tampoco tú habrías sobrevivido si te hubiese atravesado el cuerpo una cosa de hierro tan pesada. No es de extrañar que haya muerto. —El manso se estremeció un tanto.

—¿Y de dónde ha salido la pala?

—Pues alguien se la clavó.

Para Sir Ritchfield el asunto estaba zanjado, pero Othello, el único carnero negro del rebaño, de repente mostró interés en el problema.

—Sólo pudo hacerlo un hombre… o un mono muy grande —opinó. Había pasado una agitada juventud en el zoo de Dublín y nunca perdía la ocasión de hacer alusión a ello.

—Un hombre. —Maple asintió. El número de sospechosos disminuyó rápidamente—. Pues deberíamos averiguar qué hombre ha sido. Se lo debemos al viejo George. Cuando un perro salvaje descuartizaba a uno de nuestros corderos, él siempre intentaba encontrar al culpable. Además, formaba parte de nosotras. Era nuestro pastor. Nadie tenía derecho a clavarle una pala. Ha sido una lobada, un asesinato.

Las ovejas se asustaron. El viento había cambiado y les llegaba un tufillo a sangre, débil pero claramente perceptible, que se dirigía hacia el mar.

—Pero ¿y si encontramos al de la pala? —preguntó Heide, nerviosa—. Entonces, ¿qué?

—¡Justicia! —baló Othello.

—¡Justicia! —balaron las demás. Y de ese modo se acordó que las ovejas de George Glenn esclarecerían el infame asesinato de su único pastor.

La primera en examinar el cadáver fue Miss Maple, cosa que no hizo por gusto. Con el sol estival irlandés, George ya había empezado a despedir un hedor que bastaba para darle escalofríos a cualquier oveja.

Al principio lo rodeó a una distancia respetuosa. La corneja soltó un graznido de desaprobación y sus negras alas levantaron el vuelo. Maple se atrevió a acercarse más, observó la pala, olisqueó la ropa y el rostro. Finalmente incluso metió el hocico en la herida y hurgó en ella. Al menos eso le pareció desde lejos al rebaño, que apiñado a considerable distancia contenía la respiración. Regresó con la nariz manchada de sangre.

—¿Y bien? —inquirió Mopple, que ya no soportaba la tensión. No se le daba nada bien soportar ninguna tensión.

—Está muerto —aseguró Miss Maple, lacónica. Acto seguido miró en dirección al camino—. Debemos estar preparadas. Tarde o temprano vendrán los hombres. Hemos de observar lo que hacen, poner atención a lo que dicen. Y es preciso que no parezcamos sospechosas, todas amontonadas. Debemos comportarnos con naturalidad.

—Pero si ya lo hacemos —objetó Maude—. George ha muerto asesinado. ¿Acaso deberíamos pastar cerca de él, con la hierba aún salpicada de sangre?

—Sí. Eso deberíamos hacer. —Othello, negro y decidido, se adelantó. Arrugó la nariz al ver la cara de horror del resto—. No tengáis miedo, yo lo haré. Pasé mi juventud cerca del recinto de las fieras, un poco más de sangre no me matará.

En ese instante Heide pensó que Othello era un carnero muy audaz, y decidió pacer a su lado más a menudo en el futuro… naturalmente, después de que se llevasen a George y la lluvia estival limpiara el prado.

Miss Maple desplegó a los centinelas. A Sir Ritchfield, que pese a su edad aún tenía buena vista, lo apostó en lo alto de la loma, desde la cual se divisaba el camino que había más allá de los setos. Mopple the Whale veía mal pero tenía buena memoria, así que fue situado junto a Ritchfield para recordar lo que éste viera. Heide y Cloud vigilaban el sendero que atravesaba en diagonal la pradera: la primera ocupó su puesto junto a la cancilla que había en dirección al pueblo, y la segunda allí donde el camino desaparecía en una hondonada. Zora, una oveja de cabeza negra que no padecía vértigo, se encaramó a un estrecho saliente rocoso del acantilado, desde donde se divisaba la playa; afirmaba que entre sus antepasados había una oveja montaraz salvaje, y casi resultaba creíble al ver la despreocupación con que se movía por el precipicio.

