Capítulo catorce

Atónitos y sin mediar palabra, Josse y el hermano Saúl observaron a Milon. Entonces, Saúl dijo:

—Supongo que deberíamos llevarlo a la abadía, milord. No hay ningún lugar aquí en el valle donde podamos guardar a un prisionero.

«Un prisionero, sí —pensó Josse—. Eso es a partir de ahora. Y, una vez que lo hayan juzgado y condenado, su encarcelamiento tendrá un único final».

—Levantémoslo —dijo, y él y Saúl lo cogieron cada uno de un brazo.

Cuando lo ponían en pie se desgarró la fina y delgada tela de la camisa del joven, y Josse experimentó de nuevo la dolorosa mezcla de emociones encontradas. Tan ufano de su aspecto, tan preocupado por su ropa elegante… y ahora no era más que un ser lastimoso, sucio y maloliente, con la atrevida túnica llena de cardos y manchada de hierba y una manga de la camisa casi arrancada…

Enojado consigo mismo —¡al fin y al cabo el mozo había cometido dos asesinatos!—, Josse tuvo que luchar nuevamente contra la compasión.

Así pues, ascendieron a la abadía. Milon no se resistía e iba tan silencioso como si caminase en sueños.

Rompía el alba cuando encerraron a Milon. Saúl había sugerido que lo metieran en una cámara de la cripta, debajo de la enfermería; la cámara, aunque vacía, contaba con un sólido candado.

El joven no habló hasta que descendieron los escalones hacia la húmeda cripta; pero, en cuanto la oscuridad los envolvió, empezó a emitir un agudo chillido, un sonido horrible que puso de punta los pelos de la nuca de Josse.

—Una luz, hermano Saúl —ordenó en tono hosco—. No podemos encerrarlo aquí en la más absoluta oscuridad, como a un animal.

Saúl fue en busca de una antorcha, la encendió y la introdujo en un soporte en la pared del pasaje.

Sin embargo, la puerta de la celda de Milon sólo tenía una rejilla a la altura de los ojos, por lo que le llegaría muy poco de la cálida y consoladora luz.

—¿Está limpia? —preguntó Josse en tanto Saúl cerraba con la pesada llave.

Con un ligero deje de reproche, Saúl contestó:

—Lo está, milord. La abadesa Helewise no permite que hagamos mal los quehaceres en ninguna parte de la abadía.

Josse le tocó el brazo a modo de disculpa, tanto por haber sugerido que la celda pudiese estar sucia como por la acusación subyacente de que, si lo estaba, el hermano Saúl pudiera haber metido allí a un prisionero.

Prisionero.

La palabra no dejaba de retumbarle en la cabeza.

—Si ya no me necesitáis, milord —Saúl intentó en vano contener un bostezo—, ¿me permitís ir a dormir unas cuantas horas?

—¿Qué? —Su voz hizo que Josse abandonara los inquietantes caminos que su mente había estado recorriendo—. Claro, hermano Saúl, y muchas gracias por vuestra compañía y vuestra ayuda en esta larga noche.

Saúl inclinó la cabeza.

—No diré que fue un placer, milord. Pero, de todos modos, de nada. —Hizo una pausa y Josse estuvo seguro de que tenía algo más que decir—. Es culpable, ¿verdad, sir Josse? ¿Sin la menor sombra de duda?

—No soy yo el que tiene que juzgarlo, Saúl —respondió Josse con suavidad—. Será juzgado por un tribunal. Mas a mí no me cabe la menor duda.

El hermano Saúl asintió con la cabeza.

—Eso me temía. Lo ahorcarán —dijo en tono desolado.

—¡Es casi seguro que mató a dos mujeres jóvenes, Saúl! ¡Monjas que no le habían hecho más daño que evitar que consiguiera una fortuna!

—Lo sé, milord —manifestó Saúl con dignidad—. Es sólo que…

No acabó. Suspiró como si el asunto sobrepasara su capacidad de comprensión, levantó una mano a modo de despedida y regresó al refugio en el valle.

Tras un momento de indecisión, Josse entró en el claustro y se sentó a esperar a la abadesa.

Sería una larga espera, lo sabía, pero no tenía nada más que hacer.

