Capítulo trece

Tonbridge estaba lleno de gente, y Josse advirtió que era día de mercado.

Toda la actividad se centraba en torno a la iglesia. Josse la observó y se percató de que en un pasado relativamente reciente la habían ampliado; un nuevo indicio, se dijo, de la creciente prosperidad del pueblo. Tres costados de la iglesia estaban rodeados de puestos, como si mercaderes y dueños de puestos buscaran refugio junto a los muros de piedra arenisca. Se oían risas y conversaciones, trueques y chismes.

Era una ocasión para intercambiar tanto noticias como productos y siervos.

¿Estarían hablando de los asesinatos en la abadía?

Claro que sí. Josse no se engañaba: sin duda sería el principal tema de conversación, y cualquier cosa que se dijera allí se repetiría sin duda en círculos más influyentes en Londres.

Prometiéndose que, en cuanto pudiera, presentaría una solución satisfactoria al rey, se abrió paso hacia el mercado.

En muchos de los puestos se vendían productos locales, incluyendo, en la periferia, ganado. También había puestos de artesanos donde, de haberlo deseado, habría podido adquirir un cinturón nuevo o un bonito banquillo para ordeñar. Un puñado de puestos con artículos más exóticos —lino fino, especias, joyas que, en opinión de Josse, perderían su brillo en menos de un mes— reflejaban la proximidad del pueblo a la principal ruta que, desde Hastings y Winchelsea, conducía a Londres.

Captando un ligero aroma a especias que lo transportó instantáneamente al Languedoc, dio resueltamente la espalda a las delicias del mercado y se abrió paso a codazos entre la multitud para regresar al puente.

La posada se encontraba igualmente llena, y Anne estaba haciendo buen negocio con comida y bebidas.

Saludó a Josse como si fuera un cliente habitual que se hubiese ausentado inexplicablemente durante meses.

—¡Habéis llegado! —exclamó—. ¿Cómo estáis? Espero que bien. ¿Una jarra de cerveza en este día tan caliente? ¡Eso! ¡Eso es!

Josse se preguntó si en su anterior negocio había tratado a sus clientes habituales con el mismo entusiasmo afectuoso. De ser así, no le sorprendía en absoluto que hubiese ganado suficiente dinero para hacerse con una posada.

—Estoy bien, gracias —contestó cuando ella se lo permitió—. Muy agradecido por vuestra buena cerveza y más hambriento que diez hombres juntos.

—¿Qué comeréis? —La posadera servía cerveza para otro cliente mientras hablaba—. Como es día de mercado, tengo mucho de donde escoger.

—Ya lo veo. —Josse observó los platos de los clientes que había a su lado: carpa en salsa, anguilas, cocido de cordero, liebre, lo que parecía un pastel de venado… Diríase que este último tenía más éxito—. Una porción de vuestro pastel, por favor.

Anne llenó un plato, cortó con pericia un trozo de pan y lo equilibró encima del pastel y, con un golpe, lo puso frente a Josse.

—Comed —le ordenó, con una ojeada crítica a su cuerpo—. Un hombre con un cuerpo grande y elegante como el vuestro necesita siempre una buena cantidad de comida. —Ladeó la cabeza y lo inspeccionó—. Eso sin hablar de sus otros apetitos.

¿Se lo había imaginado, o es que la mujer había arqueado la ceja?

Pues, aunque lo hubiese hecho, y aunque a él le apeteciera un buen revolcón, no tenía tiempo. Ella seguía mirándolo. Por muchas que fueran las exigencias de su anterior profesión, no la habían afectado de modo demasiado adverso: tenía una tez lozana todavía y conservaba casi todos los dientes. Además, poseía unos pechos realmente preciosos…

Qué suerte que lo hubiese llevado allí un asunto importante, pensó Josse con un encogimiento casi imperceptible de los hombros y centrándose en el delicioso pastel.

Cuando Anne se hubo marchado —con un contoneo que parecía decirle «¡No sabéis lo que os perdéis!»—, Josse echó un vistazo alrededor para ver si había alguno de los hombres con los que había coincidido el otro día. Acabó de comer y fue a hablar con uno en quien creyó reconocer a Matthew.

Efectivamente, lo era.

—Buenos días, forastero —lo saludó el hombre—. ¿Venís de compras al mercado? ¿O habéis venido a vender vuestras aves? —Le dirigió una sonrisa picara, pues Josse no iba vestido como un granjero.

—He venido a buscar a alguien.

¿Qué daño habría en preguntar a un par de personas si habían visto a Milon? Éste no se sorprendería si se enteraba de que Josse le seguía la pista. Esto es, si Josse tenía razón en cuanto a su culpa.

Y de eso no le cabía la menor duda.

—¿Ah, sí?

—Un joven, poco más que un mozo. Delgado, vestido con elegancia, cabello rubio con flequillo y un rizo en la frente.

Matthew murmuró algo como:

—Suena como un mozo muy bonito. —Frunció el entrecejo, concentrándose, y añadió—: Me suena, sí. Creo que vi a un mozo así, pero hace tiempo.

—¿Ah, sí?

—Sí. Lo vi. Me acuerdo de que lo vi pasar a caballo, por ahí, por Castle Hill. Subía hacia ese cerro.