Othello se disolvió en la sombra del dolmen, no muy lejos del lugar en que la pala mantenía a George clavado al suelo. Si era necesario, desde allí podía pastar sin llamar la atención. Miss Maple no tomó parte en la vigilancia. Permaneció junto al abrevadero, intentando quitarse la sangre de la nariz.

El resto se condujo con naturalidad.

Al cabo de un rato, Tom O’Malley, no del todo sobrio, apareció por el camino que iba de Golagh a Glennkill. Se dirigía al pub del pueblo. El aire fresco le sentaba bien, el verde, el azul: las gaviotas se arrebataban las presas unas a otras entre chillidos, tan deprisa que Tom se mareó. Las ovejas de George pastaban apaciblemente ante la magnífica vista. Pintoresco. Como una postal. Una oveja se había alejado bastante y dominaba el precipicio como un pequeño león blanco. ¿Cómo habría llegado hasta allí?

—Hola, ovejita —saludó Tom—, ten cuidado no te vayas a caer. Sería una lástima que una belleza como tú se despeñara.

La oveja lo miró con desdén, y él se sintió como un idiota. Idiota y borracho. Pero ya estaba bien. Haría carrera en el sector del turismo. El turismo era el futuro de Glennkill. Tenía que hablarlo ya mismo con los muchachos en el pub.

Pero antes le echaría un vistazo más de cerca al soberbio carnero negro. Cuatro cuernos. Realmente insólito. Las ovejas de George eran extraordinarias. No obstante, el negro no le dejó aproximarse demasiado, y evitaba fácilmente su mano sin moverse en exceso.

Entonces Tom vio la pala.

Una buena pala. Una así le vendría estupendamente. Y parecía no tener dueño. Resolvió considerarla suya en adelante. La escondería bajo el dolmen y por la noche volvería a recogerla, aunque la idea no le hacía mucha gracia. La gente contaba historias sobre el dolmen. Pero, bah, él era un tipo moderno y aquélla era una pala magnífica. Al apoyar la mano en el mango, su pie topó con algo blando.

Esa tarde en el Mad Boar todos escucharon a Tom O’Malley atentamente por primera vez desde hacía mucho tiempo.

Poco después, Heide vio un grupito de personas que subía a paso ligero por el camino del pueblo. Soltó un balido corto, largo, nuevamente corto, y Othello salió un tanto a regañadientes de debajo del dolmen.

En cabeza venía un hombre muy delgado al que las ovejas no conocían. Lo observaron con atención: el líder es siempre importante.

Lo seguía el carnicero. Las ovejas contuvieron la respiración: el carnicero era aterrador. Sólo su olor bastaba para que les temblaran las patas. El carnicero olía a muerte dolorosa. A gritos, sufrimiento y sangre. Hasta los perros le temían.

Las ovejas odiaban al carnicero. Y adoraban a Gabriel, que avanzaba a su lado, un hombrecillo de barba desgreñada y sombrero de ala ancha que caminaba deprisa para no rezagarse respecto al coloso que flanqueaba. Sabían por qué odiaban al carnicero, pero no sabían por qué adoraban a Gabriel. Era sencillamente irresistible. Sus perros ejecutaban las acrobacias más fantásticas. Todos los años él ganaba el gran concurso de pastores de Gorey. La gente le tenía un gran respeto. Se decía que podía hablar con los animales, pero no era verdad: al menos las ovejas no entendían ni jota del murmullo gaélico de Gabriel. Sin embargo, se sentían conmovidas, halagadas y, por último, seducidas, y trotaban confiadas cerca de él cuando pasaba por el camino que discurría junto a su prado.

