Josse y la abadesa regresaron juntos al despacho. Parecía que ni el uno ni la otra deseaban romper el silencio.
Josse se preguntó si ella experimentaba lo mismo que él. A juzgar por lo que veía de su rostro y por sus hombros hundidos, normalmente alzados, supuso que sí.
Sentía… No habría sabido qué nombre dar a la emoción que ardía en él. Era una mezcla, una mezcla de elementos que no solían casar bien. Ira, sí, ira todavía. Pero también una compasión creciente que minaba la ira. Y, para angustia de Josse, culpabilidad; por más que luchara contra ella, por más que evocara una y otra vez los dos patéticos cadáveres, tenía la incómoda sensación de que al maltratar a Milon, al llevarlo a la abadía y echarlo en la celda, había actuado como un bruto.
Lo que lo perturbaba tanto eran los sollozos del mozo. Maldita fuera, ni siquiera podían llamarse sollozos; no se parecían a ningún sollozo que Josse hubiese escuchado nunca. Era un sonido apagado pero agudo, punzante, como el viento que sopla entre juncos.
Si bien la celda y la cripta habían quedado ya muy atrás, todavía tenía la impresión de oírlo.
Casi habían llegado al despacho cuando rompió el silencio, más que nada para ahogar el eco de ese sonido.
—De todos modos, creo que él lo hizo. Que mató a Gunnora y a Elanor. Diga lo que diga.
Percibió el leve gesto de exasperación de la abadesa.
—No lo hizo —afirmó ella—. Soy la primera en reconocer que sería una buena solución que él fuese el responsable de ambas muertes, pero no lo es.
—¿Por qué estáis tan segura? —exclamó Josse, enojado. ¡Qué mujer tan terca!
—Yo… —Helewise rodeó lentamente el escritorio, se sentó con igual lentitud y le indicó que hiciera lo propio. Josse sospechó que estaba ganando tiempo para ordenar sus argumentos, una idea bastante intimidante—. No cuadra —manifestó por fin la mujer—. Puedo imaginarlo rodeándole el cuello a Elanor y apretando demasiado. Digamos que tiene miedo; está desesperado y preocupado porque parece que su plan se está echando a perder. Y, según él mismo ha reconocido, está enojado con ella. No las tiene todas consigo. Acaban de hacer el amor y esto puede dejar a la gente en una situación emocional muy vulnerable, sobre todo a los jóvenes.
A Josse lo sorprendió que hablara del tema con tal franqueza e igualmente se sorprendió de que lo hiciera con tal precisión.
Se percató de que lo observaba con una ligera luz de ironía en los grandes ojos, como si supiera lo que pensaba.
—Pero —continuó la abadesa—, por mucho que lo intento, no logro creer que le haya puesto el cuchillo en el cuello a Gunnora y se lo haya cortado de modo tan despiadado y frío.
—Yo sí —exclamó Josse, acalorado.
¿De verdad lo creía? Ahora que ella le presentaba el caso tan racionalmente, empezaba a dudar. ¿Creía en la culpabilidad de Milon, o es que resultaba muy cómodo que el joven hubiese matado a ambas mujeres? ¿Cómodo, porque así no tendría que buscar a otro asesino?
La abadesa interrumpió sus reflexiones.
—¿Podríais comer, sir Josse? Es la hora del desayuno.
—¿Y vos? —preguntó Josse, con la vista clavada en sus ojos grises.
Éstos se encontraron con los suyos.
—No, pero voy a obligarme a hacerlo. —Frunció el ancho entrecejo—. Debemos conservar las fuerzas, vos y yo, y no comer no nos va a ayudar. —Dejó escapar un leve suspiro—. Este asunto no ha terminado.
Después de desayunar, Josse bajó a su alojamiento en el valle. Se acostó en el duro jergón y se quedó dormido casi de inmediato. Lo despertó un golpecito en el hombro y vio al hermano Saúl y, junto a él, bastante sucio y con la ropa manchada por el viaje, a Ossie, el mozo de Rotherbridge.
—Lamento despertaros, sir Josse —dijo Saúl—, pero el mensajero dijo que era urgente.
Josse se incorporó y se frotó los ojos, que sentía como si alguien les hubiese arrojado un puñado de afilados granitos de arena.
—Gracias, Saúl. —Se puso en pie con dificultad—. Ossie, buenos días.
—Milord —murmuró el muchacho, que se quitó la gorra y la retorció entre las manos.
—¿Tienes un mensaje para mí?
Ossie hizo una mueca de concentración.
