La coronación de Ricardo Plantagenet, segundo hijo superviviente de Enrique II y Leonor de Aquitania, se celebró en la abadía de Westminster el 3 de setiembre de 1189.
Faltaban cinco días para que el nuevo rey, Ricardo I de Inglaterra, cumpliera treinta y dos años. Llevaba quince días en el país, y, aun mientras tenía lugar la sobrecargada y larga ceremonia, gran parte de sus pensamientos se adelantaban al día en que podría marcharse de nuevo.
Dos años antes, el líder musulmán, Saladino, había arrebatado a los francos Jerusalén y Acre. Guy de Lusignan, rey de Jerusalén, asedió el territorio robado, pero finalmente resultó claro que la reconquista del Santo Sepulcro no la podía hacer él solo. Ricardo Plantagenet había estado preparado, más que preparado, para ir en su ayuda y había cogido la cruz. Sin embargo, los acontecimientos de allende el mar no respondían a los planes de los Plantagenet; las eternas intrigas y riñas intestinas entre Ricardo, su padre y sus hermanos hacían imposible que Ricardo embarcara para unirse a la cruzada en el este.
No obstante, ahora que era rey, todo esto había cambiado. Aun antes de lucir la corona, había exigido un puñado de barcos. Y, al otro lado del canal, su compañero de armas, amigo y aliado, Felipe Augusto de Francia, aguardaba…
Los treinta y cinco años de Enrique II en el trono habían dejado a Inglaterra en buenas condiciones. A diferencia de su hijo y heredero, se había involucrado en todos los ámbitos del buen gobierno y había realizado la asombrosa hazaña de la integración, gracias simplemente a que sus consejeros eran inteligentes y bien informados. Su pequeño grupo de administradores compartía con él el deseo de hacer que el país fuese fuerte y solvente. A su muerte, Enrique dejaba en la tesorería una suma sustanciosa, unos 100 000 marcos, según los rumores.
Aunque la suntuosa coronación de Ricardo se comió buena parte de este dinero, lo que quedaba habría resultado una herencia más que adecuada para la mayoría de los reyes.
Es decir, para reyes que no se sintieran tan impacientes como Ricardo por ir a la guerra.
El principal propósito de Ricardo era aumentar sus ingresos. Su nuevo reino, al que apenas conocía, no era para él sino un enorme banco en el que por suerte su crédito parecía bueno. Le era absolutamente indiferente que sus exigencias fueran o no aceptables para sus nuevos súbditos o que la mayoría de éstos compartiera o no su fanática determinación de arrancar Tierra Santa de manos infieles. Recaudar cuanto más dinero, mejor, y cuanto más pronto, mejor: eso era lo único importante. En una ocasión había dicho en broma que vendería Londres si encontraba un comprador.
Mucha gente no se dio cuenta de que se trataba de una broma.
Diríase que todo estaba en venta en esos primeros y turbulentos días de su reinado. Ni siquiera los personajes más influyentes se hallaban exentos de exigencias. Los hábiles y leales consejeros de Enrique tuvieron que pagar grandes sumas por el dudoso privilegio de contar con la buena voluntad del nuevo rey. Más abajo en la jerarquía, los funcionarios eran despedidos para hacer sitio a los que pagaban por sus nuevos cargos. Si a alguien el dinero le suponía una carga, se decía irónicamente, se lo quitaban de buena gana. En este extraordinario mercado tan grande como el país era posible comprar privilegios, títulos de lord o duque, cargos de sheriff, castillos y hasta ciudades; siendo lo que es la naturaleza humana, había muchas gentes más que dispuestas a progresar del modo más rápido, es decir, mediante el dinero, en lugar de hacerlo por la vía más noble pero más ardua de su valía personal.
Ricardo alcanzó su objetivo inmediato, y el dinero entró a raudales en su fondo para la cruzada, como el Támesis por su nueva capital.
Pero ¿a qué precio?
Josse d’Acquin presentó al rey su informe acerca de las muertes en la abadía de Hawkenlye, si bien, y quizá comprensiblemente, el rey no parecía recordar quién era ni de qué hablaba. Josse se había encontrado con él a mediados de agosto, cuando, recién llegado a su nuevo reino, volvía a tomar contacto con un país y un pueblo que no había visto desde la más tierna infancia.