Ahora el grupo ya casi había llegado hasta el cadáver. Las ovejas más valerosas olvidaron por un momento actuar con naturalidad y, curiosas, estiraron el pescuezo. El delgado líder se detuvo atónito a unos saltos de cordero de George. Su cuerpo larguirucho se tambaleó un instante como una rama al viento, pero sus ojos estaban clavados como agujas en el punto donde la pala emergía de las tripas de George.

También Gabriel y el carnicero permanecieron a cierta distancia del cadáver. El carnicero se quedó mirando el suelo un instante y Gabriel sacó las manos de los bolsillos. El flaco apartó la mirada de George y, con un gesto poco decidido, se quitó la gorra de la cabeza. El carnicero dijo algo. Sus carnosas manos se habían vuelto puños.

Othello pacía audazmente por allí.

Después, resollando y resoplando, el rostro como un tomate y el rojo cabello alborotado, Lilly subió por el sendero, y con ella una vaharada de aroma a lilas artificiales. Al ver a George profirió un gritito agudo. Las ovejas la miraron imperturbables: Lilly a veces iba a los pastos al caer la tarde y siempre estaba profiriendo esos grititos agudos suyos. Cuando pisaba un montoncito de cagarrutas. Cuando su falda se enganchaba en un seto. Cuando George decía algo que no le gustaba. Y tan pronto ambos desaparecían un rato en la caravana, volvía a reinar la calma. Las ovejas se habían acostumbrado y los extraños gritos de Lilly ya no las asustaban.

Mas el viento lanzó de repente un sonido lastimero y prolongado por la pradera y Mopple y Cloud perdieron los nervios. Salieron trotando por la loma, donde, avergonzadas, procuraron volver a parecer naturales.

Lilly se había arrodillado junto al cuerpo sin preocuparse por la hierba, humedecida por la lluvia caída durante la noche, y profería horribles lamentos. Sus manos recorrían como dos insectos confusos el jersey noruego y la pelliza de George, tirándole de las solapas.

De pronto el carnicero se plantó a su lado y le apartó los brazos con rudeza. Las ovejas contuvieron la respiración. El carnicero se movió con la agilidad de un gato. Y dijo algo. Lilly lo miró como si acabaran de arrancarla de un profundo sueño. Tenía los ojos anegados en lágrimas. Movió los labios, pero en el prado no se oyó nada. El carnicero le contestó algo y, a continuación, la cogió por los brazos y la llevó aparte, alejándola bastante de los otros dos hombres. El flaco se puso a hablar con Gabriel.

Othello echó un vistazo alrededor en busca de ayuda: si permanecía junto a Gabriel, se perdería lo que sucediera entre el carnicero y Lilly. La mayoría de las ovejas vio el problema, pero a ninguna le apetecía acercarse ni al cadáver ni al carnicero, pues ambos olían a muerte. Todas preferían centrarse en el cometido de obrar con naturalidad.

Entonces Miss Maple regresó al trote del abrevadero y asumió la vigilancia del matarife. En la nariz aún tenía una sospechosa mancha rojiza, pero se había estado revolcando en el lodo y parecía únicamente una oveja muy sucia.

—… ridículo —le decía el carnicero a Lilly—. Podrías ahorrarte el teatrillo. Créeme, ahora tienes otras preocupaciones, cariño.

La había agarrado por la barbilla con sus dedos como salchichas y le alzaba un tanto la cabeza para que tuviera que mirarlo a los ojos. Lilly esbozó una sonrisa sin alegría.

—¿Por qué iba a sospechar alguien de mí? —inquirió, tratando de liberar la cabeza—. George y yo siempre nos llevamos bien.

El carnicero la sostenía impertérrito por el mentón.

—Siempre os llevasteis bien. Exacto. Eso les bastará por el momento. Pero ¿quién, aparte de ti, se llevaba bien con George? Espera a que se lea el testamento, y entonces todos verán lo bien que os llevabais. Tú no tienes demasiado dinero, ¿no? Los potingues cosméticos no es que den precisamente un dineral, y acostándote con cualquiera no creo que saques gran cosa en este pueblo de mala muerte. Vente con Ham y no tendrás que volver a preocuparte por toda esa porquería.