—Milord Brice de Rotherbridge manda saludos a sir Josse d’Acquin, que se aloja de momento con las hermanas en Hawkenlye. —Hizo una pausa y continuó—: Milord dice que sir Josse fue a verlo dos veces mientras estaba fuera de casa. ¿Podría intentarlo una tercera vez, ahora que milord está aquí? —El ceño se profundizó—. Ahora que está allí —se corrigió.
Josse le sonrió.
—Gracias, Ossie. Me has dado bien el mensaje. Sí, iré.
Ossie le dirigió una rápida sonrisa de picardía.
—Iré a decírselo al amo. —E hizo ademán de marcharse.
—Te seguiré en el camino —le gritó Josse.
La curiosidad iluminaba el rostro de Saúl, que seguía allí.
—¿Podéis traerme agua para asearme y afeitarme, hermano Saúl? —le pidió Josse—. Parece que tengo que hacer otro viaje.
Hizo las ya familiares leguas en buen tiempo; el aire había refrescado, por lo que hacía una mañana muy agradable para montar.
Al cruzar el río donde había vuelto la cabeza con tacto para no presenciar el pesar de Brice, se preguntó cómo se sentiría ahora. ¿Estaría acostumbrándose a la trágica muerte de su esposa? ¿Estaría empezando a creer que existe el perdón para quien se arrepiente de verdad? Con toda el alma Josse deseó que sí, pues no resultaba muy halagüeña la perspectiva de ser huésped de un hombre tan abrumado como Brice aquel día.
Llegó a la casa solariega de Rotherbridge y entró en el patio. No fue Matilde quien salió a recibirlo, sino un hombre bien vestido con prendas sencillas pero de buena calidad, desde la túnica y las calzas hasta las botas. Había en él cierto aire que recordaba a Brice, si bien el cabello de Brice lucía un mechón blanco mientras que el de aquel hombre era todo castaño oscuro.
Debía de ser el hermano. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí.
—Buenos días, milord Olivar —saludó—. He venido por invitación de vuestro hermano Brice… Soy Josse d’Acquin. Vuestro hermano me mandó llamar a la abadía de Hawkenlye, donde me alojo con los monjes en el valle, y…
El hombre sonreía.
—Sé quién sois —lo interrumpió—. Por favor, sir Josse, desmontad. Ossie se encargará de vuestro caballo. ¡Ossie!
El muchacho, se dijo Josse, tenía una mañana muy ajetreada; salió de las cuadras, escoba en mano, saludó a Josse con un gesto de la cabeza y se llevó su caballo.
—Venid a tomar algo refrescante —sugirió el hombre.
Lo precedió escaleras arriba y en la gran sala le indicó la silla donde Josse se había sentado la vez anterior, cuando había hablado con Matilde. De ella, por cierto, no había señales; sin duda estaría muy ocupada en la cocina, ahora que el amo y su hermano habían vuelto a casa.
—¿Tenéis idea, milord Olivar, de por qué desea verme vuestro hermano? —preguntó Josse, más para conversar que por un ardiente deseo de saberlo. Obviamente, si lo había mandado llamar, Brice llegaría pronto y se lo explicaría en persona.
El hombre moreno sonrió de nuevo, como si le hiciera gracia un chiste privado. Ofreció a Josse una jarra de cerveza.
—Creo, sir Josse, que he de corregiros. Por alguna razón os habéis equivocado. —Levantó su propia jarra a modo de brindis, bebió y añadió—: No soy Olivar, soy Brice.
Josse se sintió impulsado a decir: «¡No es verdad! No es posible. Vi a Brice con mis propios ojos, junto al río, ¡profundamente angustiado por la muerte de su joven esposa!».
Se contuvo. A todas luces, se había equivocado, había sacado una conclusión precipitada basándose únicamente en pruebas circunstanciales. ¡Mal hecho!
Pero, bueno, si este hombre era Brice, ¿quién era el que lloraba? Se parecían, sí… Podrían muy bien ser hermanos.
—Milord Brice, os pido disculpas —dijo. Brice quitó importancia al asunto agitando la cabeza y sin dejar de sonreír—. Si no es demasiado impertinente, ¿podría preguntaros si vuestro hermano Olivar se parece a vos?
—Eso dicen, sí, aunque yo no lo veo. Ambos somos morenos, sólo que él tiene un mechón blanco, justo aquí —se señaló la parte encima de la oreja izquierda—. Lo tiene desde los quince años. Le creció después de caer del caballo cuando cazábamos. El médico dijo que era por la conmoción, pero yo siempre lo he dudado. Hace falta más que una caída para conmocionar a mi hermano, sir Josse.
—Ah. Oh. Sí, ya veo.