—¿Hawkenlye? —preguntó Ricardo cuando Josse por fin pudo abrirse paso hacia el frente de la cola de hombres que deseaban hacerse oír—. ¿Hawkenlye? ¿Una monja muerta?
Josse le recordó los hechos principales; arrodillado sobre una pierna y gacha la cabeza, la algarabía circundante ahogaba sus palabras. La corte ambulante de Ricardo se estaba estableciendo en sus nuevos aposentos con característica y estruendosa exuberancia.
Sintió que unas fuertes manos lo asían por los hombros y lo ponían de pie.
—¡Levantaos, hombre, que no os oigo! —gritó, irritado, el rey—. ¿Qué es todo esto de unos asesinos liberados?
Josse le relató de nuevo los acontecimientos, y en esta ocasión el rey lo recordó.
—¡Ah, sí, la abadía llena de mujeres, donde se descubrió el manantial milagroso! Claro, sir Juan…
—Josse —murmuró el aludido.
—Creo recordarlo… —Ricardo miró a Josse con expresión ceñuda, como tratando de obtener información.
Justo en ese momento se acercó al rey su principal consejero, Guillermo de Longchamps, y, de puntillas, pues su soberano le sacaba al menos una cabeza, le dijo algo en voz baja y tono apremiante.
Josse esperó a que el rey lo despachara, le dijera que esperara su turno; ya había gentes molestas por la posición privilegiada de Longchamps, a quien, según se rumoreaba, el rey iba a nombrar canciller. ¡Y eso que era hijo de un siervo fugado!
No obstante, Ricardo no despachó a Longchamps. Con un majestuoso gesto de la mano, despachó a Josse.
Mientras éste se alejaba, demasiado irritado para dar las esperadas muestras de respeto servil, se sorprendió al sentir una mano que lo detenía al llegar a la antecámara.
Era Guillermo de Longchamps.
—Conozco el asunto que os ha traído, Josse d’Acquin —susurró—. Me encargaré de que el rey se entere de vuestro éxito.
A punto de contestar que se las apañaría bien por sí mismo, sin ayuda de nadie, Josse cambió de opinión.
¿Acaso lo perjudicaría contar con el apoyo del hombre que al parecer sería el próximo canciller de Inglaterra? ¡No! ¡De ninguna manera!
¿Qué importaba que no fuera de noble cuna? Observándolo desde su altura, tenía que reconocer que su aspecto no era el de un candidato para uno de los puestos más encumbrados. Sin embargo, se dijo, tratando de ser justo, cualquiera que se remontara lo bastante lejos en su propio linaje probablemente descubriría orígenes labriegos.
Y esto incluía al rey. ¿O es que su ilustre antepasado, Guillermo el Conquistador, no era hijo bastardo de la hija de un curtidor?
—Os lo agradezco, milord. —Josse hizo una cortés reverencia y vaciló. ¿Debía contarle el resultado de su investigación? Sí, decidió—. Desde un principio tuve la impresión de que la primera muerte se debía a un asunto de familia, pero…
Alzando una mano, Longchamps lo interrumpió.
—No es menester que me lo expliquéis, sir Josse. —Esbozó una sonrisita—. Ya conozco la historia.
—¿Cómo?
De pronto Longchamps pareció crecer, aunque fuesen unos pocos milímetros.
—Mi señora, la reina, me lo ha contado.
—¿La reina Leonor?
—¿Tenemos otra? —preguntó Longchamps con cierto deje sarcástico.
—¡Oh! No, no.
¿La reina Leonor, que Dios la bendijera? ¿Acaso se había molestado en seguir el asunto? Con todo lo que debía de tener en mente, ¿se habría acordado de este asuntillo provinciano, sin duda carente de importancia en el momento en que quedó claro que el perpetrador no era un preso liberado gracias a la clemencia de su hijo?
Sí, debía de haberlo hecho.
—Le estoy agradecido a su majestad —y, con esto, Josse hizo una reverencia tan profunda como si se encontrara frente a la mismísima Leonor de Aquitania.
—Como todos nosotros —murmuró Longchamps—, como todos nosotros.
Con una breve inclinación de cabeza dirigida a Josse, regresó a toda prisa junto al rey.
Josse no esperaba tener más noticias de Longchamps o del rey, pero se equivocó.