Helewise lo vio al ir a su despacho después de primas.

Se encontraba en el suelo, sentado en un rincón, y, aunque su postura parecía terriblemente incómoda, dormía a pierna suelta.

Su anguloso rostro estaba pálido, y profundas arrugas lo surcaban desde la nariz hasta las comisuras de los labios; tenía las espesas cejas juntas y el entrecejo fruncido, como si aun en sueños lo persiguieran las preocupaciones. «Pobre hombre —pensó la abadesa—. Qué noche la suya».

Mientras iba a misa en la iglesia le habían dado la noticia de la detención de Milon d’Arcy: el hermano Saúl había hablado con el hermano Fermín, y éste le había llevado la información en seguida.

Había tenido que hacer acopio de casi todo su dominio de sí misma para proseguir con las devociones, cuando todo lo mundano en ella —y había mucho— la impulsaba a ir directamente a la cripta y exigir respuestas al asesino.

Ahora, sin embargo, se alegraba de haberse obligado a rezar. La dignidad, el poder y el ambiente de la iglesia de la abadía siempre la conmovían a primeras horas de la mañana, momento en que obtenía mayor consuelo y fuerza. Quizá por esto en el primer servicio del día se sentía más cerca del Señor. A menudo pensaba que tal vez Dios también disfrutara de la inocencia del mundo al iniciarse un nuevo día. Que, como la abadesa —si es que la comparación no resultaba demasiado sacrílega—, gozaba de la pureza de la mañana, antes de que pudieran mancillarla las preocupaciones de quienes poblaban sus dos dominios, el de Dios, tan vasto, y el de ella, tan pequeño.

Más animosa, más fuerte por haber comulgado con el Señor, atravesó el claustro, se acercó a Josse y le tocó el hombro.

Él se despertó de golpe; su mano se dirigió hacia donde sin duda solía llevar la espada, y miró a Helewise con expresión amenazadora.

Al ver quién era, se relajó.

—Buenos días, abadesa.

—Buenos días, sir Josse.

—Os lo habrán contado. —Era más una afirmación que una pregunta.

—Sí. Vos y el hermano Saúl habéis obrado bien. Os felicito por lo certero de vuestra predicción. Dijisteis que Milon regresaría en busca de la cruz, y así fue.

—No sabemos con seguridad a qué vino. —Josse se estiró y soltó un enorme bostezo al hablar, recordando taparse la boca a medio bostezo—. Disculpadme, abadesa.

—No hay cuidado. ¿Cuándo hablaremos con él?

Josse se puso en pie y se rascó la barba de un día.

—¿Qué os parece ahora mismo?

Helewise no se había dado cuenta de que había estado conteniendo el aliento y, con un inmenso alivio, pues no creía haber sido capaz de aguantar un retraso, dijo:

—Muy bien.

Mientras bajaban a la cripta, percibió en él una nueva tensión. Estaba a punto de hablar, cuando se percató del ruido.

¿Sería esto lo que inquietaba a Josse? No era de sorprender. El sonido era horrible, como el de un animal pillado en una trampa; contenía dolor, mas predominaba la desesperación.

Como si él también precisara luz en este lugar súbitamente terrible, Josse cogió una antorcha del soporte en la pared y, sosteniéndola con la mano izquierda mientras abría la puerta de la improvisada cárcel, la llevó consigo cuando entraron en la celda.

Aunque se encontraba encogido en un rincón del fondo, Helewise lo vio de inmediato. La luz de la antorcha lo bañó y su rostro se relajó. Esbozó una sonrisa, una sonrisa que desapareció al momento, pues, en cuanto vio quién la acompañaba, lanzó un gemido y se dejó caer de nuevo contra la pared, como si intentara que se lo tragara la tierra.

Helewise miró por encima del hombro y vio que Josse había apoyado la espalda contra la puerta y parecía desafiar al preso a retarlo. Su cara, a la luz de la antorcha, resultaba severa. Ahora veía, pensó la abadesa, al hombre de acción, al emisario del rey que se aseguraba de que un sospechoso de asesinato no intentara fugarse.