Gabriel gritó algo y Ham se volvió bruscamente para regresar con los otros, dejando a Lilly allí plantada. La sonrisa desapareció del rostro de la mujer, que se arrebujó en la pañoleta y se estremeció. Por un instante pareció que iba a echarse a llorar. A Maple le resultó perfectamente comprensible: ser agarrada por el carnicero debía de ser como si la muerte le tirara a una de las orejas.

De nuevo los cuatro hombres intercambiaron unas palabras, pero las ovejas se hallaban demasiado lejos para captar nada. A ello siguió un silencio claramente embarazoso. El flaco se volvió y echó a andar despacio en dirección al pueblo. Gabriel lo siguió. Lilly pareció reflexionar un momento y, acto seguido, salió en pos de ambos hombres a toda prisa.

Ham no los imitó. Se acercó a George, levantó lentamente una de sus garras de carnicero y la dejó suspendida cual sebosa moscarda sobre el cadáver. Luego los dedos dibujaron dos líneas en el aire: una larga, desde la cabeza hasta el vientre de George, y otra más corta, de hombro a hombro, de modo que ambas se cruzaban. Sólo cuando Gabriel volvió a llamarlo emprendió el camino de regreso al pueblo.

Más tarde llegaron tres policías que tomaron algunas fotografías. Con ellos iba una perfumada periodista que también sacó fotos, muchas más que los policías. Incluso se aproximó al peñasco y fotografió a Zora en el saliente rocoso, y luego a Ritchfield y Mopple, que pastaban ante el dolmen. A decir verdad, las ovejas estaban acostumbradas a la atención ocasional de los mochileros, pero el interés de la prensa no tardó en resultarles incómodo. Mopple fue el primero en perder los nervios y corrió a la loma profiriendo sonoros balidos. Las demás se dejaron contagiar por el pánico y fueron detrás, incluso Miss Maple y Othello. Momentos después, todas se encontraban apiñadas en la colina, de lo cual se avergonzaron un poco.

Los policías no hicieron caso de las ovejas. Le extrajeron la pala a George, envolvieron a ambos en grandes bolsas de plástico, rastrearon un poco el suelo, subieron a su coche blanco y se marcharon. Poco después empezó a llover: la pradera pronto quedó como si allí no hubiera pasado nada.

Las ovejas decidieron resguardarse en el establo. Fueron todas juntas, pues ahora, con la muerte de George tan reciente, aquel cobertizo se les antojaba un tanto sombrío e inquietante. Sólo Miss Maple permaneció un poco más fuera, bajo la lluvia, quitándose el barro y, por fin, también la mancha de sangre.

Cuando entró en el establo, las demás se habían amontonado alrededor de Othello. Lo estaban cosiendo a preguntas, pero el carnero esperaba. Heide baló agitada:

—¿Cómo has aguantado tan cerca del carnicero? Yo me habría muerto de miedo, a punto estuve de caer redonda cuando lo vi aparecer por el camino.

Miss Maple puso los ojos en blanco. No obstante, el carnero negro ni se inmutaba ante la desmedida admiración del rebaño. Se dirigió a Miss Maple con gran serenidad.

—El carnicero fue el primero en hablar. «¡Cerdos!», exclamó.

Las ovejas se miraron sorprendidas. En su prado nunca había habido ningún cerdo. ¡Afortunadamente! La exclamación del carnicero no tenía sentido, pero Othello estaba seguro de lo que había oído.