Poco después le informaron que lo mandaban asistir a la coronación del nuevo rey.
Posteriormente, Josse alegaría que había habido aspectos extraños en la coronación de Ricardo I. No es que fuese un experto en coronaciones, ya que ésta era la única a la que había asistido en toda su larga vida. No obstante, en su opinión, constituía un buen comienzo para su relato repetido tan a menudo.
El primer suceso extraño fue que, aun siendo de día, un murciélago entró aleteando en la abadía de Westminster. No se contentó con recorrer discretamente los rincones más oscuros del gran edificio, sino que voló con toda la temeridad del mundo a lo largo de la nave… hasta encontrar el lugar sagrado en que el rey electo se hallaba sentado, con la espalda recta, luciendo ropajes extravagantes y con los místicos símbolos de la monarquía en las manos. Y allí describió un círculo tras otro encima de la noble cabeza, hasta que uno de los prelados que presidían la ceremonia salió de su pasmo y, agitando sus anchas mangas, atinó a hacer que la pequeña criatura se marchara, no sin antes dejar un desagradable testimonio de su miedo.
—¡Un murciélago! —oyó Josse que murmuraban a su alrededor, cual mujeres cotilleando junto a un pozo—. ¡Es de mal agüero! ¡De muy mal agüero!
Pese a sí mismo —pues, a fin de cuentas, el murciélago no era sino un animal salvaje, ni bueno ni malo—, Josse pensó en las palabras del Levítico: «Todas las cosas que vuelan, que se arrastran, que andan a cuatro patas, serán para ti una abominación».
¡Dios había dicho eso de una de Sus propias criaturas! Un ser de la noche, de la oscuridad, de lugares secretos, y una abominación para el Señor de los Cielos…
En la abadía creció el volumen de los incoherentes murmullos, mientras por todos lados los hombres intentaban mitigar la potencia de este mal agüero rezando repetidamente el padre nuestro.
Oraciones a las que, por mucho que intentara ser racional, Josse se unió.
No habían reservado un lugar especial para la reina Leonor en la larga ceremonia celebrada en Westminster. De hecho, no asistió, y, en opinión de Josse, ésta fue otra de las cosas extrañas en la coronación del rey Ricardo.
Decían que se había negado a asistir porque guardaba luto por su esposo, el difunto rey Enrique.
¿Luto?
Técnicamente era cierto, según reconoció el propio Josse. Hacía apenas un par de meses que había fallecido Enrique, ¡pero todos sabían lo que ella sentía por él! ¡La había mandado encerrar, la había hecho prisionera en su propia casa durante los últimos dieciséis años! Se odiaban mutuamente, y sin duda ella se había alegrado de no volver a verlo.
Además, Leonor se había esforzado con ahínco a favor de su hijo. Se decía que no había descansado un solo día en las últimas semanas, en su empeño por no dejar piedra sin remover para que Inglaterra recibiera de buena gana a su nuevo rey. ¿No resultaba como mínimo inesperado que no asistiera a lo que era el momento culminante de su hijo?
Sin embargo, fuera por la razón que fuese, Leonor no estuvo presente en la coronación.
Como tampoco lo estaba, según percibió Josse con creciente asombro, ninguna mujer.
A la coronación de Ricardo asistieron únicamente varones.
«Bueno —se dijo Josse, de nuevo en un intento por explicar los hechos—. Son los hombres los que tienen las riendas del poder, ¿por qué no habría de convocarlos Ricardo sin sus esposas?». Quizá había pensado que, si su madre se negaba a verlo coronado, ninguna otra mujer del reino tendría ese privilegio.
Josse no dejó de preguntarse lo que habría dicho al respecto la abadesa Helewise de Hawkenlye.
Una semana después de la coronación, que fue el tiempo que tardó en curarse la resaca —había que reconocerle al rey Ricardo que sabía cómo dar fiestas—, Josse emprendió el regreso a su hogar, a Acquin.
Inevitablemente, tras tantas emociones, experimentaría cierto desencanto de vuelta en su apartado dominio rural; lo sabía y se había preparado para ello. Al menos eso creía. De hecho, al cruzar el río Aa hacia el valle y poner a su cansada cabalgadura rumbo a casa, le apetecía la paz.