El joven se había sentado con las piernas dobladas, pegadas al pecho, y la cabeza apoyada en las rodillas. Josse avanzó y, con una gentileza que la sorprendió, le dijo:

—Milon, levantaos. La abadesa Helewise ha llegado y debéis mostrarle vuestro respeto.

Lentamente, el joven hizo lo que se le ordenaba. Por primera vez, Helewise se encontró cara a cara con el marido de la difunta postulante, Elanor d’Arcy, conocida en esta comunidad como Elvera.

No sabía qué esperaba, aunque no era este joven de rostro pálido con la elegante y fina ropa manchada de lodo y rota, y en cuyos ojos se veía una expresión que, si bien no sabía interpretarla todavía, le heló la sangre.

Un joven que a todas luces había estado llorando.

Como no encontró un modo mejor de empezar, la abadesa preguntó sin ambages:

—¿Matasteis a vuestra esposa, Milon?

Oyó una breve exclamación a su espalda. Al parecer, Josse no aprobaba un interrogatorio tan franco; pero, tras un momento de tensión, Milon asintió lentamente con la cabeza.

—¿Y por qué lo hicisteis? —continuó ella con el mismo tono tranquilo.

—No pretendía hacerlo —susurró Milon. Sollozó, se sorbió los mocos y se limpió la nariz con la manga. Miró a Helewise y respondió con voz apremiante—: Vino a mí esa noche, a nuestro lugar secreto. Como siempre lo hacía los miércoles. Yo la esperaba esas noches en la cama que había preparado para nosotros entre los matorrales. Nos acostábamos juntos hasta que despuntaba el alba, y ella regresaba corriendo al dormitorio y fingía dormir cuando tocaban maitines.

—Prima —lo corrigió automáticamente Helewise.

—¿Eso era? —Milon le dirigió una fugaz sonrisa, incongruente en ese horrible lugar—. Ella dijo que eran maitines.

—Bueno, era una recién llegada al convento, —¡Santo Dios, qué difícil, este interrogatorio!—. Así que fue a veros esa noche, Milon, y vosotros… vosotros estuvisteis juntos.

—Hicimos el amor —manifestó Milon—. Hacíamos mucho el amor desde que nos casamos. —Esa fugaz sonrisa otra vez—. Antes de eso, lo hicimos una vez, aunque no se lo dijimos a nadie. Muchas, muchas veces desde que éramos marido y mujer, y cuando podíamos. Ella estaba encinta. —En su voz se percibía el evidente orgullo—. ¿Lo sabíais, abadesa?

Ésta asintió con la cabeza.

—Sí, Milon, lo sabía.

—Qué maravilla, ¿verdad? —prosiguió Milon a toda prisa—, que estuviese encinta tan pronto después de nuestra boda. Claro que no se lo dijo a Gunnora. Ni siquiera le dijo que estábamos casados. Así que, aparte de mí, no había nadie con quien conversar de lo feliz, lo emocionada que se siente. —Frunció el entrecejo—. Qué triste. Siempre necesita compartir con alguien las cosas buenas que le ocurren. Por eso le cuesta… le costaba tanto estar en la abadía. —Miró alrededor como si acabara de recordar dónde se hallaba—. Estar aquí —añadió en un susurro.

Helewise se preguntó si Josse se había percatado también de la confusión entre el presente y el pasado. Se volvió hacia él y notó que su profunda mueca de desaprobación se había aligerado y que, mezclada con la indignación y la ira, había compasión.

«Sí —pensó—. Lo ha notado. Y, como yo, lucha entre condenar a este mozo por lo que ha hecho y sentir compasión por la fragilidad de su estado mental».

No obstante, no era el momento indicado para que la compasión predominara sobre la justicia.

—El hijo… el hijo vuestro y de Elanor… habría sido rico, ¿verdad? —inquirió—. Habría nacido rico.

