Pusieron a Olivar en la enfermería.
Al acabar Helewise su oración por Gunnora, él se había enderezado y mirado alrededor con una expresión que daba a entender que no sabía muy bien dónde se hallaba. En cuanto lo recordó, se dejó caer lentamente al suelo. Con la cara tapada por las manos, en un tono que desgarró el alma de las dos personas que lo escuchaban, dijo:
—Se ha ido. ¿Qué me queda ahora?
Había sufrido una suerte de colapso. Sin saber muy bien qué hacer, Josse y Helewise lo llevaron medio a rastras monte arriba, a la enfermería de sor Eufemia. Ésta, al observar su profunda angustia, le recetó una dosis de su mezcla de amapola reforzada con un poco de raíz de mandrágora, una raíz muy preciada.
—Lo que más le conviene ahora es dormir. Me temo que lo único que puedo hacer por él es darle un poco de bendito olvido. —En su redondo rostro se dibujó una expresión de conmiseración—. Pero que quede claro que no es más que una solución temporal —añadió en tono práctico—. Cuando despierte, el pobrecito verá que la situación no ha mejorado.
Le encontró un rincón en la enfermería, donde unas finas colgaduras lo aislarían mínimamente de la vista, los sonidos y los olores de los demás pacientes. Una de las hermanas enfermeras colocó junto a su cabeza un cuenco poco profundo lleno de rosas en plena floración, cuyo poderoso perfume pronto embargó todo el ambiente.
—Las rosas son buenas para las penas —comentó sor Eufemia, e indicó su aprobación con un gesto de la cabeza.
Permaneció a su lado unos minutos, hasta que, ya más relajado, concilio el sueño. A continuación, tras darle una tierna palmadita en el hombro, lo dejó.
El hermano Fermín se había presentado y anunciado que venía a ayudarla, aunque sor Eufemia no había indicado que deseara o necesitara ayuda. Traía un tazón de la curativa agua del manantial para el paciente. Aguardó con paciencia a que instalaran a Olivar y, una vez comprobado que se había dormido, envió a una de las hermanas a buscar un taburete, que situó al pie de la cama del joven.
—Me quedaré aquí —dijo—. Sí, hermana, sé muy bien que el joven duerme, pero puede que lo consuele saber que alguien está con él.
Posó cuidadosamente el tazón junto a las rosas, cerró los ojos y, moviendo los labios en una silenciosa oración, se dispuso a iniciar su vigilia.
Josse había ido a buscar al hermano Saúl y le había pedido que fuera a Rotherbridge. Debían informar a Brice, y en esta ocasión se le antojó que sería aceptable que otra persona lo hiciera. Sospechaba que la abadesa Helewise preferiría que él se quedara en la abadía. Intentaba explicárselo, vacilante, al hermano Saúl cuando éste le tocó un brazo y comentó:
—No hace falta que me deis explicaciones, lo entiendo.
La abadesa Helewise, sor Eufemia, el hermano Fermín, el hermano Saúl, la hermana que él no conocía y que había llevado las rosas; todos ellos tan serviciales, tan compasivos, de manos tan dispuestas, de piernas tan dispuestas, prestos a hacer lo que se les pidiera, a menudo aun antes de que se lo pidieran…
Por primera vez se le ocurrió que la abadía de Hawkenlye era un lugar realmente bueno.
—¿Cómo lo supisteis? —preguntó Josse a la abadesa Helewise.
Se encontraban de nuevo en el despacho de Helewise, y, aunque ella se había sentado en su lugar habitual, con la espalda bien recta, a Josse le dio la impresión de que le costaba mucho aparentar normalidad.
Helewise se volvió hacia él, levantó la mano vendada y la agitó y, con un gesto de dolor, la bajó y la dejó en el regazo.
Josse movió la cabeza, lleno de incredulidad.
—¿Pasasteis el dedo por el borde de la peana? Para ver, me imagino, si era lo bastante afilado para cortarle el cuello a alguien.