Los largos y bajos tejados del gran patio aparecieron en la distancia. En las dos esquinas exteriores, las tejas de pedernal de las torres de vigía centelleaban bajo los rayos del sol que caían desde poniente y a los que parecían capturar. Unas grandes vacas pastaban en los pastizales a ambas orillas del río, y era tal la calma que se las oía arrancar la hierba. Uno o dos grupos de labriegos que regresaban a casa con paso cansado lo saludaron con un gesto de la cabeza y algunos, al reconocerlo, se tiraron de un rizo en señal de respeto.
¡Su hogar!
Azuzó de nuevo el caballo, que emprendió un renuente trote, y entró en la diminuta aldea que había surgido en torno a la extensa casa señorial. Pasó frente a la iglesia, recorrió el sendero que llevaba a las puertas… y se encontró en su casa.
Las puertas se hallaban cerradas. Bien. Después de todo, el sol estaba a punto de ponerse y nadie sabía que llegaría. No obstante, no fue capaz de sustraerse a una sensación de rechazo.
Se inclinó de lado sobre la silla de montar y golpeó con los puños las pesadas puertas con bandas de acero.
—¡Abrid! ¡Abrid! ¡D’Acquin!
Tras aporrear bastante tiempo, alguien entreabrió una estrecha ventana junto a las puertas y Josse distinguió la cara enfadada de su mayordomo.
—¿Qué queréis? —gritó el hombre.
Al ver quién era, se sonrojó, murmuró una disculpa y cerró la ventanilla. Poco después, las puertas se abrieron. Entre una acción y otra Josse lo oyó gritar, en un tono no tan alegre como esperaba:
—¡Es sir Josse! El amo ha vuelto.
Lo recibieron bastante calurosamente sus hermanos, las esposas de sus hermanos, sus sobrinos y sus sobrinas, al menos aquellos que eran lo bastante mayores para hacerlo. Los lactantes no se dieron por enterados. Como no habían engordado ningún cordero, le sirvieron una sabrosa ave de corral y carne de caza mayor. Su hermano Yves abrió un barril de vino que dijo haber guardado para una ocasión especial como aquélla.
Lo escucharon educadamente mientras les hablaba de la vida al lado de Ricardo Plantagenet. Soltaron las exclamaciones adecuadas en los momentos oportunos, dieron las pertinentes muestras de horror cuando les describió las muertes en la abadía, y de discreción diplomática cuando les contó que el nuevo rey estaba resuelto a extraer a su nuevo reino todo lo que pudiera permitirse, y posiblemente más, a fin de ir a toda prisa a Tierra Santa a echar a los infieles.
Sin embargo, se percató de que, en cuanto acabara de describir cosas emocionantes, la atención se distraería; que tendría suerte si alguien le hacía una pregunta que demostrara interés antes de hablar de otros temas. De la cosecha. Del campo junto al río que se inundaba siempre que llovía mucho. Del becerro enfermo de la vaca pinta. De las perspectivas de la caza en otoño. Del tobillo roto del segundo menor de los hermanos. De la madre demente de la esposa del mayor y hasta, Santo Dios, de las hemorroides del cura y de las escasas y espasmódicas caquitas del segundo menor de los bebés.
¡Y estos dos últimos temas durante la cena!
«Lo había olvidado —pensó Josse con tristeza al acostarse la tercera noche después de su llegada—. Había olvidado lo mezquina que es la vida aquí en el campo, lo trivial de las preocupaciones. Para ser justos —se corrigió—, puede que sean mezquinas y triviales, pero no carecen del todo de importancia».
Acquin era un dominio vasto y, como bien sabía, su buen funcionamiento precisaba el trabajo concienzudo de sus cuatro hermanos. Y eso, su buen funcionamiento, era vital, no sólo para el bienestar y la fortuna de la familia, sino para el gran número de labriegos y sus familias que dependían de los D’Acquin.
«A fin de cuentas —pensó—, yo decidí marcharme. Nadie me echó; fue elección mía probar suerte en la corte de los tempestuosos Plantagenet. No es culpa de mi pobre familia que la existencia en Acquin no pueda competir con la variedad y las emociones de la vida en la corte».
