Muy temprano, en una gris y brumosa mañana de lo que debería ser primavera pero que se sentía mucho más como pleno invierno, el hombre salió silenciosamente de la casa y emprendió el ya tan conocido camino. Iba andando. El aire quieto y húmedo se aferraba a sus pantorrillas, como tratando de detenerlo. Se dirigió lentamente al lugar donde se había desmoronado por primera vez, donde había dado rienda suelta a su pesar.
El lugar al que había ido una y otra vez, tantas que había perdido la cuenta.
No había nadie por ahí. La primavera se retrasaba y la promesa de un nuevo florecer no era sino una esperanza. Diríase que se paraba el mundo, dejando como sensación predominante la de cosas muertas. Las hojas del otoño pasado asfixiaban los setos y los arbustos, las zanjas y las acequias; en los campos, viejos y secos rastrojos de las cosechas del año anterior; ramas desnudas en las que aún no aparecía el primer atisbo de verdor. En el interior de las casas, el reconfortante fuego ardía todavía en las chimeneas, pues el frío calaba aún los huesos de tanto que tardaban en llegar la fuerza y el poder del sol.
El suelo había soportado su largo sueño invernal y debería ser primavera.
Para él, el tiempo parecía haberse parado cruelmente desde la muerte de la moza. Sus ojos distinguían las pequeñas señales del paso de las semanas y los meses, mas su mente no aceptaba lo que veía. Era y siempre sería el gris previo al amanecer de una mañana de julio en que huyó horrorizado de lo que le había ocurrido a la única persona del mundo a quien había amado de verdad.
La monja de cara redonda y el viejo monje quisquilloso lo habían cuidado con cariño. Mirándolo con una mezcla de compasión y exasperación, la hermana lo había tratado como a un niño recalcitrante, que, aun sabiendo lo que le convenía, se negaba a hacerlo; en vano le suplicaba que se levantara y saliera a pasear bajo el saludable brillo del sol, o que ingiriera la sabrosa y fortificante comida. ¿Cómo esperaba curarse —le preguntaba—, si no se cuidaba a sí mismo?
El monje, al que había aprendido a llamar fray Fermín, tenía puesta su fe más en el amor a Dios que en la buena alimentación y el vigorizante ejercicio, y en la refrescante y bendita agua del manantial, una taza de la cual le llevaba cada mañana. El paciente la bebía, más para complacer al monje que porque creyera que le serviría de algo.
Tampoco la abadesa lo había olvidado. Ni mucho menos. Cada vez que podía hacer un hueco en sus obligaciones, ya terminado su trabajo, acudía a la enfermería y se sentaba con él antes de la cena. A menudo guardaba silencio, a veces rezaba el rosario y a veces no. Si la saludaba con un mínimo de animación, le hablaba, sin exigir respuestas, y le hacía breves descripciones de algo ocurrido en la jornada y que pudiera interesarle: un encuentro en el santuario con un visitante quejumbroso, detalles de cómo un enfermo mejoraba y, en una ocasión, hasta le habló de la pacífica muerte de uno de los monjes más ancianos de la casa de retiro.
Y, aunque él casi no decía palabra, ella no lo abandonó.
Quizá, pensó el hombre, era un caso perdido, pues ninguno de los numerosos tratamientos le había servido de nada. Más tarde, se preguntaría si había decidido que no le sirvieran, aun antes de que esas bondadosas personas empezaran a aplicárselos. Al final, como le parecía insensible seguir aceptando sus bien intencionadas atenciones cuando sabía que nada lo ayudaría, declaró que ya estaba curado. Se levantó de la cama, les dijo que la necesitaban para casos más apremiantes, y fue con ellos una última vez a la iglesia, donde fray Fermín, que creía más en esta milagrosa cura que sor Eufemia, elevó una plegaria de agradecimiento por este milagro de Dios.
Y entonces se marchó.
Pero ella lo supo siempre. La abadesa Helewise lo sabía.
Cuando fue a decirle que abandonaba la abadía, no trató de detenerlo, gracias a Dios. Era como si una parte práctica en ella le dijera: «Hemos hecho todo lo que hemos podido, mis monjes, mis hermanas y yo. Si habéis de volver a ser un hombre entero, Dios tendrá que hacerlo. Estáis en Sus manos ahora».
Él se había arrodillado frente a ella y se había despedido. Susurrando le pidió su bendición. Ella dejó escapar un ligero suspiro, casi como si le leyera el corazón. Y entonces él sintió la presión de su pulgar en tanto dibujaba la señal de la cruz en su frente y decía: «Que Dios os acompañe, Olivar».
Le había dado la cruz de Gunnora.
Olivar había regresado a casa con Brice, el único lugar al que se le ocurrió que podía ir. Para hacerle olvidar su pesar, Brice se había dedicado a tratar de alegrarlo. Pobre Brice. Olivar sonrió un poco al evocar a su hermano, más perplejo que nunca frente a una emoción demasiado profunda para su comprensión, sugiriendo que hiciesen juntos un peregrinaje.