—Eso hice.
—¡Qué temeridad!
—No empecéis vos también —espetó la abadesa—. Sor Eufemia ya me ha regañado por mi irresponsabilidad y con eso me basta.
Se mostraba a la vez indignada y patética. Conociéndola como empezaba a conocerla, Josse sabía que esto último no era intencionado, sino que se debía a la combinación de su rostro pálido pero resuelto y a ese maldito relleno bajo la venda de su mano.
—¿Os duele? —preguntó con amabilidad.
—Sí que duele.
«Apuesto a que sí —pensó Josse—. Seguro que ya le dolía mucho antes de que subiéramos con un hombre casi inconsciente. Sólo el Buen Dios sabe cómo la habrá afectado esta última acción».
Se acordó de su pregunta.
—De hecho, no me refería a eso. —Mejor cambiar el tema, hablar de Olivar y Gunnora, en lugar de minar su valor demostrándole compasión. No es que fuera fácil pasar por alto su condición, su rostro sumamente pálido y las perlas de sudor de la ancha frente debajo del tocado de blanco lino almidonado—. Lo que quería era saber qué os hizo sospechar lo que había ocurrido —continuó—, cuando yo había hecho todo lo posible por convenceros de que Milon mentía por los codos y que había sido él quien había matado a Gunnora.
—Fui a hablar con el hermano Fermín sobre la reanudación de nuestros servicios para los peregrinos. Las devociones, el reparto del agua curativa… La vida sigue, ¿sabéis?, y hemos tenido muy pocos visitantes desde los asesinatos. Habrá sufrimientos innecesarios mientras no abramos la puerta a los necesitados. Cuando me encontraba en el valle, pensé que era hora de visitar el santuario. He sido culpable de dejar que las preocupaciones terrenales interfirieran con mis devociones —explicó en tono severo la abadesa.
Josse estaba a punto de decirle que a buen seguro el Señor lo entendería, pero algo en su expresión le hizo cambiar de opinión, por lo que se limitó a murmurar:
—Claro.
Ella le echó un vistazo de reojo, como si no la convenciera del todo su afable respuesta.
—Fui al santuario —por suerte, no parecía que fuera a continuar con el tema— y me arrodillé para rezar, enfrente mismo de la estatua de nuestra Santa Madre. Me di cuenta de que la peana brillaba mucho, como si alguien la hubiese pulido recientemente. —Agachó la cabeza—. Sé que debía concentrarme en mis oraciones a Nuestra Señora, pero, como he dicho, últimamente me distraigo con facilidad.
—Es comprensible. ¿No le pasaría a cualquier abadesa que se enfrentara a la muerte sospechosa de dos de sus monjas?
—¡Es justo en ese momento cuando una abadesa tiene que rezar más pidiendo ayuda!
¡Oh, Dios! No estaba de humor para la comprensión; diríase que no deseaba que le impidieran recriminarse a sí misma.
—Continuad —dijo Josse—. Pensabais que la peana estaba muy brillante.
—Sí. Me levanté y la observé de cerca y vi una mancha por debajo, en el lugar donde se junta con la pared de roca en la que está encajada. La toqué y me pareció que la mancha estaba seca y había formado una costra, así que me humedecí la punta del dedo con el agua bendita y volví a frotar. Estaba casi segura de que lo que mi dedo había levantado era sangre. Lo hice de nuevo, esta vez con una muestra mayor, y no me cupo ya ninguna duda.
—Y empezasteis a imaginar lo que pudo ocurrir.
—Sí. Pensé en los escalones empinados y resbaladizos y evoqué la terrible herida en el cuello de Gunnora. Vi ese corte perfectamente simétrico. Siempre me había intrigado, ¿a vos no?
—Sí.
—Es que si uno le está cortando el cuello a alguien, aunque un cómplice lo sostenga, no hay tiempo para hacer un corte tan perfecto, ¿no os parece?