Cuando por fin logró conciliar el sueño esa noche, soñó que Ricardo Plantagenet le enviaba una enorme cruz con rubíes engastados y le ordenaba que escoltara a la reina a Fontevraud, donde, nada más desmontar, ésta se ponía una toca blanca y un velo negro y se convertía en la abadesa Helewise. Aterrorizado ante la perspectiva de tener que contarle a Ricardo que su madre se había convertido en otra persona, Josse bajaba galopando por una pendiente con tanta prisa que a su caballo le crecían alas, lo lanzaba al suelo, se transformaba en un enorme murciélago y se alejaba aleteando.
Despertó sudoroso y temblando ligeramente… y con los principios de un plan en mente…
Josse tardó varios meses en poner el plan en práctica. Para justificar el retraso ante sí mismo, se decía que, tras desorganizar la vida de su familia con su regreso, no sería justo no quedarse un buen tiempo. De otro modo, no merecía la pena que hubiese vuelto. A fin de tranquilizar su conciencia por ser un intruso en su propia casa, aunque todos hacían lo posible para que no se sintiera como tal, emprendió todas las tareas que le parecían menester. No obstante, sus hermanos y sus criados hacían mejor casi todas las faenas comunes de una gran propiedad rural.
De poco servía que manejara la espada mejor que todos ellos juntos.
Con todo, la caza del jabalí resultó excepcional; además, estaba la bonita hermana menor de la esposa de uno de sus hermanos. Los estragos de la viruela se habían llevado a su marido hacía demasiados años para que le doliera todavía, y estaba más que dispuesta a coquetear durante las veladas de noviembre, cuando las corrientes de aire hacían ondear los tapices y la gente se apretaba en torno al llameante fuego.
La Navidad llegó y se fue.
En febrero del nuevo año de 1190, justo cuando Josse estaba preparándose mentalmente para abandonar el hogar familiar y regresar a la corte del rey, recibió el mensaje.
Su hermano Yves condujo a su presencia al agotado y empapado mensajero.
Con mirada alerta, dominado por la curiosidad, le susurró:
—¡Viene de parte del rey!
Josse llevó al mensajero aparte, y éste extrajo de su túnica un pergamino enrollado y sellado y comprobó que venía, efectivamente, de parte de Ricardo, quien se encontraba en Normandía.
Al parecer, el rey deseaba ver a Josse d’Acquin para agradecerle personalmente su papel en el asunto de las muertes en la abadía de Hawkenlye.
Boquiabierto, Josse se esforzó en cerrar la mandíbula; recordando sus modales, acompañó al mensajero a las cocinas y ordenó al personal que lo alimentara, le diera de beber y lo calentara.
A continuación subió a sus aposentos y trató de esclarecer por qué, tan de repente, después de tanto tiempo, el rey deseaba darle las gracias.
Obtuvo su respuesta en cuanto, una semana más tarde, lo anunciaron y se arrodilló de nuevo frente al rey, pues, en una silla apenas menos ornamentada que la de Ricardo, se hallaba sentada la madre de este último.
Josse la había visto un par de veces antes, aunque sólo de lejos. Hizo un rápido cálculo mental y decidió que de eso haría veinte años o más.
Sin embargo, la anciana reina llevaba bien los años. Tendría casi setenta, pensó Josse, pero sus ojos brillaban aún y, aunque algo maltrecha por los largos meses de viajes, su tez resultaba aún bastante lozana. Se veían aún los restos de su legendaria belleza y no costaba entender que un anónimo estudioso alemán se hubiese sentido impulsado a escribir que «si el mundo fuese mío desde el mar hasta el Rin, renunciaría a él con júbilo si pudiese tener en mis brazos a la reina de Inglaterra…».
Inmaculada y elegantemente ataviada, lucía una pequeña corona, velo y peto de fino lino, y las mangas de su vestido de brocado de seda eran tan largas que rozaban el suelo. La protegía del frío una capa forrada de piel, con cuyos generosos pliegues se había envuelto piernas y pies, como si se tratase de una manta.
Sintiéndose honrado, encantado y humilde en presencia de una mujer a la que había admirado toda la vida, Josse se levantó a medias, se desplazó hacia la derecha e hizo una profunda reverencia con la cabeza muy inclinada.
Sintió un ligero toque en el hombro. Alzó la mirada y vio que Leonor se había inclinado hacia él y le tendía la mano derecha. Atónito, la cogió y la besó.
—Mi madre me ha pedido que os dé personalmente las gracias por el servicio que nos prestasteis el verano pasado, D’Acquin, mientras nos preparábamos para nuestra coronación —dijo Ricardo.