Milon volvió a asentir con la cabeza.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Habría nacido con cuchara de plata! Por eso fue, ya lo veis. —Entusiasmado, miró de Helewise a Josse, como si les pidiera comprensión—. Al principio sólo pensamos en nosotros mismos, no lo niego; creíamos que era muy injusto que, con Dillian muerta, el viejo bobo estuviese pensando en cambiar su testamento y dejárselo todo a Gunnora. ¡Y ella ni siquiera quería sus riquezas! —Abrió la boca, como diciendo: ¡imaginad!—. ¡Qué estupidez! Odiaba la riqueza y todo lo que tuviera que ver con la riqueza. Por eso ella tuvo que venir aquí… Formaba parte de su plan. Iba a…

Josse lo interrumpió.

—Y no soportabais que la riqueza del tío de Elanor fuera a parar a la abadía de Hawkenlye, ¿verdad? Así que la matasteis.

—¡No! —La negación contenía tal grado de angustia que Helewise empezó a pensar que tal vez su intuición no la había engañado.

—No tiene sentido que sigáis negándolo cuando… —empezó a decir Josse, furioso.

Sir Josse, por favor —le pidió Helewise y, con visible esfuerzo, él se contuvo.

Ella se volvió hacia Milon.

—Así que Elanor se hizo pasar por la postulante Elvera, entró en el convento y se encontró con su prima. ¿Cómo explicó su presencia?

Milon sonrió.

—Le dijo que era por una apuesta. Que yo le había apostado una moneda de oro a que no podría hacer que creyeran que de verdad quería ser monja, y ella había dicho que sí podía y que me lo demostraría. Claro, dijo que no sería por mucho tiempo, que pronto fingiría haber cambiado de parecer y se marcharía. ¡Antes de que amenazaran con cortarle el cabello, eso, seguro!

Su risa, alegre, feliz, como si no tuviera un solo problema, se le antojó a Helewise casi tan horrible como sus gemidos.

La miró a los ojos, como si le confiara un gran secreto.

—Tiene un cabello precioso, ¿verdad?

Por suerte para Helewise, que en ese momento se sentía incapaz de continuar, Josse tomó la palabra.

—¿Y Gunnora creyó esta estúpida broma? —Diríase que no daba crédito a sus oídos—. ¿No le pareció muy irreverente, cuando ella misma estaba a punto de pronunciar sus votos?

Pero no lo estaba, pensó Helewise, y empezaba a entender por qué.

—Sí —dijo, con un suspiro—. Gunnora se tragó el cuento. Creyó todo lo que le decía Elanor, ¿verdad, Milon?

—Sí. —Milon sonreía con picardía—. Le siguió la corriente. Le pareció tan gracioso como a Elanor.

—Pero la presencia de Elanor aquí tenía un motivo mucho más siniestro —comentó Josse—. Vos y vuestra esposa planeabais matar a Gunnora.

—¡Ya os he dicho que no fue así! —exclamó Milon—. Sólo queríamos que fuera nuestra amiga, caerle bien para que, cuando recibiera el dinero de su padre, nos lo diera a nosotros y no a la abadía.

—¿Creíais que lo necesitabais más que la abadía? —dijo Helewise con una buena dosis de ironía.

Milon se volvió hacia ella.

—No —contestó, con expresión ofendida—. No fue por eso.

—¿Entonces, por qué? —exigió saber Josse.

Milon miró nuevamente a sus dos interrogadores. La atormentada expresión de sus ojos entornados le recordó a Helewise un animal salvaje arrinconado por perros de caza.

Pero Milon hizo entonces acopio de los últimos vestigios de orgullo que conservaba en una reserva insospechada, se enderezó, cuadró los hombros y alzó la barbilla.

—Porque soy su hijo —explicó con tranquila dignidad.

Se produjo un silencio absoluto en la fría y pequeña estancia.

—Su hijo —repitió Josse.

La mente de Helewise saltó a un asunto crucial. «Una tontería —se dijo—, cuando hay tanto en juego».

—Vuestro matrimonio no era legal, si sir Alard era realmente vuestro padre. Están prohibidos los enlaces entre primos hermanos.

Milon bajó los ojos.

—Lo sé, pero Elanor no lo sabía. No quería angustiarla cuando nos queríamos tanto. Casarnos fue lo único que podíamos hacer… No nos habrían permitido estar juntos si no nos casábamos. Así que nunca le dije quién era yo de verdad.