—Y nadie lo hizo. Se lo hizo al caer contra un borde circular. ¿Es lo bastante afilado?
—Lo es —contestó Helewise enfáticamente—. Pasé el índice suavemente por el borde y casi me rebané la articulación superior. Tenemos que hacer algo al respecto. He de decirle al hermano Saúl que cierre el santuario hasta entonces, y debería mandar llamar al orfebre de inmediato. —Hizo ademán de levantarse, como dispuesta a salir corriendo en ese mismo instante hacia el valle.
—Me encargaré de eso —se apresuró a asegurar Josse—. Tenéis mi palabra, abadesa.
Ella lo miró con expresión dubitativa.
—Mi palabra —repitió Josse.
Helewise agachó la cabeza a modo de aceptación y se sentó lentamente.
—El borde de esa peana es más afilado que una espada. No sé por qué, pero el orfebre cortó la capa de plata de forma que sobresaliera por encima del borde de la plataforma de madera sólo un poquito, pero lo suficiente para seccionar carne y tendones.
—Sin duda llevaba un gran impulso al precipitarse —comentó Josse—. Esos escalones son bastante altos y ella cayó desde arriba directamente sobre ese círculo de metal peligrosamente afilado. —Josse se estremeció.
Helewise debió de fijarse en el estremecimiento.
—Qué idea tan horrible, ¿verdad? Imaginad a ese pobre hombre, Olivar, tratando de limpiarlo. Creyendo que era el culpable de que la mujer a la que tanto amaba hubiera muerto.
—La única pizca de lógica para ese razonamiento es que él fue quien pidió el encuentro —señaló Josse.
—No creo que fuera él. Cuando estábamos hablando, él y yo, en el santuario, dijo que no era lo que él quería, esa cita secreta… furtiva, la llamó. Me dio la impresión de que, antes *** NO HAY *** de que ella viniera a Hawkenlye, habían acordado que un día se encontrarían y ella se marcharía de nuevo. Sólo que creo que él se imaginaba llegando a las puertas de la abadía para que yo pusiera con gran ceremonia la mano de Gunnora en la suya. Estoy casi segura de que ella sugirió que fueran al santuario.
—¿Por qué habrá cambiado de opinión? —preguntó Josse, aunque no esperaba una respuesta—. Olivar es un hombre de buen ver, próspero además, y ella no podía dudar de su amor, ¿no?
Helewise lo miraba con una ceja irónicamente arqueada.
—¿No recordáis lo que os dije en nuestro primer encuentro?
«Casi todo», habría sido la respuesta más sincera; al fin y al cabo había dicho muchas cosas. Sin embargo, creía saber a qué se refería.
—Sí me acuerdo. A Gunnora, dijisteis, no la molestaba mucho el voto de castidad.
—Así es. —La abadesa se inclinó, al parecer deseosa de que Josse la entendiera—. Lo he visto antes en algunas mozas… y no sólo en mozuelas… que entran en el convento. Cuando están fuera, no ponen en tela de juicio las costumbres; saben cuál es y ha de ser su deber como mujeres, como esposas; no importa si les gusta o no. Pero cuando toman el hábito todo esto cambia de repente, y os aseguro que el darse cuenta de que a partir de ese momento dormirán solas para siempre jamás supone para algunas de ellas un enorme alivio. Sospecho que Gunnora fue una de ellas. No quería ser esposa de nadie. De Brice, seguro que no, porque no lo amaba y, según descubrió, tampoco quería serlo de Olivar.
—Pero a él lo amaba —objetó Josse.
Lo que la abadesa acababa de decirle lo había dejado atónito, y se preguntó si habría hablado con tanta libertad de no estar sufriendo los efectos de su conmoción.