Josse se fijó en que le costaba decidirse entre el «yo» y el «nos». Quizá, pensó caritativamente, costaba acostumbrarse a ser rey.
—Cualquier servicio que pueda prestaros, majestad, mi señor, lo haré con gusto.
En la ancha y apuesta cara de Ricardo se dibujó una sonrisa momentánea que se apresuró a borrar.
—Mi madre tiene lazos especiales con la fundación de Hawkenlye —continuó el monarca—, por sus semejanzas con la casa madre de Fontevraud, a la que mi madre desea retirarse pronto a fin de…
—Todavía no me voy —interrumpió la reina Leonor—, y me gustaría, Ricardo, que no hablarais de mí como si no estuviera aquí.
La mirada que dirigió al rey contenía, según observó Josse, la clase de expresión de indulgente y cariñoso reproche característica de las madres que contemplan a sus hijos preferidos. Para Leonor ni siquiera un rey como Ricardo podía hacer nada mal.
—Milord d’Acquin —ahora la reina se dirigía a Josse—, he oído hablar de vuestra misión y os agradezco la gran parte que desempeñasteis en la solución de un crimen que amenazaba con trastornar el buen funcionamiento y las buenas obras de nuestra abadía en Hawkenlye.
—No fui yo solo, mi señora —se apresuró a manifestar Josse.
«A cada cual lo suyo —pensó—, y en realidad fue Helewise quien resolvió el caso, el asesinato que no era asesinato».
—Lo sé y ya he expresado mi agradecimiento y mi aprecio a la abadesa Helewise. Es una gran mujer, ¿verdad, milord?
—Una gran mujer —repitió Josse.
Intentaba imaginarse a Helewise enfrentándose a una visita de la reina. ¿Habría empezado a agitar los brazos, habría sido presa del pánico? ¿Se habría sumido en un torbellino angustiado, trabajando las veinticuatro horas del día para asegurarse de que cada detalle, por más nimio que fuera, estuviese perfecto?
No. Helewise no era así en absoluto. Esbozó una fugaz sonrisa. Lo más probable era que hubiese dicho, con toda serenidad: «La abadía es tan buena como podemos hacerla con nuestros esfuerzos. Más no podemos hacer. Que la reina nos vea como somos».
—¿Sonreís, sir Josse? —inquirió Leonor.
Quizá estuviese a punto de ser septuagenaria, reflexionó Josse, pero su voz poseía todavía la capacidad de hacer temblar a cualquier hombre.
—Disculpadme, milady, pensaba en la abadesa Helewise.
—¿Y lo que pensabais os hizo sonreír?
Josse se obligó a mirarla directamente a los ojos.
—Un poco, majestad, aunque os aseguro que no pretendía faltaros al respeto.
—No lo dudo. Tal vez os interese saber que al hablar de vos la abadesa tampoco fue capaz de contener su sonrisa.
Sabía —¡seguro que lo sabía!— que él, Josse, deseaba saber de qué habían hablado esas dos mujeres formidables, averiguar por qué el tema de Josse d’Acquin había hecho que Helewise deseara sonreír. Como coqueta que era todavía, ahora que le había hecho este provocador comentario, Leonor no pensaba decírselo.
A todas luces, Ricardo empezaba a aburrirse con esta conversación referente a personas y acontecimientos de los que nada sabía. Había estado golpeando con una mano el brazo de su sillón, canturreando en susurros partes de una canción, y ahora, incapaz ya de contener su inagotable energía, se puso en pie de un brinco y se estiró.
—Madre, milady, ¿por qué no se lo decís sin rodeos?
—Mi hijo no es muy dado a escuchar mientras otros conversan —comentó Leonor con un casi imperceptible deje de ironía, y dirigió a su hijo otra de sus miradas cariñosas—. Sobre todo cuando el tema no tiene que ver con armas, caballos de guerra, barcos o el viaje allende el mar.
Ricardo la miró airadamente un momento y como, después de todo, era su madre y probablemente la única persona del mundo frente a quien refrenaba sus arrebatos, dijo por fin:
—En nuestro reino de Inglaterra poseemos muchas casas solariegas y dominios que podríamos otorgar a nuestros súbditos si desearan pagar un precio justo por ellos. —Interrumpiendo lo que parecía un discurso preparado, clavó la vista en Josse y le preguntó, en un tono mucho más amistoso y despreocupado—: ¿Qué os pareció Inglaterra, Josse? ¿Os gustó?