—¡Pero sir Alard se lo debería haber dicho! —protestó Josse—. Dios Todopoderoso, ¡debió ser más responsable, y no dejar que esa boda se celebrara! Aunque vosotros la desearais.

Milon aguardó a que acabara de dar rienda suelta a su furia. «Josse debe de estar fuera de sí para blasfemar así», pensó Helewise, aunque la provocación lo hacía comprensible.

—Alard no pudo habérselo dicho porque él mismo no lo sabía.

—Entonces, ¿cómo lo sabéis vos?

—Mi madre me lo dijo. Cuando se estaba muriendo quiso tenerme a su lado. —Le dirigió una breve e irónica sonrisa—. Eso no les gustó nada a mis hermanos, que siempre me han tenido celos. Yo era diferente. Mi aspecto era diferente y mi madre siempre me prefirió. Aun cuando se unían todos contra mí, ella me cuidaba. —Milon suspiró y luego, como si regresara al presente, continuó—: No le quedaba mucho tiempo de vida, todos lo decían, así que hice lo que pedía y subí a su dormitorio. —Frunció la nariz—. Apestaba. Ella apestaba. No me gustaba estar allí, quería regresar con Elanor, pero cuando mi madre me dijo que tenía que ir a buscar a mi padre y le dije: «Sí, voy a buscarlo», ella me cogió del brazo y me dijo que no se refería a él, sino a mi verdadero padre.

—Habrá sido una gran sorpresa —comentó Helewise sin inflexiones.

—¡Oh, sí! Muy grande. Claro que, cuando lo entendí, me di cuenta de que explicaba mucho de lo que había ocurrido durante mi infancia. Entonces me interesé y le pedí que me hablara de él… de mi padre.

Helewise se imaginó la escena. La mujer moribunda, deseosa de compartir con su hijo preferido un secreto largo tiempo guardado. Y el hijo que la escuchaba, no por amor, sino porque le «interesaba».

—Me dijo: «Ve, encuéntralo y sácale tu herencia» —explicó Milon—. Estaba muy amargada, ¿sabéis? Siempre lo había estado, pero hasta entonces no supe por qué. Por lo que dijo… y dijo mucho para una moribunda, creedme… me figuré que se había imaginado que tener un hijo con un rico la consolaría, que mejoraría su estado aunque no se casara con él. Y, cuando el hijo resultó varón, fue aún más importante, pues el hombre sólo tenía hijas. Pero no sucedió así. Ni siquiera consiguió contárselo… Él le devolvió todas sus cartas sin abrir. Según mi madre, no quería que su esposa, lady Margaret, supiera que había tenido relaciones con otra mujer. Ella… mi madre… no pudo insistir porque, si armaba demasiado escándalo, su marido se enteraría. ¡Y sólo se había acostado con Alard una vez!

«¡Qué relato! —pensó Helewise—. Dios Santísimo, qué relato de avaricia y deshonra».

Sin embargo, no todo estaba dicho.

—¿Así que vuestra madre os ordenó que tratarais de obtener lo que, según ella, os era debido? —inquirió—. Habiéndoos dicho adonde ir, ¿os dejó que os anunciarais vos mismo, sin más?, ¿para convencer a sir Alard de que erais su hijo?

—Sí. —Milon sonrió ligeramente—. Intimidante, ¿verdad? Si, como dijo mi madre, sólo se había acostado con ella una vez, ¿se acordaría siquiera? Me pareció poco probable. ¿Y si se lo decía y se negaba a creerme? Habría perdido toda posibilidad y sin duda me habría echado y le habría dicho a su maldito criado que no me dejara aparecer nunca más en su puerta. ¡Es que no tenía pruebas!

—Sí, lo entiendo —murmuró Helewise.

—La alternativa… mi plan de casarme con Elanor… era lo mejor que se me ocurría —prosiguió Milon—. Me figuré que era ella o nada. Gunnora no habría mirado a un hombre y Dillian estaba enamorada de Brice. Así que fui en busca de la sobrina de mi padre.

Se interrumpió y el silencio continuó un buen rato, al cabo del cual añadió:

—Pero me enamoré de ella. Ya no se trataba del dinero, o no sólo el dinero. —Su mirada se encontró con la de Helewise—. De verdad la quería.