—Olía a muy enfadado. Y a asustado. Pero sobre todo a enfadado. El flaco lo temía. Gabriel no. —Othello pareció sopesar un instante la valentía de Gabriel y continuó—: La verdad es que Lilly no dijo nada sensato. Sólo «George» y «Ay, George», «Por qué ahora» y «Por qué me haces esto». Hablaba con George. Tal vez no entendía que está muerto. Luego el carnicero la apartó tirándole del brazo. «Nadie debe tocarlo», dijo. Y ella, en voz muy baja, pero más a los otros que al carnicero, dijo: «Por favor, sólo quiero estar un momento a solas con él». Pero de los otros no obtuvo respuesta, sólo habló el carnicero: «Si alguien tuviera ese derecho sería Kate», le contestó. Sonaba muy hostil, y después se la llevó de allí.

Las ovejas asintieron: lo habían visto perfectamente desde lejos. Las sospechas recayeron de inmediato en el carnicero, sencillamente porque todo el rebaño lo consideraba capaz de atravesar a un ser vivo con una pala. Pero Miss Maple sacudió la cabeza con impaciencia, y Othello prosiguió.

—En cuanto el carnicero estuvo lo bastante lejos, el flaco se puso a hablar con Gabriel. Olía raro, a whisky y Guinness, pero no como si hubiera bebido esas cosas, sino el cuerpo y la ropa. Sobre todo las manos.

—¡Fue él! —baló Ramses, un carnero muy joven dotado de una fantasía desbordante—. Se echó whisky en las manos porque ya no aguantaba el olor a sangre.

—Tal vez —convino Miss Maple, vacilante.

Maude, la que tenía mejor sentido del olfato, meneó la cabeza.

—Los hombres no huelen la sangre como nosotros. No tienen muy buen olfato.

—No sabemos si el asesino tenía las manos ensangrentadas —observó Miss Maple—. No sabemos casi nada. —Miró a Othello inquisitivamente.

—«George tenía muchas cosas en mente, la cabeza llena de alocados planes», le dijo el flaco en voz muy baja a Gabriel. Y añadió: «Pero todo eso se acabó, ¿no?». Lo dijo muy deprisa, tanto que no pude asimilarlo todo de una vez. No paraba de hablar de los planes de George. Creo que quería sonsacarle algo a Gabriel, pero éste no dijo nada. —Othello ladeó la cabeza con aire pensativo—. Yo diría que el flaco lo hizo enfadar. Por eso Gabriel llamó al carnicero. Cuando el carnicero se acercó, el flaco dejó de hablar en el acto. Y después se pusieron a hablar todos al mismo tiempo. Lilly dijo: «Habría que decírselo a su mujer»; Gabriel: «Habría que ir a la policía»; el carnicero: «Yo me quedo con él mientras tanto». Y el flaco añadió deprisa: «Nadie se quedará aquí solo». Los hombres clavaron la vista en el carnicero, puede que algo amenazadoramente, como se miran los carneros antes de desafiarse. El carnicero enrojeció, pero se mostró conforme.

A continuación, Miss Maple sugirió que las ovejas expresaran sus dudas. Cada oveja debía decir lo que no entendía y lo que quería saber. Ella estaba en el centro, y a su lado Mopple the Whale. Cuando una pregunta le resultaba interesante, le hacía una seña con los ojos a Mopple y el voluminoso carnero la memorizaba. Una vez memorizado algo, nunca lo olvidaba.

—¿Por qué nos han sacado fotos? —preguntó Maude.

—¿Por qué llovía? —preguntó Cloud.

—¿Por qué subía George por la noche a los pastos? —preguntó Heide.

Maple hizo la seña a Mopple, y Heide miró orgullosa a Othello.

—¿Por qué ha venido el carnicero? —preguntó Maude.

—¿Qué quiere el carnicero de Lilly? —preguntó Othello.

Seña de Miss Maple.

—¿Qué es un testamento? —preguntó Lane.

Seña de Miss Maple.

—¿Van a devolvernos a George? —preguntó Heide.

—¿Cuándo podremos volver a pastar allí donde yacía George? —inquirió Cloud.

—¿Van a traer cerdos a nuestra pradera? —quiso saber Maude.