—Mi señor, sólo vi un rinconcito y, como estaba ocupado con un asunto de cierta importancia…
—Sí, sí, sí, sé todo eso. —Ricardo agitó una mano como si con ello pudiera hacer huir las palabras de Josse—. Es un país muy hermoso, ¿verdad? Buena caza en todos esos bosques y el clima no está mal, ¿no creéis?
«¿Que el clima no está mal? —estuvo a punto de responder el aludido—. Debisteis de tener suerte, mi señor, ¡en los pocos meses que estuvisteis allí!». Pero no lo hizo.
Pese a su actitud amistosa, Ricardo era el rey.
Sin saber aún a qué se debía la convocatoria, aunque empezaba a hacerse una idea, se limitó a comentar con humildad:
—Me gustó mucho lo que vi de Inglaterra, majestad. Los recuerdos de mi infancia me ayudaron y la impresión que me formé en mi última visita no hizo sino confirmar la sensación de que es una tierra en la que viviría con mucho gusto.
¿Sería una imprudencia? Si, como todos se imaginaban, el rey estaba a punto de ir a una cruzada, ¿habría resultado más diplomático rogarle que le permitiera acompañarlo?
«Pero no quiero —se dijo Josse—. Santo Dios, estoy harto de la guerra».
—Mi hijo desea otorgaros una muestra de nuestra gratitud por vuestra ayuda en el asunto de Hawkenlye —intervino Leonor—. Desea…
—¿Querríais una casa solariega inglesa, Josse? —preguntó Ricardo—. Todavía me quedan algunas muy buenas y hasta unas que no se encuentran a demasiadas leguas de Hawkenlye, aunque los Clare tengan la mayor parte de esa zona agarrada con más fuerza que los… —echó una ojeada a su madre—… eh, los párpados de un gato. ¿Qué decís? ¿Un lugar modesto, quizá, ya que sois soltero, y por un precio razonable?
—Ricardo —dijo su madre en voz queda—, acordamos, ¿no?, que sería un regalo, un regalo.
La palabra repetida daba a entender que era una que no figuraba muy a menudo en el vocabulario de su hijo.
—Una pequeña casa solariega, pues, Josse, nuestro regalo para vos. —Ricardo sonrió, radiante, si bien la expresión benévola no tardó en endurecerse ligeramente—. Yo sugiero que sea cerca de Londres, para que yo pueda ponerme en contacto con vos cuando esté allí y para que lo hagan quienes se encargan de mis asuntos en Inglaterra cuando no lo esté. ¿Quién sabe —añadió y alargó la mano en gesto dramático— cuándo otro acontecimiento amenazará la paz de ese rincón de nuestro reino?
«Ajá —pensó Josse—, tenía que haber un precio».
Ahora bien, ¿sería un precio que estaría dispuesto a pagar? A cambio de una casa solariega, por pequeña que fuera, en la Inglaterra del rey Ricardo, ¿estaría dispuesto a convertirse en uno de los hombres del rey? ¿Alguien en quien Ricardo pudiese confiar, que velara por sus intereses, saltara a la acción en su nombre en cuanto hiciera falta?
Ricardo estaba a punto de irse a Tierra Santa, donde planeaba sin duda quedarse y luchar hasta arrancar de manos infieles la Ciudad Santa y ponerla de nuevo en manos cristianas.
Sólo Dios sabía cuánto tardaría.
«Necesita hombres como yo —se dio cuenta de repente—. Y yo, que acabo de descubrir que ya no me siento a gusto en mi propio hogar, necesito lo que me ofrece.
»De los dos, mi necesidad es mucho mayor».
Se percató de que Ricardo lo estudiaba, esperaba su reacción. Como también lo hacía Leonor.
—¿Y bien? —inquirió Ricardo—. ¿Aceptáis las condiciones, Josse d’Acquin?
Josse lo miró directamente a los ojos.
—Lo hago de muy buena gana, majestad, y muy agradecido.
—El agradecimiento —murmuró Leonor— es nuestro también.
Sin embargo, Ricardo ya estaba pidiendo vino y probablemente no la oyó.