—¡Podríamos ir a Santiago, o a la Ciudad Santa, si los infieles nos dejan entrar! —había exclamado—. ¿No te gustaría, Olivar? ¿No sería bueno salir de aquí, andar juntos por los caminos, conocer a gente nueva, ver cosas y lugares preciosos? ¡Yo estoy dispuesto! Me encantaría hacerlo, de veras. Iré a donde sea, si te ayuda.
Sus intenciones eran buenas.
Le habían contado lo otro, lo de la alocada prima de Gunnora, Elanor. Olivar sentía compasión tanto por ella como por ese bobo de su marido. Habían sido codiciosos e insensibles, sí, pero quienquiera que se hubiera imaginado que habían matado a Gunnora, que Elanor la sostenía mientras Milon blandía el cuchillo, se había equivocado. Milon no tenía suficientes agallas para matar, de eso Olivar estaba seguro. Al menos no a sangre fría y calculadoramente, aunque al parecer sí había estrangulado a Elanor en el calor de una riña.
Lo habían juzgado por eso. La abadesa y ese imponente caballero al que habían mandado a investigar las muertes habían dado su testimonio. No lo habían hecho de buena gana, según se rumoreaba, ni tampoco se habían mostrado vengativos; se habían limitado a contestar con la verdad a las preguntas que les planteaban, tratando, dentro de sus posibilidades, de hablar en su favor.
Sin embargo, la verdad bastó para que lo mandaran a la horca. Asesinato. Había asesinado a Elanor, su joven, bonita y alegre esposa. Lo había reconocido mientras lo llevaban a la horca. Había ido con su Hacedor rogando que lo perdonara, gritando que no había pretendido matarla, que su muerte había sido un terrible accidente, que daría cualquier cosa, cualquiera, hasta su propia vida, para tenerla de nuevo a su lado, viva, riendo y bailando.
Olivar lo entendía. Aunque, para ser sincero, debía reconocer que su amada Gunnora no era mujer de risas y bailes, ni, que Dios la bendijera, de frivolidades. No obstante, Olivar habría dado su propia vida si con ella hubiera podido volverla a la vida.
Pero las leyes de la naturaleza no funcionaban así. Ni tampoco las de Dios.
Una vez muerto y enterrado Milon, Brice decidió olvidar todo ese desdichado asunto. Pese a haber perdido a su esposa, a que la hermana de su esposa había muerto debido a un terrible accidente que aún abrumaba a su propio hermano y a que su primo por matrimonio había muerto en la horca por haber matado a su esposa, Brice reanudó su vida normal… con lo que algunas personas consideraban una prisa indecente.
«Que digan lo que quieran», pensó Olivar. No conocían a Brice. No entendían su naturaleza directa y nada complicada ni sentimental. Hasta su propio hermano se sentía tentado a veces de decir que era superficial. No, se corrigió, Brice no era realmente superficial. Era práctico, tenía los pies bien puestos en el suelo y le faltaba imaginación, pero era un buen hombre. Con el tiempo se casaría de nuevo, aunque sin duda ninguna esposa le daría lo que habría obtenido con Dillian, si ésta no hubiese muerto antes que su padre. Pocos suegros poseían dominios como Winnowlands.
Aparte del donativo que Brice había hecho a la abadía de Hawkenlye, la fortuna entera de Winnowlands revertiría a la Corona. Corría el rumor, improbable aunque increíblemente persistente, de que el nuevo rey Ricardo pensaba otorgar parte de la propiedad y una casa solariega nada insignificante a ese imponente caballero…
«Me da igual —pensó Olivar al acercarse al río—. Le deseo suerte. Nadie ha sido feliz en Winnowlands, al menos nadie de la familia y los siervos de Alard. Le deseo que le vaya mejor. Yo, en cambio, ya estoy por encima de esas cosas».
Descendió torpemente hasta el agua; se detuvo en aguas poco profundas donde había salmones en primavera y se sentó en la hierba empapada. Habían acudido allí con frecuencia, él y Gunnora. Por eso, claro, por eso éste se había convertido en su rincón especial.
Siempre había creído que ella era para su hermano. Brice, el primogénito de Rotherbridge, se casaría con Gunnora, primogénita de Alard de Winnowlands. Amándola a distancia, cosa que había hecho desde que tenía uso de memoria, se había visto obligado a soportar verlos juntos, abrir los bailes, tiesos y renuentes, sentados juntos a la mesa en los días de fiesta.
Luego, inesperadamente, una lucecita de esperanza empezó a brillar. Poco antes del decimoctavo cumpleaños de Gunnora, cuando todo el mundo esperaba que anunciaran el compromiso, ella lo había buscado a él, a Olivar.
—No deseo casarme con tu hermano —le había dicho allí mismo, junto al río, en aquel mismísimo lugar—. No lo quiero y me temo que no me hará feliz.
Olivar había intentado interpretar la expresión de esos ojos de un azul profundo.
¿Por qué se lo decía? De hecho, ¿por qué se había molestado en averiguar dónde se encontraba, por qué había ido a buscarlo?
¿Sería posible que no amara a Brice porque amaba a otro?
¿A él, Olivar?
Éste dio un paso al frente, no para tocarla, claro que no, aún no, y el tenso silencio continuó.
