Como si se diera cuenta de que este nuevo tema significaba que su huésped tendría que soportar un buen rato sentado y escuchándolo, Brice se levantó y volvió a llenar la jarra de Josse.
—Antes de que nos conociéramos —preguntó—, ¿os habíais formado una impresión de Gunnora de Winnowlands?
Josse, que había apartado su jarra silenciosa y discretamente, reflexionó.
—Hasta cierto punto. Por lo que me han dicho, tengo la impresión de que era huraña, manipuladora y carente de calidez.
—Qué perspicaz —murmuró Brice—. Era todo eso. La conozco desde que éramos niños… Las tierras de mi padre lindan con las de Alard y era inevitable que las dos familias intimaran. Gunnora era varios años menor que yo, pero con ella aprendí a bailar, con ella cantaba cuando nos mandaban entonar villancicos para nuestros padres.
—No os resultaba simpática —comentó Josse.
—No mucho. La respetaba, porque era inteligente y, cuando se empeñaba, capaz. Pero… —las tupidas cejas se fruncieron en una expresión de intensa meditación— siempre había en ella un aire de superioridad, como si pensara: «Soy mejor que tú; sólo participo en estas actividades inútiles porque de momento me apetece hacerlo». —Brice echó una ojeada a Josse—. Podía ser cruel. Una de las criadas de su padre se había enamorado de un mozo de las caballerizas… un mozo guapo pero sin seso y varios años menor que ella, y él la abandonó. Fingiendo consolar a la pobre desdichada, Gunnora le dijo que con sus años y su aspecto debería buscarse a alguien de su propia edad.
—Un consejo sabio, ¿no?
Brice sonrió sin humor.
—Por supuesto. Sólo que no se contentó con esto. A continuación le sugirió un hombre adecuado, un viejo bobo medio ciego, gordo, apestoso e indolente. Le dijo que necesitaba que lo cuidaran y que ella, Catherine, como se llamaba la mujer, podía hacerlo.
—Un poco desalmada.
—Más que un poco. Si hubieseis visto a los dos hombres, uno tan atractivo y el otro tan asqueroso… Gunnora dejó claro que consideraba que Cat se parecía más al viejo.
—Empiezo a entender lo que queréis decir. —Qué claro ejemplo de inquina gratuita—. Y Gunnora ¿era hermosa?
Josse la había visto muerta y sus rasgos parecían bastante regulares, pero en un rostro muerto no se ve cómo fue en vida, cuando lo animaban y cruzaban docenas de emociones y…
—Podría haberlo sido —contestó Brice—. Tenía el cabello espeso y oscuro, la tez perfecta y los ojos grandes y de un azul profundo, como los de su hermana. Pero su barbilla era demasiado pequeña. Esto por sí solo no la habría afeado mucho; sin embargo, no podía pasarse por alto pues se le añadían unos labios siempre fruncidos y apretados.
—La estudiasteis muy atentamente.
De nuevo la rápida sonrisa.
—Se suponía que sería mi esposa.
—Pero estaba enamorada de vuestro hermano y no os aceptó.
Brice meditó un instante.
—Mi hermano si que estaba enamorado de ella, no cabe duda. En cuanto a ella… —Parecía no encontrar las palabras indicadas.
—¿Cuándo comenzó todo? —lo alentó Josse. Había observado que la gente a menudo contaba las cosas mejor cuando se le pedía que empezara por el principio.
—Pues, cuando ella cumplió dieciocho años, su padre le dijo que era hora de que se formalizara su compromiso conmigo. Hacía tiempo que mi difunto padre me había convencido de que el matrimonio me convenía, puesto que, en cuanto heredara Rotherbridge, una alianza con Gunnora uniría nuestros dominios a Winnowlands. La sugerencia tenía sentido y yo lo sabía. En cuanto a casarme con Gunnora, no me iba ni me venía. No estaba enamorado de otra mujer, aunque de todos modos esto no habría cambiado nada, y, como he dicho, era inteligente, bonita y capaz. —Miró a Josse con expresión astuta—. ¿Qué más se puede pedir de una esposa?
—Sí, ¿qué más? —murmuró Josse.
