Capítulo diecisiete

Sentada en el santuario del valle, Helewise tenía la vista fija en la Virgen María.

Todavía sufría los efectos secundarios de la conmoción. Sor Eufemia había intentado hacer que se acostara en la enfermería hasta recuperar un poco de fuerzas, pero Helewise había contestado con firmeza que prefería ir a rezar.

Si Eufemia había supuesto que iría a la iglesia de la abadía y que, por tanto, estaría más a mano en caso de que necesitara su ayuda, allá ella.

Pero le estaba resultando bastante difícil concentrarse en sus oraciones. Se sentía extraña, mareada, como si fuese a flotar hasta el techo o —una vez fuera— por encima de los árboles, y la acometían las náuseas.

—Es un corte muy feo —había dicho Eufemia al limpiarle el índice derecho con suavidad—. ¿Qué estabais haciendo, querida abadesa?

—Trataba de probar a ver si algo estaba bien afilado —había respondido Helewise, sin faltar del todo a la verdad.

—¡Caray, caray! —Obviamente Eufemia creía que tenía más sentido común y, de hecho, debería tenerlo, pero había sido algo tan inesperado…—. La próxima vez, abadesa —había sugerido Eufemia—, ¡probad vuestros cuchillos en algo que no sienta dolor!

En ese momento sentía dolor, sin la menor duda. Muchísimo dolor. A Eufemia le había costado mucho restañar la sangre, pues la yema del dedo de Helewise se había cortado en dos y, antes de que la sangre dejara de salir a chorros, la abadesa se había visto obligada a permanecer sentada varios minutos con la mano levantada encima de la cabeza, mientras sor Eufemia juntaba los dos bordes y los sujetaba. A continuación la monja enfermera le había aplicado un ungüento de marrubio blanco que le había escocido hasta arrancarle las lágrimas y le había vendado fuertemente la mano entera, para luego insistir en que recordara mantenerla apoyada en el hombro izquierdo.

Eso sí que era fácil de recordar, pues, en cuanto bajaba la mano, la herida empezaba a palpitar tanto que el dolor se decuplicaba.

Lo que la hacía sentirse tan débil era la pérdida de sangre; al menos, eso le había dicho Eufemia.

—Débil —murmuró para sí misma Helewise—. Débil.

Esto empeoraba muchísimo la situación. «Quizá Eufemia tenga razón y deba ir a acostarme —pensó—. En la enfermería no, no lo soportaría, sino en mi cama en el dormitorio. ¡No! Las abadesas no hacen estas cosas, ¡ni siquiera cuando se han cortado la mano entera! Las abadesas se mantienen firmes y rectas, conservan en todo momento un aire digno de tranquila autoridad. ¿Acostarme? ¡Vaya idea!».

Fijó la mirada en la estatua de la Virgen y se ordenó no ser tan débil. Le pareció ver que la Virgen volvía casi imperceptiblemente la cabeza. —«¡Me está mirando!»—, pero al observarla con mayor atención se percató de que se equivocaba y se preguntó si estaba viendo alucinaciones.

—Ave María… —empezó a rezar.

Sin embargo, las palabras que había pronunciado miles de veces se negaban a salir, como si la Virgen le negara el consuelo que habría podido recibir al pronunciarlas.

Se acunó el dedo herido con la otra mano, cerró los ojos y aguardó el regreso de Josse, envuelta por el tranquilizador silencio del santuario desierto.

Al cabo de un buen rato, lo oyó entrar en el santuario. Oyó unas botas en los escalones. Tenía que ser Josse, pues los monjes y los hermanos legos calzaban sandalias de suela suave.

—Habéis regresado.

Por toda respuesta le llegó un gruñido de asentimiento.

Abrió los ojos y empezó a volverse para verlo, pero se mareó tanto que se detuvo al instante. El santuario pareció girar como un trompo. Cerró de nuevo los ojos.

Percibió su presencia cerca de ella, sintió cómo se sentaba a su lado en el estrecho banco.