Una dama no podía ser la primera en hablar de estos asuntos, y él lo sabía. Siempre lo había sabido. De modo que, con el corazón como un tambor y la boca tan seca que apenas si podía pronunciar palabra, habló.
Le dijo, llana y humildemente:
—Milady, ¿crees que podrías amarme a mí? —Ella no le había contestado, sino que había bajado los enormes ojos en delicada señal de pudor—. Te amo, Gunnora —se había precipitado, pues, Olivar—. ¡Siempre te he amado! ¿Aceptarías casarte conmigo?
Entonces ella alzó la mirada. Lo miró directamente a los ojos y en los suyos vislumbró durante una fracción de segundo lo que era una emoción inesperada.
Una expresión de triunfo.
Pero ésta desapareció y, embargado por el indecible júbilo de poder abrazarla por fin, Olivar olvidó esa expresión.
Aceptó su plan sin un momento de reflexión, la ayudó y alentó en todo momento, ¡le había parecido un plan tan astuto! Que ella se retirara detrás de los gruesos muros de un convento hasta que Brice se casara con otra, y luego saliera para que Olivar la reclamara como suya… ¡Qué brillante plan! E infalible. Alard podría negarle permiso para escoger marido, pero nada podría hacer contra la piadosa intención de una hija que deseaba ser monja.
El año que había tenido que aguantar sin ella le había supuesto un auténtico tormento. Antes, aun cuando la creyera fuera de su alcance, tenía el dudoso consuelo de verla con regularidad. De hablar con ella, oír su voz, observar la gracia de sus gestos. Y recibir el premio de su amor sólo para perderla detrás de los muros de Hawkenlye le había resultado casi insoportable.
La noche antes de ir a su encuentro en la abadía, Olivar se sentía tan nervioso como emocionado. Hacía una semana que no comía y que sufría terribles dolores de cabeza que lo atormentaban sin previo aviso, clavándosele en una sien cual la punta de una daga y, mientras duraban, le impedían hacer cualquier cosa que no fuera tumbarse en la oscuridad y vomitar periódicamente.
Por fin, ¡ay, por fin!, se habían reunido. Él la había envuelto en sus brazos, tratando de besarla, creyendo que, tras un año de separación, ella se mostraría tan ardiente y dispuesta como él.
Lo había sabido en cuanto se negó a besarlo en los labios. Lo supo pero no daba crédito.
Lo había… No, ni siquiera podía pronunciar mentalmente las palabras. Lo había traicionado. Aun ahora, bajo los efectos de la terrible y desoladora decepción, no se sentía capaz de criticarla.
«Se equivocó —se dijo—. Esa noche, cuando me vio después de tanto tiempo con las buenas hermanas, creyó que no me quería. ¡La conmocionó verme! Y yo no debí arrojarme sobre ella, debí ser más sensato, tener más paciencia.
»Todo habría ido bien. Pronto habría recordado cuánto nos amábamos. Y todo habría sucedido como lo habíamos planeado.
»Pero no pudo ser.
»Porque cayó por esos escalones y murió.
»Y, a pesar de toda la satisfacción y el placer que me ha dado la vida desde entonces, debí morir con ella».
Al cabo de un largo rato, se puso lentamente en pie. Había llevado un grueso saco, que desdobló y tendió sobre la hierba. Desde la orilla del poco profundo río escogió varias gruesas piedras, las más pesadas que pudo levantar. Llenó el saco, se levantó y, gruñendo y jadeando por el esfuerzo, lo arrastró sobre la hierba y dobló el recodo del río.
Allí, fuera de la vista del camino, había un lugar donde la fuerte y rápida corriente formaba un profundo y negro pozo debajo del margen erosionado.
Ató bien el saco con una fuerte y larga cuerda con la que luego se rodeó la cintura. Su roce le hería la piel del delgado cuerpo, pero eso ya daba igual.
Se levantó un momento y pensó en ella. En cómo sonreía, en esos hermosos e interminablemente soleados días de ese verano tan lejano en que inesperadamente, de súbito, el futuro pareció tan prometedor. En sus labios al besarla, en sus firmes y jóvenes pechos. En sus ojos, cuya expresión nunca había sabido interpretar, según se daba cuenta ahora. En su largo cabello oscuro.
«Gunnora.
»Mi amor. Mi amor perdido».
Llevaba su cruz al cuello. La cogió con la mano, la aferró con fuerza y echó un último vistazo al mundo.
En la orilla opuesta, en un joven sauce, aparecían las primeras señales verdes. Parecía que la primavera llegaría, por fin.
Olivar sonrió ligeramente. La primavera. Indiferente para él, aunque llegara.
Alzó los ojos hacia la ancha bóveda celeste donde, según le habían dicho, se encontraba el cielo; murmuró una oración para Gunnora y otra para él. «Piedad. Perdón. Y, por favor, Dios Santo, que algún día nos reunamos, ella y yo».
No había acabado la plegaria cuando saltó.
El pesado saco funcionó. Al cabo de unos segundos, las aguas se cerraron sobre su cabeza y Olivar desapareció.