—Pero Gunnora se negó rotundamente. Actuó como si fuese una gran sorpresa, y no podía serlo. Luego dijo que no quería casarse conmigo, y, cuando su padre le exigió una razón, dijo que no me quería por marido. Eso no le bastó a Alard, que inició una campaña para hacerla cambiar de opinión. La encerró en su cuarto, amenazó con azotarla, le quitó su ropa bonita y la dejó con pura ropa vieja. Ella lo aceptó todo con una especie de retorcido deleite, como un autocastigo, como si fuese una santa a quien le enseñan el camino del martirio. Era lo bastante lista para darse cuenta de que, si fingía que el castigo satisfacía un extraño y perverso deseo en lugar de obligarla a rendirse del todo, Alard probablemente cedería. Y así sucedió. Alard era un hombre simple, un pobre necio incapaz de vérselas con su hija mayor.
—¿Y creéis que su razón para rechazaros fue que estaba enamorada de vuestro hermano?
Brice puso expresión desconcertada.
—No lo sé. Debía de serlo, ¿no? Dijese lo que dijese de que no quería ser esposa y juguete de un rico… y para entonces yo ya era rico, porque mi padre había muerto… sus razones tenían que ser más poderosas. ¡Me conocía lo bastante bien para saber que no pretendía convertirla en juguete! —exclamó de repente—. Puede que no la amara, pero la respetaba, y la vida de la esposa de un rico es, os lo aseguro, mejor que la de cualquier otra mujer.
—No hace falta que os esforcéis por convencerme. ¿Por qué no dijo que prefería casarse con Olivar? Si es que él se lo había pedido.
—Lo hizo, y varias veces. Ella le contestó que su padre no lo aceptaría, que sólo aceptaría al hijo mayor, el heredero… eso o nada.
—¿Era cierto?
Brice se encogió de hombros.
—No lo sé. Me figuro que sí. En todo caso, me harté de ese asunto tan exasperante. Una noche de verano llevé a Dillian a pasear a la luz de la luna… Fue después de una celebración familiar, y todos habíamos bebido demasiado para ser discretos. Ella estaba preciosa y los alhelíes perfumaban el aire y un ruiseñor cantaba, sólo para nosotros… —Brice se interrumpió, y una sonrisa se dibujó en su rostro—. Antes de que supiera lo que ocurría, nos estábamos besando. Creo que ella lo instigó más que yo, aunque sea poco caballeroso decirlo. —La sonrisa se profundizó—. Era una moza encantadora, sir Josse. Me sentí incapaz de resistirme a ella y no es que me empeñara mucho en ello. Me pareció una buena solución para todos que nos casáramos, y nos casamos. El resto lo sabéis.
La sonrisa desapareció de súbito. Brice dio la espalda a Josse y se apoyó con un brazo en la chimenea. Al observar sus hombros encogidos, a Josse le pareció que sería cruel insistir sobre esa parte de la historia.
Al cabo de lo que se le antojó una pausa adecuada, preguntó:
—¿Fue entonces cuando Gunnora entró en Hawkenlye?
—No. —Brice suspiró—. Ya se había ido. Según ella, era el único modo de evitar que su padre la atosigara. «Voy a ser monja», le dijo, «¡y entonces no tendré que responder ante nadie!». Alard le señaló que tendría que responder ante Dios y la abadesa, y ella le contestó que eso era cosa suya, de nadie más.
—¿Qué sintió Olivar al ver que la mujer a la que amaba se convertía en monja?
—Él me dijo que sólo lo hacía para no tener que casarse conmigo. Visto lo que pasó, fue una tontería. Si hubiese esperado un poco más no habría tenido que preocuparse, porque yo me casé con su hermana. En todo caso, según el plan, ella se quedaría un año en Hawkenlye y luego, llegado el momento de pronunciar sus primeros votos permanentes, diría que había cambiado de opinión. Iba a empezar su vida de monja llena de devoción y entusiasmo y poco a poco se mostraría menos dispuesta a colaborar, menos obediente. Estaba segura de que, si lo hacía así, la abadía estaría encantada de deshacerse de ella.
Y lo logró, pensó Josse. Con brillantez.
—¿Entonces iba a regresar y encontrarse con Olivar?
—Ésa era la idea. Había adivinado lo que sucedería aquí, que, una vez fuera ella, yo me casaría con Dillian. Quizá hasta supiera que a Dillian le agradaba la idea. Probablemente se diera cuenta de ello… No se le escapaban muchas cosas.