Al parecer esto exasperó a Josse.

—La amabais tanto que le rodeasteis el cuello con las manos y le quitasteis la vida —espetó—. ¡Bonito amor!

Acaso Josse no se percataba de que Milon lloraba, pero Helewise sí reparó en ello.

—¿Podéis decirnos lo que sucedió, Milon —preguntó con gentileza—, la noche en que Elanor murió?

El joven levantó el rostro mojado y la miró.

—Habíamos estado haciendo el amor, como he dicho. Con cuidado porque estaba encinta, pero fue tan bueno como siempre. Luego, después, empezó a hablarme de él, de sir Josse. —Diríase que se había olvidado de que Josse se hallaba en la celda con ellos—. Le tenía miedo, miedo a sus preguntas sobre Gunnora, y quería que yo la dejara irse conmigo en ese mismo momento, pero le dije que no, que sería peor, que lo único que tenía que hacer era aguantar y seguir negándolo todo. Entonces dijo que no podía, que estaba cansada y harta y que me necesitaba, y me enojé con ella, ¡porque ya casi lo habíamos conseguido! Mi padre estaba a punto de morir y todo acabaría muy pronto; ella heredaría y podríamos irnos y vivir felices para siempre jamás.

«Felices para siempre jamás —pensó Helewise. Como en un cuento de hadas». Qué adecuado, considerando que el hombre y su esposa eran como un par de críos.

—Os enojasteis —repitió—. Perdisteis los estribos.

—¡Me asustó oírle decir que quería contárselo todo! ¿Qué habríais pensado? Él no habría creído que yo no la maté, ¡ninguno de vosotros lo habría creído!

—Pero sí la matasteis —profirió Josse con frialdad—. La estrangulasteis.

Milon dejó escapar un suspiro exasperado.

—¡Sí, lo sé! No pretendía hacerlo, pero me dejé llevar por la ira. Sólo trataba de evitar que gritara tan fuerte. Pero no me refería a Elanor. No hablo de Elanor.

En su interior, Helewise lanzó una exclamación, una moderada exclamación de triunfo. «Lo sabía —pensó—. ¡Lo sabía!». Y se preguntó lo que estaría pensando Josse.

—Elanor —murmuró Milon, sonriendo y canturreando—. Es mi esposa, ¿sabéis? —declaró a la estancia—. Mi amorosa, lista y bonita mujer. Va a tener mi bebé. Voy a regresar a casa con ella, pronto, muy pronto, y va a llevarme a la cama y darme calor otra vez. Va a encender todas las velas y hacer desaparecer la oscuridad y las sombras.

Helewise se obligó a hacer caso omiso.

¿Se habría dado cuenta Josse? ¿Sabría, antes de exigir a Milon que le contestara, cuál sería su respuesta?

—Milon —dijo con suavidad—. Milon, escuchadme. Si no hablabais de Elanor, ¿de quién hablabais?

—Quería decir… —Milon le habló como si fuera una niña corta de entendederas— que no maté a Gunnora.

Helewise dio unos pasos atrás, y Josse tomó la palabra.

«No aguanto más —pensó la abadesa mientras Josse se hacía cargo del interrogatorio—. No soporto ver cómo lanza tan brutalmente estas palabras a alguien que ya está quebrado. Además, sé que, aunque sir Josse siga hasta las Navidades, Milon no cambiará su historia. Porque nos está diciendo la verdad y tenemos que buscar al verdadero asesino de Gunnora».

—¿Nos pedís que creamos —decía Josse con profundo sarcasmo que, si bien reconocéis que vos y Elanor tramasteis separar a Gunnora de su herencia, sois inocente de su asesinato? ¿Cuando sabemos que os encontrabais en las inmediaciones en el momento de su muerte y cuando murió a unos palmos de vuestro escondite secreto? ¿Con las marcas en los brazos de cuando Elanor la sostuvo, y el tajo en el cuello que vos le hicisteis con ese gran cuchillo vuestro? Milon, ¡no tenemos tan poco sentido común!

—¡Es cierto! —gritó Milon por cuarta vez—. ¡Estaba muerta cuando la encontramos!