Para su sorpresa, tan imprecisa como todas sus emociones, según descubrió, por un momento no recordó dónde había estado Josse. De pronto le pareció recordar un mensajero… Sí. Eso era. Había acudido un niño, ya sin aliento de tanta prisa, y había soltado las palabras a borbotones anunciando que tenía que ver a Josse d’Acquin, que le llevaba una invitación de Brice de Rotherbridge. Helewise se preguntó de qué se trataría.

—¿Encontrasteis a lord Brice de buen humor?

La respuesta tardó en llegar. Entonces, una voz que no había oído nunca dijo:

—Sí, Brice ha vuelto a ser él mismo. Se ha confesado, ha hecho rigurosa penitencia y ha recibido la absolución.

Estas palabras contenían tanta desesperación que Helewise sintió que el corazón se le contraía de compasión.

Abrió los ojos y, volviéndose muy cuidadosamente hacia la izquierda, lo observó.

A juzgar por la tersura de su tez, le calculó poco menos que treinta años, aunque parecía mucho mayor, muchísimo mayor. No tanto por el espectacular mechón blanco que se entrelazaba con el cabello oscuro, ni por la postura agotada y derrotada, sino más bien por los ojos. Unos ojos oscuros hundidos, de párpados hinchados y ensombrecidos, como si alguien hubiese llenado por completo las cuencas con polvo negro y se lo hubiese frotado.

No era de sorprender que se refiriera con tan impotente envidia a la recuperación de Brice. A Helewise no le cupo duda de que a su lado tenía a un hombre tan atormentado, tan perseguido por los demonios de la desdicha, que la absolución debía antojársele un feliz estado tan inalcanzable como la luna.

¿Quién era? Evidentemente conocía a Brice de Rotherbridge.

—¿Habéis venido a rezar, amigo? —preguntó con voz muy calmada y baja.

Un breve destello de esperanza fulguró en los ojos del hombre al oír el trato amistoso, pero se extinguió tan pronto como apareció.

—No puedo rezar —contestó sin inflexiones—. Lo he intentado, otros lo han intentado conmigo. Los monjes del santuario más sagrado de Inglaterra han hecho lo que han podido. Pero es imposible. No tengo remedio.

—Nadie está fuera del alcance del amor de Dios —repuso la abadesa en el mismo tono apaciguado—. Ése es el mensaje que nos trajo Cristo: que se nos perdonará si nos arrepentimos sinceramente.

Silencio.

Como no parecía que él fuera a romperlo, Helewise continuó:

—¿Rezaréis conmigo ahora? Nuestra Santísima Virgen está aquí, ¿lo veis? Ella os escuchará.

Había funcionado con otros que se encontraban a punto de desmoronarse. Helewise había hablado sosegadamente, arriba en la abadía y aquí en el santuario; había escuchado confesiones que hablaban de vidas echadas a perder, de una maldad que llevaba inevitablemente a la siguiente hasta que la espiral descendente de pecado tras pecado escapaba a todo control. Luego, cuando a estos desesperados se les acababan las palabras y las lágrimas, ella empezaba a ayudarlos a ascender la larga y difícil pendiente.

Sí. Había visto cómo regresaban al preciado rebaño hombres… y mujeres… que parecían hallarse mucho más allá del alcance del amor de Dios.

Contempló al hombre de cabello oscuro.

Éste levantó lentamente la cabeza hasta que sus ojos transidos de dolor se posaron en la estatua de la Virgen. Una media sonrisa se dibujó en su rostro de apuestos rasgos, pero desapareció al punto. Con expresión acongojada y voz ronca, dijo:

—Donde menos puedo rezar es aquí. Ella, Nuestra Señora, me está mirando, como lo hizo esa noche. Sabe lo que ocurrió. Sabe que, de no ser por mí, Gunnora seguiría viva.

Se volvió hacia Helewise y la asió de los hombros con sorprendente fuerza.

—¡Me lo prometió! —gritó—. ¡Me lo prometió! Iba a ser esa noche, dijo que lo sería, ¡después de tantos años esperándola! No la presioné, no traté de persuadirla de que no viniera, aunque me parecía mal. Le disteis la bienvenida, ¿verdad? Creísteis que tenía vocación, ¡que quería ser una buena monja! Y todo el tiempo este no era sino un lugar en el que esconderse hasta que la situación se calmara y Brice estuviese casado y ya no representara un peligro para ella.