Josse meditaba mientras daba las respuestas adecuadas. ¿No era un hombre que se conmocionara fácilmente? Tal vez no, cuando se trataba de fortaleza física. Pero el hombre que Josse había visto junto al río sí que sufría una conmoción. Estaba llorando tanto que parecía que nunca acabaría.
Así pues, Olivar de Rotherbridge tenía el corazón roto y, al parecer, ni siquiera su hermano mayor lo sabía.
—Os pedí que me visitarais porque deseo hacer un donativo a la abadía de Hawkenlye.
—¿Ah, sí? —Con esfuerzo, Josse regresó a la conversación.
—Sí. Pensaba visitar a la abadesa Helewise, pero algunos asuntos aquí en Rotherbridge requieren mi atención y ya llevo demasiado tiempo fuera.
—Claro.
—Estuve con los hermanos de Canterbury —prosiguió Brice—. Haciendo penitencia.
—Sí, lo sé —se sintió obligado a reconocer Josse. No hacía falta que el hombre se castigara aún más dando detalles a un extraño.
Sin embargo, diríase que Brice deseaba darlos.
—Amaba a Dillian —dijo, se inclinó y clavó en Josse una mirada sincera de sus ojos castaños—. Teníamos problemas, como todos los matrimonios, sin duda. ¿Estáis casado? —Josse negó con la cabeza—. Podía llegar a ser caprichosa y demasiado frívola y no atendía a asuntos importantes, pero yo no estoy libre de culpas. Supongo que era demasiado viejo y serio para ella, que en paz descanse, y reconozco que no siempre fui amable con ella.
Lo relataba con una facilidad que, en opinión de Josse, sugería aceptación. De ser así, los azotes de los monjes habían hecho un buen trabajo.
—Murió por un accidente, según me han dicho —comentó Josse.
—Un accidente, sí. Lo sé. Pero fue mi furia lo que lo provocó. Me he confesado y he hecho penitencia. —Esbozó una sonrisa triste como si el recuerdo lo emocionara—. Me han dicho quienes lo saben que seguir echándome cenizas sobre la cabeza sería falta de moderación por mi parte y que sólo debo ponerme el cilicio los domingos.
En esta ocasión, la sonrisa resultó franca, sin cortapisas. A pesar de que se preguntaba si Brice se proponía camelarlo, a Josse le caía bien. Y, si se había ganado el perdón de Dios por la parte que le correspondía en la muerte de su esposa, ¿quién era Josse para condenarlo?
—Mencionasteis un don para la abadía.
—Sí. Os estaba explicando por qué os pedí que vinierais, y es meramente porque, como no puedo viajar a Hawkenlye y no puedo pedir a la abadesa que se desplace hasta aquí, os lo he pedido a vos, sir Josse.
Era razonable.
—No tengo nada en contra.
—Bien, en ese caso vayamos al grano. Mi difunta cuñada, Gunnora de Winnowlands, habría heredado la mayor parte de la fortuna de su padre si ella y el viejo hubiesen vivido más tiempo. Él la desheredó cuando entró en Hawkenlye; quería que se casara conmigo… Era un matrimonio sensato. Ambas familias se habrían beneficiado y yo estaba dispuesto, pero ella me rechazó, sir Josse. A quien quisiera escucharla le gritaba que prefería ser monja que esposa mía, que mi reputación estaba mancillada, por lo que pude entender. Pero tenía sus motivos. —Brice hablaba como si nada, y Josse no detectó ni dolor ni resentimiento—. Ésa era su explicación —murmuró más para sí mismo que para Josse—, y por Dios que necesitaba una buena. Así que Alard nombró heredera a Dillian. —Volvía a dirigirse a Josse—. Pero, cuando Dillian murió, Alard tuvo que cambiar de idea. Al principio se lo dejó todo a su sobrina Elanor y a ese estúpido niñito, su marido, aunque me dicen que estaba a punto de reconsiderarlo. Me imagino que es probable que, *** NO HAY *** muerta Gunnora, habría legado algo a Hawkenlye. Sin embargo, la muerte intervino y su testamento se mantiene sin cambios. Elanor heredará. La espera una buena noticia cuando regrese de visitar a la familia.
Así que en Rotherbridge no sabían lo de la muerte de Elanor. Y ¿cómo iban a saberlo si, para el resto del mundo, la segunda víctima de Hawkenlye era una postulante llamada Elvera? Josse se preguntó un momento quién heredaría la fortuna de Alard. ¿Milon, por ser marido de Elanor? Aunque ¿no existía una antigua ley, una ley del pasado remoto, que prohibía que un criminal se beneficiara de su crimen?
Quedaba por ver cómo se resolvería el asunto.