Josse se repantigó en su silla. Santo Dios, pensó, Brice tenía razón al decir que Gunnora era manipuladora. ¿Cuántas vidas había afectado, afectado profundamente, con sus tramas? Su padre, su hermana, Brice, Olivar; esto sin hablar de la abadesa y sus monjas, que la habían recibido de buena fe, habían creído en su vocación y hecho todo lo posible para que se adaptara a la vida religiosa.
Josse estaba empezando a comprender que alguien le hubiese cortado el cuello.
—Pero ahora está muerta —decía Brice— y mi hermano tiene el corazón destrozado.
—¿Se encuentra en casa vuestro hermano?
—Lo estaba. Fue conmigo a Canterbury. Fue todo un pilar para mí durante mis tormentos. Me acompañó a casa de nuevo, pero parecía intranquilo. Creo que nuestra estancia en Canterbury le proporcionó tanto consuelo como a mí, acaso más. El nuevo santuario de Santo Tomás es muy conmovedor… ¿Lo habéis visto?
—Todavía no.
—Lo recomiendo a cualquiera que esté angustiado. Sea como sea, Oliver dijo que iba a regresar a Canterbury. Lo alenté… Un hombre ha de aceptar todo el consuelo que se le presente.
—Amén.
Siguió un corto y meditabundo silencio. Al repasar todo lo que había averiguado —tanto como era capaz de hacerlo después de tanta cerveza—, Josse supo que había algo que tenía que preguntar. ¿Qué era?
Puso la mente en blanco, cosa que no le costó nada, y una imagen se presentó en su mente. ¡Sí, eso era!
—Vuestra esposa tenía una cruz, una costosa joya con rubíes, ¿verdad?
—Sí. Alard dio una a ambas hermanas; eran casi idénticas. Y a su sobrina Elanor le dio una algo más pequeña.
—Sí. ¿Puedo ver la cruz de Dillian?
Brice pareció sorprenderse.
—Si lo deseáis. Venid conmigo.
Precedió a Josse hacia una escalera al fondo del salón y apartó un tapiz que colgaba en el umbral. La escalera, profundamente encajada en la pared, ascendía en espiral. Detrás de él, Josse pasó bajo un arco y se encontró en lo que era a todas luces una alcoba femenina, amueblada sencilla pero adecuadamente. Diríase que no la habían limpiado últimamente: el cubrecama sobre el colchón de lana estaba bien alisado y derecho, pero en el rincón había un par de pequeños zapatos de suave piel, uno de ellos de lado. La tapa de un baúl de madera estaba ligeramente alzada y de ella salía un trozo de seda de mucho colorido y abundante fleco. ¿Sería un chal? La habitación bien podría haber sido abandonada hacía poco, a la espera de que su ama regresara.
A Josse le resultó extrañamente conmovedor.
—Guardaba sus joyas en esta cosa. —Brice levantó una caja tapizada en terciopelo raído y con cuentas de vidrio engastadas—. Es lastimoso, pero estaba muy encariñada con ella. Se la había regalado una vieja nana. Yo le compré eso —indicó un amplio y hermoso cofre plateado que se hallaba en el suelo junto al baúl—. Me dio las gracias y me dijo con alegría que guardaría sus guantes allí.
Sonriente, abrió la caja de terciopelo.
En su interior había un collar de perlas, un zafiro engastado en un broche, cuentas de ámbar y cuatro o cinco anillos. Había también una diadema de oro, muy sencilla de no ser por su decoración: dos corazones hechos con diminutas perlas.
—Le di eso para nuestra boda —susurró Brice y lo acarició con un dedo.
Parecía haber olvidado a qué habían subido, él y Josse.
Josse, sin embargo, no lo había olvidado y no le sorprendió en absoluto que la cruz no se hallase en la caja. Sabía dónde estaba.
—No hay cruz —comentó.
Brice se sobresaltó.
—¿Eh? ¡Santo Dios, tenéis razón!
Empezó a hurgar entre las joyas, como si la cruz pudiese estar escondida. Luego dejó la caja y cogió el cofrecito de plata; sacó violentamente los guantes, lo puso boca abajo y lo agitó.
—No os preocupéis, milord Brice —se apresuró a detenerlo Josse, pues los cofres de plata no estaban hechos para ser maltratados—. Creo saber dónde se encuentra la cruz de rubíes.
Brice se volvió hacia él, enfurecido.
—¿Entonces, para qué me hicisteis subir a buscarla?