Una docena de preguntas daban vueltas en la cabeza de Helewise. Pero no era el momento para formularlas, ahora que esta pobre alma estaba vomitando todo su dolor.

—Sí, le dimos la bienvenida.

El hombre dejó caer las manos.

—Lo sé, ¡me di cuenta! Sois muy buenas. Demasiado buenas para… —¿Demasiado buenas para Gunnora? El hombre se interrumpió de golpe, como para no cometer una traición, y luego continuó—: Debimos decírselo a todos en casa desde un principio. No habría sido fácil, pues su padre insistía en que se casara con Brice, pero creo que lo habríamos convencido. Era un padre decente, a su manera, y no creo que hubiera insistido en hacer lo que él quería cuando todos los implicados querían que se hicieran de otro modo. Pero Gunnora se mantuvo firme. —Echó una ojeada a Helewise—. Durante un tiempo, al principio, me preocupé. Pensé que de verdad le gustaba ser monja, y tenía mucho miedo de que decidiera quedarse en Hawkenlye, miedo de perderla.

Mientras él hablaba, según se fijó Helewise, sus manos se aferraban al dobladillo de su túnica, apretándola primero para un lado y después para el otro, con tal fuerza que la tela quedó totalmente arrugada. Lo compulsivo de este acto repetitivo revelaba un hombre terriblemente atormentado.

Por primera vez Helewise sintió miedo.

«No pienses en ti misma —ordenó a su temblorosa alma—, piensa en él».

Esto la ayudó.

—¿Ella sabía cuánto la amabais?

El hombre no había hablado de amor, pero ella estaba segura de que podía darlo por supuesto.

—Claro que sí. ¡Se lo dije una y otra vez!

—¿Y ella os correspondía?

—¡Sí! ¡Sí!… Creo que sí —añadió, tras una pausa—. En una ocasión dijo que creía que me amaba. ¡Pero su amor debería haber crecido! —Hablaba a toda prisa, como para defenderse de una objeción que Helewise no podía poner, porque no le dejaba tiempo para hacerlo—. ¡Bastaba con que sintiera un principio de amor por mí! ¿No?

—Sí. —Era la única respuesta posible.

—Mi hermano dijo que era un bobo. A Brice no le importaba que Gunnora no quisiera casarse con él, y nunca entendió por qué yo la quería tanto. Pero nos criamos juntos y yo, como todo el mundo, di por supuesto que se casaría con Brice, aunque siempre esperé que algo sucediera… que Dios me perdone. En una ocasión hasta le deseé la muerte a mi hermano, para que entonces ella pudiera casarse conmigo. ¡A mi propio hermano! —Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Todos tenemos malos pensamientos algunas veces. Pero no los pensamos en serio, ¿verdad? No habríais hecho nada para convertir en realidad vuestra breve y privada esperanza de que vuestro hermano muriera, ¿verdad? Y no habríais dejado de afligiros profunda y sinceramente si hubiese muerto.

—¡No! Claro que no habría hecho nada.

—¿Lo veis? —Con una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, Helewise agregó—: Dios ve lo que hay en nuestro corazón, lo sabéis. Reconocedle eso.

El hombre asintió lentamente con la cabeza.

—Sí, eso dijeron los monjes en Canterbury. —Pareció alegrarse, aunque al cabo de un momento añadió en tono desolado, como si un nuevo temor se hubiese apoderado de su mente—: Pero Cristo y su Santa Madre no entenderían lo de Gunnora.

Helewise inspiró hondo a fin de tranquilizarse y elevó una rápida plegaria.

—Creo que ahora yo sí lo entiendo. ¿Por qué no tratáis de ver si ellos también lo entienden?

En la abadía dijeron a Josse que la abadesa Helewise estaba rezando. Al no encontrarla en la iglesia, bajó de prisa al valle y se aproximó al santuario. No sabía por qué, pero lo hizo con exagerado sigilo.

La puerta se hallaba entornada y se asomó por la abertura.

Al pie de la escalera, sentados en un banco que se encontraba en la única parte plana del suelo, estaban, uno al lado del otro, Helewise y Olivar.