—¿Amaba a alguien? —Helewise se apoyó en el respaldo de su silla—. No estoy segura. Se lo pregunté al pobre joven, y él me dijo que en respuesta a todas sus declaraciones de amor ella le dijo una vez, ¡una sola vez!, que creía que lo amaba.
Josse pensó que era un tonto por perseguirla con tanto afán.
Mas no lo expresó en voz alta y, al cabo de un momento, declaró con contundencia:
—La muerte de Gunnora fue un accidente, sin más. No creo que haga falta encarcelarlo ni juzgarlo, pues a mi entender no cabe duda de que no es responsable de su óbito. Y con los restos de las manchas de sangre debajo de la peana se puede probar lo que sucedió. ¿No estáis de acuerdo, abadesa?
—Sí, Josse, lo estoy. —Como distraído, éste advirtió que era la primera vez que lo llamaba llanamente por su nombre. Era un buen momento para avanzar hacia una relación más íntima—. Tendremos que presentar nuestros informes a las autoridades eclesiásticas y judiciales, supongo —continuó Helewise—, pero, como vos, siento que a Olivar no se lo puede culpar. De la muerte de Gunnora es inocente… —Ceñuda, se interrumpió—. Pero no creo que podamos convencerlo a él.
—¡Tenemos que hacerlo! —exclamó Josse, horrorizado—. ¡Si no lo hacemos, la vida de este pobre hombre no merecerá la pena vivirse!
Los serenos ojos grises lo contemplaron con cierta compasión.
—¿De veras creéis que a él le parecerá que merece la pena vivir sin ella?
—¡Por supuesto! Es joven, y ella no se merecía que la lloraran…
—Todos nos merecemos que nos lloren —contestó ella en voz queda—. Sí, sé lo que pensabais de ella, vos que ni siquiera la conocíais. —En sus palabras Josse no detectó ningún reproche—. Yo también lo pienso. Era fría, era calculadora, utilizaba a la gente y no se merecía el amor y la devoción de Olivar. Mas él cree que sí los merecía. Ha esperado muchos años para hacerla suya y su amor parece haber crecido aunque ella no lo haya alentado. Ni siquiera la había visto en el año y más que ella llevaba con nosotros, hasta la noche de su muerte…
—No lo entiendo —reconoció Josse, con la vista fija en la abadesa—. ¿Y vos?
—No. —Ella dejó caer la cabeza en la mano sana y se frotó las sienes con los nudillos—. En realidad no lo entiendo, si bien eso no importa.
—¿Os duele la cabeza?
—Un poco.
Josse se puso en pie y rodeó el escritorio.
—¿Por qué no os acostáis? —sugirió—. Habéis perdido mucha sangre, habéis resuelto un asesinato que no fue tal, os duele tanto el dedo como la cabeza. ¿No creéis, querida abadesa Helewise, que ha llegado el momento de reconocer que sólo sois humana y que os hace falta dormir largo y tendido?
Helewise alzó de repente la cabeza, y Josse creyó que iba a regañarlo por lo atrevido de su sugerencia. No obstante, para su sorpresa, la abadesa se echó a reír.
—No le veo la gracia —comentó, ofendido—. Sólo intentaba ayudaros.
—¡Ay, Josse, lo sé! —La mujer había recuperado la solemnidad—. Entre vos y esa gallina clueca de sor Eufemia no creo que tenga la menor oportunidad de quedarme en mi puesto el resto del día. De modo que creo que voy a ceder. He de admitir que me atrae cada vez más la idea de acostarme en un lugar silencioso, con una fresca brisa para refrescarme y una de las compresas de lavanda de sor Eufemia en la frente… —Se levantó demasiado de prisa, y Josse la sostuvo cuando se tambaleó.
—Os lo dije —le murmuró junto a la oreja cubierta por el griñón y el velo.
—Fingiré que no os he oído.
A continuación, sosteniendo su peso nada despreciable —se fijó en que, además de alta, era ancha de hombros—, la ayudó a salir del despacho y a dirigirse a la enfermería.