—Deseo —estaba asegurando Brice— hacer a Hawkenlye un donativo para compensar en parte lo que les habría legado el padre de mi difunta esposa de haber vivido un par de días más. Es un regalo que hago de buena gana, si bien confieso que los buenos hermanos de Canterbury me lo sugirieron.
—Seguro que lo hicieron —murmuró Josse.
Brice cogió una pequeña bolsa de piel que colgaba de su cinturón.
—¿Podríais dar esto a la abadesa, sir Josse? De Brice de Rotherbridge en nombre de sor Gunnora.
—Claro, con gusto.
Josse tendió la mano y Brice dejó caer la bolsita en ella, una bolsita muy pesada.
—¿Cómo avanza la búsqueda de su asesino? —preguntó Brice que, sentado de nuevo, levantó su jarra—. Me dicen que el nuevo rey os ha autorizado a investigar el asesinato.
—Es cierto.
—Me preguntaba por qué Ricardo Plantagenet se preocupaba por un asesinato en el campo hasta que caí en la cuenta. Me figuro que tenéis por misión convencernos de que a Gunnora no la mató uno de los criminales que él ha estado sacando de las cárceles del país.
—Y no la mató uno de ellos. Eso lo sé desde el principio.
—Claro. No me imagino que alguien con un mínimo de buen sentido lo hubiese creído. Los presos de estas partes pueden ser malvados, apestosos, unos casos perdidos, pero pocos son asesinos.
Josse sonrió.
—El problema es que el hombre común que se gasta bebiendo en la posada todo lo que tanto le cuesta ganar no tiene muy buen sentido.
Brice se rió.
—¿Así pues, os quedáis para satisfacer vuestra propia curiosidad?
—Sí.
«Y me falta mucho para satisfacerla», se dijo Josse, cansado.
Estaba bebiendo su cerveza y pensando que era hora de levantarse y regresar a Hawkenlye —no convenía andar en la oscuridad con una bolsa llena de oro en la túnica—, cuando se le ocurrió algo. Quizá no se habría atrevido a preguntarlo, de no ser porque en la última hora él y Brice habían estado conversando largo y tendido acerca de los últimos días de Enrique II y de la posibilidad de que la vida fuese también buena durante el reinado de su hijo. Esto los había puesto en un nuevo nivel de intimidad. Acaso fuese gracias a la cerveza y a la excelente comida que Matilde había servido al mediodía. Fuera como fuese, se lanzó e hizo la pregunta.
—Vuestro hermano, Olivar…
—Mi hermano. —Brice suspiró, estiró las piernas y contempló sus botas. Como si él también se sintiese ya capaz de hablar de asuntos personales, añadió—: Mi pobre hermano que sufre tanto.
¡Así que sí conocía el pesar de Olivar!
—¿Sufre? —repitió Josse en tono inocente.
—Y cómo. La llora en todo momento. Todas sus esperanzas perdidas, después de tanto esperar y rezar durante más de tres años. —Dejó escapar otro suspiro—. La culpo a ella, aunque sé que no se debe hablar mal de los muertos. Pero era una mujer fría, calculadora, y nunca se sabía si tenía motivos honrados para hacer lo que hacía. Siento reconocerlo, pero yo siempre sospechaba lo contrario. Era una mujer taimada. No entiendo por qué lo atraía, pero lo atraía. La adoraba.
—¿Sus esperanzas?
Josse no entendía de qué hablaba. ¿Acaso Olivar ocultaba un amor secreto por Dillian? ¿Acaso esperaba, aunque sin duda fuese imposible, que un día se la ganaría? No, no podía ser, nadie había sugerido que Dillian fuese fría. Más bien al contrario. Además, si Brice se refería a su difunta esposa, ¿lo haría con tanta indiferencia?
—Sí. —Brice frunció el entrecejo—. Creí que lo sabíais. Creí que os lo habrían dicho. —El ceño se profundizó—. No, claro que no. No lo sabían. Nadie lo sabía, sólo nosotros tres.
—Tres. —Brice, Olivar y…
—Se lo ocultaron a todo el mundo. Yo sólo lo supe porque Olivar me lo confió. Creo que se sentía mal porque ella me rechazó. ¡No es que me importara! —Soltó una breve carcajada—. Sólo hirió mi orgullo. Estaba dispuesto a casarme con ella, como ya os he dicho. Pero, para ser sincero, nunca me agradó.
—Tres —reiteró Josse. Ojalá no hubiese bebido tanta cerveza. Ahora que necesitaba todo su ingenio, tenía la mente hecha un lío.
—Sí. —Los oscuros ojos de Brice se volvieron a posar en él—. Mi hermano, yo y, naturalmente, ella. —Entonces, como si a Josse pudiera quedarle alguna duda, agregó—: Gunnora.