—¿Por qué con una pala? Podrían haberlo empujado al acantilado —razonó Zora.

Seña de Miss Maple.

—¿Qué pasa con el lobo? —se interesó Sara—. ¿Es peligroso para los corderos o también para nosotras?

Miss Maple titubeó un instante, pero no hizo la seña.

—¿Por qué nadie mata al carnicero? —planteó Cloud.

Algunas ovejas balaron en señal de aprobación, pero Miss Maple tampoco hizo la seña.

—¿Cuánto llevaba George en el prado? —preguntó Mopple the Whale.

Miss Maple le hizo la seña y Mopple esbozó una sonrisa radiante.

Un cordero se adelantó. Ni siquiera tenía nombre aún; a las ovejas sólo se les ponía nombre cuando sobrevivían al primer invierno.

—¿Va a volver el espíritu de George? —inquirió con timidez.

Cloud se inclinó hacia él con aire tranquilizador y dejó que se arrimara a su abundante lana.

—No, pequeño, el espíritu de George no vendrá. Los hombres no tienen alma. Ni alma ni espíritu. Es así de sencillo.

—¿Cómo puedes decir eso? —protestó Mopple—. No sabemos si los hombres tienen alma. Tal vez no sea probable, pero es posible.

—Toda oveja sabe que el alma se encuentra en el sentido del olfato. Y los hombres no tienen buen olfato. —La propia Maude poseía un excelente sentido del olfato y pensaba a menudo en el problema de la nariz y el alma.

—En ese caso sólo verás un espíritu muy pequeño. No has de temerle. —Othello se inclinó hacia el cordero con cierto regocijo.

—¡Pero yo lo he visto! —baló el cordero—. Era horrible. Muy grande, mucho más grande que yo, y tengo buen olfato. Grande y peludo, y bailaba. Primero pensé que era el espíritu de un lobo, pero ahora que sé que George ha muerto, seguro que era su espíritu. Me entró tanto miedo que esta mañana creí que había sido un sueño.

Miss Maple miró fijamente al cordero.

—¿Cómo sabes que George ya estaba muerto?

—Lo vi.

—¿Viste a George muerto y no nos dijiste nada?

—No, no fue así. —El cordero se sorbió los mocos—. Vi la pala, sólo la pala. Pero George debía de estar debajo, ¿no? —Pareció vacilar—. ¿O acaso crees que cayó después sobre la pala?

No hubo forma de sonsacarle más al cordero: por la noche se había escabullido del establo, no sabía por qué; vio la pala a la luz de la luna y al peludo espíritu del lobo, al que no podía describir mejor; volvió corriendo, horrorizado, y al punto se quedó dormido del susto.

Reinaba el silencio. Las ovejas se apretaron más. El cordero hundió la cabeza en la lana de Cloud, y las demás clavaron la vista en el suelo, perplejas. Miss Maple suspiró.

—Otra pregunta para Mopple: ¿Quién es ese supuesto espíritu de lobo? ¿Y dónde está Tess?

Las ovejas se miraron. ¿Dónde estaba Tessy, la vieja perra ovejera de George, su más fiel compañera, su única amiga, el perro ovejero más apacible que las había cuidado nunca?

Cuando el resto dormía, Miss Maple añadió una pregunta más en silencio. Le había dicho a Ramses que no sabía si el asesino tenía las manos ensangrentadas, pero lo cierto es que ni siquiera sabía si tenía manos. Había encontrado apacible el rostro de George: olía a Guinness y té; la ropa, a humo; entre los dedos unas flores. Le había parecido un tanto extraño, ya que a George no le interesaban mucho las flores. Prefería las verduras.

Pero había encontrado algo más, algo que la indujo a levantar un poco con la nariz el ensangrentado jersey noruego. Allí, en el pálido vientre de George, un tanto por encima de la hendidura de la pala, se veía la huella de una pezuña de oveja… una única huella, nada más.