El instinto lo impulsaba a abalanzarse sobre ellos; algo, algo que no se detuvo a analizar, le decía que ella corría peligro.

Se obligó a pararse en seco y, del todo quieto, escuchó.

Helewise había colocado una mano vendada sobre las manos que Olivar tenía entrelazadas en el regazo. Se inclinaba hacia él, y Josse oyó las últimas palabras de la abadesa:

—¿… si ellos también lo entienden?

Olivar tardó unos momentos en contestar. Durante esta breve pausa Josse se preguntó qué hacia Olivar allí. ¿Habría acudido a llorar por Gunnora en este lugar donde se podía rendir culto, el más cercano al sitio en que la habían asesinado? ¿O acaso había descubierto —¡qué idea tan aterradora!— que Milon era el responsable de la muerte de la mujer a la que había amado y había venido en su busca para desquitarse?

Al parecer, Helewise, siendo una mujer buena, lo había calmado. Olivar parecía relajado, pensó Josse; quizá la abadesa lo hubiese convencido de que era mejor rezar por el alma de Gunnora que buscar a su asesino y que…

Pero entonces Olivar empezó a hablar, y Josse fijó toda su atención en lo que decía.

—Debíamos encontrarnos aquí, en el santuario, una hora antes del amanecer. Ella asistiría a maitines y regresaría al dormitorio con las hermanas. Pero, en cuanto creyera que estaban todas dormidas, iba a levantarse y salir a hurtadillas. Yo le había dicho que la esperaría a partir de la medianoche… No me importaba cuánto tiempo pasara, pero no quería que ella llegara primero. Acudí mientras practicabais vuestras devociones.

—Debió de ser una larga vigilia —comentó la suave voz de Helewise.

—Sí, pero la idea de volver a verla me hacía tan feliz que me daba igual. Hacía meses que no nos veíamos. Esa cita sólo pudimos hacerla gracias a los jueguecitos de esa idiota prima suya. Veréis, di a Elanor una carta para Gunnora. En ella decía mucho, hablaba del amor que sentía por ella. Tal vez escribí demasiado, pero no creí que importara… Era exclusivamente para los ojos de Gunnora, y Elanor no sabía leer. Tampoco Gunnora, de hecho, al menos no muy bien. Me imagino que era una pérdida de tiempo. —Había en su voz un casi imperceptible deje de ironía—. Gunnora hizo lo que le sugería y me dejó una breve respuesta escondida en una grieta de la pared allí fuera. —Señaló vagamente hacia la puerta y Josse, temiendo que el uno o la otra se volvieran hacia allí, se quitó con presteza del alcance de su vista.

—Así fue como supisteis que iba a venir.

—Sí. En mi mensaje le decía que el año se había acabado, que era hora de que pusiera en marcha su plan y anunciara que abandonaba el convento. Esperaba que decidiéramos una fecha fija, hasta una hora fija. Entonces, yo la estaría esperando a las puertas de la abadía, podríamos encontrar en seguida a un sacerdote y le pediríamos que nos casara. No era lo que yo deseaba, ese encuentro secreto en plena noche. No quería que fuera tan furtivo, como si nos sintiéramos avergonzados.

—¿De modo que esperasteis y por fin llegó? —preguntó la abadesa.

—Sí. —La desolada voz de Olivar se llenó de calor—. ¡Oh! No sabéis lo maravilloso que fue verla de nuevo. La abracé, la apreté contra mi pecho y traté de besarla.

Se produjo un corto silencio.

—¿Lo tratasteis? —Era justamente lo que él habría preguntado, pensó Josse.

—No me dejó, bueno, no en los labios. —Olivar dejó escapar una risita socarrona—. Dijo que todavía era monja y que debía respetarla y darle un besito fraternal en la mejilla. Fue muy raro, porque no se parecía en nada a una monja… Llevaba el tocado, pero bastante suelto, y tenía el griñón metido debajo del hábito en lugar de sujeto alrededor del cuello. Fingí que me divertía que no me besara, pero en realidad no me divertía. No es que antes hubiésemos sido… ya sabe… íntimos, pero sí que habíamos intercambiado algunos besos. Unos besos muy apasionados.