—Me disculpo. Hasta ahora no estaba del todo seguro. —Mentía, mas Brice no tenía por qué saberlo—. Encontraron una cruz junto a Gunnora, y la abadesa y yo creemos que pertenecía a vuestra difunta esposa.
—Pero os he dicho que Gunnora tenía una también. Seguro que era la suya la que estaba a su lado.
—No, había dado la suya a la abadesa para que se la guardara.
Brice negaba lentamente con la cabeza.
—¿La cruz de Dillian? ¿La cruz de Dillian, encontrada junto a Gunnora? ¡No tiene sentido!
A Josse, sin embargo, se le ocurría que sí lo tenía.
—¿Quién más sabía dónde guardaba sus joyas?
—Cualquiera que la conociera bien. Su hermana, su criada, yo, por supuesto.
—¿Su prima? —Josse apenas se atrevía a plantear esta pregunta.
—¿Elanor? Sí, supongo que sí. Venía con cierta regularidad a Rotherbridge y ella y Dillian pasaban horas aquí en su dormitorio. —Brice había cogido la diadema de oro y le estaba dando vueltas en las manos—. Se puso esto sobre el velo. Estaba preciosa, tan entusiasmada…
Josse ya había averiguado todo lo que necesitaba saber. Algo lo impulsaba a regresar cuanto antes a Hawkenlye. Ya se había quedado más tiempo del que debía e iba a tener que apresurarse para llegar antes del anochecer.
Brice seguía sumido en sus recuerdos. Josse se sentía culpable, pues su presencia era la que provocaba el ensueño del hombre; sus preguntas, las que lo habían devuelto al dolor del pasado reciente.
—Milord Brice, lo lamento, pero tengo que despedirme de vos. Es largo el camino de regreso a Hawkenlye y, como llevo vuestro donativo, me gustaría llegar antes de que oscurezca.
Brice se volvió hacia él.
—¿Donativo? Ah, sí, claro. —Brice recuperó los modales que le habían inculcado en su niñez—. Permitid que os acompañe hasta vuestro caballo. ¿Puedo ofreceros algo para refrescaros y que os sostenga durante el viaje?
«He bebido más que suficiente», pensó Josse. Aun así, era sorprendente cómo se le había despejado la mente.
—Gracias, pero no —dijo.
Tras montar, se agachó y le tendió la mano a Brice.
—Gracias, milord. Haré que os devuelvan la cruz de vuestra difunta esposa.
Brice asintió con la cabeza.
—Os lo agradezco.
Mientras Josse hacía girar su montura, Brice le gritó:
—¿Lo encontraréis, al hombre que asesinó a Gunnora?
—Creo que ya lo he encontrado.
Durante todo el camino de regreso a Hawkenlye estuvo pensando: «¡Tiene que ser él! Milon mató a Gunnora, como he dicho una y otra vez. ¡Todo encaja! Desde un principio supo que tendría que hacer que el asesinato pareciera una violación o un robo, o ambos, así que ordenó a Elanor que se hiciera con la cruz de Gunnora para poder dejarla caer junto al cuerpo. Pero Elanor fue un poco más allá… Acaso creyó que le resultaría demasiado difícil conseguir la cruz de Gunnora estando en Hawkenlye, así que robó la de Dillian antes de marcharse. Le habría sido fácil sin duda ir a la habitación de su difunta prima».
Maldita sea. Se dio cuenta de que debería haber preguntado a Brice si había tenido lugar una visita póstuma de la prima.
«Seguro que sí —concluyó—. Si no, ¿cómo es posible que la cruz de Dillian acabara al lado del cadáver de Gunnora?».
Esos dos eran más astutos de lo que se había imaginado, se dijo. Milon y Elanor parecían dos niños que se queman las manos al jugar con el fuego del mundo adulto, cierto, pero sin duda fingían. Qué bien planeado, ese primer asesinato, y qué brutal. ¿Habría desviado la vista Elanor cuando Milon le cortó la garganta a su prima? ¿Acaso el horror provocado por la sangre derramada había afectado esas manos que apretaban los brazos de Gunnora y las había aflojado al desvanecerse Elanor?
Nunca lo sabría.
Centrándose en lo práctico, en cómo convencer a la abadesa de que su versión de los acontecimientos era la verídica, espoleó su caballo y prosiguió a galope el camino a Hawkenlye.