—¿Nos estáis diciendo que vos y vuestra esposa… ¡sus propios primos!… la encontrasteis tumbada y con el cuello cortado y no hicisteis nada por ella?

—¡Estaba muerta! ¿Qué podíamos hacer?

—¡Podríais haber corrido en busca de ayuda! ¡Haber ido a llamar a los hermanos del santuario, haber subido a la abadía y alertado a la abadesa! ¡Haber cubierto a la pobre moza! ¡Cualquier cosa!

—Pero habríais pensado que nosotros la matamos —protestó Milon.

De repente, Helewise evocó la imagen del cuerpo de Gunnora. Las faldas, tan cuidadosamente dobladas.

—Elanor la arregló. Arregló las faldas de Gunnora, como nos enseñan a las monjas a doblar la ropa de cama, y luego le untó los muslos de sangre… ¿verdad? —dejó escapar.

Milon se volvió hacia ella. Diríase que había palidecido aún más. Sus ojos pedían socorro.

—Sí, abadesa. Nos sentíamos mal, ambos nos sentíamos mal, pero ella dijo que, si hacíamos pensar que habían violado a Gunnora, nadie pensaría que nosotros, que sólo queríamos su dinero, la habíamos matado. Si la hubiesen violado y luego asesinado, no podríamos haber sido nosotros.

Meditabunda, Helewise asintió con la cabeza.

—Gracias, Milon. Lo entiendo.

Josse agitaba la cabeza, boquiabierto.

—¿Elanor lo hizo? —preguntó, como si no diera crédito a lo que oía—. ¿La propia prima de Gunnora lo hizo? ¿Levantó y dobló las faldas de la pobre mujer y le untó su propia sangre? ¡Santo Dios! ¿Qué clase de moza era?

—Una moza desesperada —murmuró Helewise.

Una moza que, al recordar las enseñanzas que le daban en el convento —«siempre debéis doblar la ropa de cama así, doblarla de nuevo y otra vez, así»—, había intentado arreglar la ropa de su prima con cuidado, como para apaciguarla.

—¿Qué hay de la cruz? —espetó Josse—. No era la de Gunnora, ni la de Elanor. La de Elanor era más pequeña. ¿La dejasteis caer junto a su cuerpo?

—Sí.

—¿La trajisteis con vos? ¿Dónde la conseguisteis?

—¡No la traje! ¡Era de Gunnora! Tenía que serlo, porque la llevaba en el cuello. Elanor dijo que la quería porque los rubíes eran mejores que los de su propia cruz, pero no dejé que la cogiera. Se dio cuenta, en cuanto se lo dije, que sería una sandez, que si la veían con la cruz de Gunnora sospecharían inmediatamente de nosotros. Así que la tiramos allí. —Se sorbió los mocos—. Para eso he vuelto, por la cruz de Elanor. No la tenía puesta cuando… No la tenía puesta esa noche o, en todo caso, no la encontré. Iba a buscarla de nuevo junto a nuestro escondite; luego iba a seguir el sendero por el que había venido del dormitorio, sin dejar de buscar. No es que esperara de veras encontrarla allí. Iba a ir a la abadía y tratar de entrar en el dormitorio y luego mirar en su cama. —De pronto pareció desplomarse—. Tenía que conseguirla —añadió en tono cansado—. Habríais sabido quién era si la hubieseis hallado. Y habríais venido a buscarme directamente.

Josse le dio la espalda, regresó a la puerta de la celda y permaneció con los brazos cruzados, el hombro apoyado en la pared y la vista fija en el suelo polvoriento.

Helewise observó a Milon. Al parecer sorprendido ante el súbito cese del interrogatorio, paseó la mirada de Helewise a Josse y de éste a Helewise.

—¿Qué va a ser de mí?

Helewise echó una ojeada a Josse, pero éste no parecía dispuesto a contestar.

—Os quedaréis aquí hasta que acudan el sheriff y sus hombres. Entonces os escoltarán a la cárcel del pueblo y, en su momento, os juzgarán por asesinato.

—No fue un asesinato —musito Milon tan bajo que apenas si se le oía—. No pretendía matarla. La quería. Llevaba mi bebé.

Y rompió a llorar nuevamente.