Sabiendo lo que sabía sobre Gunnora, a Josse le costó creerlo. ¿Pasión, en una mujer como ella? Acaso sabía fingir muy bien.

—De todos modos, daba igual —estaba diciendo Olivar—, porque muy pronto seríamos marido y mujer y entonces podríamos besarnos, hacer el amor toda la noche si nos apetecía. Así que… —Se le quebró la voz y soltó un sollozo, si bien se controló pronto y reanudó su relato—. Así que le dije: «¿Cuándo puede ser? ¿Cuándo sales del convento?». Y entonces me lo dijo. Dijo que había cambiado de opinión acerca del matrimonio, que después de todo no creía que quisiera casarse.

Helewise murmuró algo que Josse no entendió.

—Sí, lo sé. —Olivar lloraba abiertamente ahora—. No daba crédito a mis oídos, tenéis razón. Le dije: «¡Cariño, soy yo! ¡Olivar! No tienes por qué ser la esposa de Brice. Se ha casado con tu hermana, ¿no te acuerdas?». No le dije lo que acababa de ocurrirle a Dillian… Sé que hice mal, pero no me atreví a hacerlo. Gunnora podría haberlo usado como otro motivo para quedarse donde estaba, podría haber pensado que la obligarían a casarse con él, ahora que era viudo. «Somos nosotros los que vamos a casarnos, ¡tú y yo, como habíamos planeado!», le dije. Y… —La voz se le quebró de nuevo—, y permaneció allí, en lo alto de los escalones… —agitó los brazos, señalando un lugar a sus espaldas—, y dijo que había decidido quedarse un poco más de tiempo en la abadía o, si no podía, irse y hacer que su padre volviera a ponerla en su testamento y vivir sola en Winnowlands. Entonces me dio la espalda e hizo una ligera reverencia a la estatua de la Virgen. —Olivar se interrumpió un momento, recuperó la compostura y continuó con su triste explicación—. Yo estaba a su lado y traté de hacerla volverse hacia mí. No sé muy bien por qué… Creo que pensé que si conseguía que me besara… con suavidad, no tenía intención de forzarla… entonces se excitaría un poco y recordaría todo lo dulce que era antes, cuando nos abrazábamos.

«Pobre iluso —pensó Josse—. ¡Qué optimista!».

—Así que… así que la cogí por el hombro y le dije: «Gunnora, queridísima mía, ¿no me abrazas, por favor?». Y ella se revolvió y se escapó de mí. «No, Olivar, no me apetece. Voy a rezar», me dijo. Y entonces… —sollozaba con toda su alma; cada sollozo se le escapaba como si lo estuviese desgarrando—… entonces empezó a bajar por los escalones, casi bailando, como diciéndome: «¿Ves qué contenta estoy? ¿Ves cuánto me gusta ser monja, rezar frente a la Santa Madre de Dios?».

No parecía que pudiera continuar. Mas no hizo falta, pues la suave voz de Helewise lo hizo por él.

—Bajó bailando por esos escalones resbaladizos y perdió pie, ¿verdad? —Josse vio al joven asentir con la cabeza—. Es tan fácil… —comentó la abadesa—. Es por la humedad de la primavera; se asienta sobre las piedras y las hace tan peligrosas como el hielo.

Se produjo otro silencio, más largo esta vez. Josse empezaba a preguntarse si uno de los dos acabaría la historia. Al fin y al cabo, tal vez no lo consideraran necesario, puesto que ambos parecían saber lo que había sucedido. No obstante, Helewise habló nuevamente.

—Tratasteis de atraparla, ¿verdad? —De nuevo el asentimiento de cabeza—. Lo sabía. Vimos los moretones en sus brazos… Al principio pensamos que alguien la había sujetado mientras otra persona… bueno, da igual. Alguien la sujetó, sí, pero esas marcas eran de vuestras manos, de cuando intentasteis evitar que cayera.

—Sí. —El breve monosílabo resultaba tan atormentado que Josse habría podido llorar por él—. Pero de nada sirvió. Ya estaba cayéndose de bruces y no pude sostenerla. Se me escapó de las manos, voló por los aires y luego… luego…

—Chocó contra la estatua —acabó por él Helewise—. Y lo más terrible es que la mala fortuna quiso que la peana le cortara el cuello, ¿verdad?

—Sí. —Olivar se frotó los ojos, cual un niño que llora por lo injusto de un castigo—. Salté escalones abajo detrás de ella, para ver si estaba herida. No sé lo que esperaba… Estaba tan quieta que pensé que se había golpeado la cabeza, que había perdido el conocimiento. Luego, le di la vuelta y lo vi.

Helewise le había rodeado los hombros con un brazo, y él se apoyaba en ella mientras le temblaba todo el pesado cuerpo.

—¡Había tanta sangre! —exclamó—. Sobre toda la maldita peana, formando un charco debajo de ella, empapándole la tela negra del hábito. ¡No sabía qué hacer! Recuerdo que pensé que no debía dejarla aquí, dejar que su sangre se mezclara con el agua del sagrado manantial, así que la levanté y la saqué. Creo que pretendía llevarla a las hermanas, pero no estoy seguro. Mis recuerdos de esa parte son muy borrosos. Empezaba a pesarme y sentía náuseas… La posé en el sendero, pero estaba lleno de polvo y me dije que no estaría bien que su pobre cuello herido se ensuciara. Así que la llevé al sendero menos usado, en cuyos bordes había hierba limpia y húmeda, y la acomodé allí. Le había traído la cruz de su hermana, como regalo de enlace, pues sabía que ya no tenía la suya: me había dicho que la regalaría a la abadía. No creía que a Dillian le hubiese importado; que yo sepa, es posible que se la legara. De todos modos, yo sabía dónde la guardaba, en esa vieja caja, y subí a su dormitorio para cogerla. No había pasado mucho tiempo desde su muerte y todo el mundo estaba tan trastornado que no creo que se enteraran de lo que hice. La traía conmigo esa noche… cuando vine a reunirme con Gunnora.

Se interrumpió un rato y a Josse se le antojó que, habiendo evocado una época anterior a esa terrible muerte, no tenía ganas de reanudar el relato.

No obstante, volvió a hablar.

—Después de que ella… después regresé al santuario y limpié toda la sangre. Es un lugar sagrado y sabía que no estaba bien mancillarlo. Tardé muchísimo. Me quité la camisa y la usé como paño, pero tenía que mojarla una y otra vez. Y había tan poca luz… Sólo unas cuantas velas encendidas, y no era capaz de ver si lo había hecho bien. Finalmente, tuve que dejarlo. Quería regresar con ella, ¿entendéis? Estaba sola, allí fuera, en la oscuridad.

Helewise dijo algo con voz suave, tranquilizadora, consoladora. Josse vio a Olivar asentir con la cabeza.

—Le dije: «He vuelto, Gunnora». Me incliné sobre ella, abrí su cadena y le puse la cruz —prosiguió en voz muy baja—. Estaba tan bonita contra el negro del hábito… Me arrodillé a su lado y me quedé allí mucho tiempo, mirándola. Luego huí.

Helewise estaba meciéndolo con gentileza, canturreando, como si intentara calmar a un niño que acaba de despertar de una pesadilla.

—Ya, ya —entonó su suave voz—, ya está, ya lo habéis sacado todo. Ya, ya.

Tras un silencio, un dilatado silencio, Olivar inquirió:

—¿Está enterrada?

—Sí. Acostada y a salvo en su ataúd, donde ya nada puede herirla.

—¿Está con Dios?

Josse percibió la vacilación y se preguntó si Olivar también la había notado.

—Supongo que pronto lo estará. Hemos rezado por su alma y continuaremos celebrando misas por ella. Haremos todo lo posible para acortar su estancia en el purgatorio.

—¡Era buena! —protestó Olivar—. No tendrá muchos pecados manchando su alma, abadesa. Pronto estará en el cielo.

—Amén —murmuró Helewise.

Y, posando la cara sobre la oscura cabeza que descansaba en su hombro, empezó a rezar en voz alta por la difunta hermana de la abadía, Gunnora de Winnowlands.