«¡El cerro de Castle Ridge! —pensó Josse—. Está entre Tonbridge y Hawkenlye». Si la memoria no engañaba a Matthew, ésta sí que era una noticia.

—Claro que os he dado una descripción muy poco precisa —dijo en un tono que quería desenfadado—. Debe de haber una docena de mozos que encajan con ella. Gentes de Londres que vienen al castillo, mercaderes que pasan por el pueblo.

—El mozo en el que estoy pensando no era un mercader y no iba al castillo —afirmó Matthew con contundencia.

—¿Por qué estáis tan seguro?

—Porque no estaba cerca del castillo ni del mercado. —Matthew suspiró, como diciendo: «¿No es obvio?»—. Como decía, iba rumbo al cerro. Bueno, al menos la primera vez que lo vi. La segunda, andaba detrás de la casa del panadero. Hambriento, me imaginé.

—Lo visteis dos veces.

—Sí. —Matthew hizo girar lo poco que quedaba de cerveza en el fondo de la jarra—. Da mucha sed, eso de hacer memoria —observó.

Josse atrapó la mirada del camarero. Cuando hubo tomado la espuma de su cerveza, Matthew comentó:

—Parece que muchas personas lo vieron. Vuestro niño bonito nos hizo reír a todos. —Dejó escapar una risita evocativa.

A Josse no se le ocurría qué podía haber causado las burlas.

—¿Por qué?

—¡Esos zapatos! —Matthew se rió de nuevo—. ¡Habría tenido que pasar esas ridículas puntas por los estribos como una mujer que mete el hilo en la aguja!

Tratando de no demostrar su entusiasmo, Josse preguntó:

—¿Cuánto tiempo hace de esto?

Matthew volvió a fruncir el entrecejo.

—Ah, eso sí que es difícil. No fue el último día de mercado, ni el de antes. ¿O sí? —Josse aguardó—. Hace quince días —anunció Matthew con firmeza—. Más o menos.

—¿Más o menos cuánto?

—Ah. Mmm. Uno o dos días.

Probablemente no tenía sentido tratar de que fuese más preciso. «En todo caso —pensó Josse—, tengo la información que necesito. Milon d’Arcy se encontraba por aquí cuando Gunnora murió».

—Supongo que lo reconoceríais si lo vierais —dijo Josse, como si nada. Quizá fuera importante tener un testigo de la presencia de Milon en Tonbridge.

—Depende.

—¿De qué?

Con una expresión indignada que sugería que no deseaba que lo acusaran de ser descuidado con la verdad, Matthew explicó:

—Es que me fijé más en el peinado que en la cara. Y, como he dicho, en los zapatos. Y en la túnica, ya que estamos. Para congelar el culo, esa túnica. —Esbozó una sonrisa traviesa—. Si el mozuelo regresara con los mismos trapos, lo reconocería. Pero si llevara una buena capucha y una capa vieja, me imagino que podría convidarme a cerveza toda la noche y no lo reconocería. ¿Entendéis? —acabó con sinceridad, diríase que desesperado por probar su integridad—. No es fácil con los forasteros.

—No, es cierto. —Matthew tenía razón, tuvo que aceptar Josse—. Bien, gracias por vuestro tiempo, Matthew. —Dejó discretamente un par de monedas en la mesa—. Por si no habéis satisfecho toda vuestra sed.

—Sí, sí, siempre es posible. —Una mano mugrienta salió disparada, cual una rata de un escondrijo, y las monedas desaparecieron—. Muchas gracias, milord.

Convencido de que había hecho todo lo que podía para asegurarse la colaboración de Matthew en el futuro, caso de ser necesaria, Josse pagó su cuenta y se marchó.

De vuelta al mercado, Josse recorrió los puestos un rato, mas no encontró a nadie que se asemejara mínimamente a Milon, ni siquiera disfrazado con una capucha y una capa. Renunció, pues, y, encantado de dar la espalda a la multitud que no dejaba de empujar, regresó a Hawkenlye.

Se detuvo en lo alto del cerro. Era un día caluroso, el sol brillaba en el despejado cielo azul y había poca sombra en el largo ascenso desde el valle. Dejó que su caballo encontrara una fresca franja de hierba debajo de un roble, se relajó en la silla de montar y oteó el camino que había tomado.

Desde arriba se distinguían bien los contornos de la tierra. Esa tarde había buena visibilidad, y Josse distinguió a lo lejos el perfil de las lomas. Su vista siguió el curso del río Medway, en el fondo del valle, y enfocó un momento el gran castillo y el puente que dominaba. Desde allí arriba, Tonbridge se le antojaba pequeño, insignificante, por muy atestado y hormigueante que le pareciera cuando estaba en él. Su existencia entera se debía a que allí se cruzaban el camino principal y el río.

En torno al pueblo, en una zona claramente definida en el interior del bosque que lo rodeaba, se hallaban las heredades agrícolas. Ahora, en el apogeo del verano, la rica tierra aluvial estaba repleta de cereales, frutas y lúpulos maduros.

No era de sorprender, se dijo Josse, tirando de las riendas del caballo para llevarlo al camino, que hubiese tanta gente en el mercado.

Todavía le quedaba tiempo para vagar. El camino a Hawkenlye serpenteaba alrededor del bosque de Wealden. De repente, tomó una decisión: encontró un espacio con matojos ralos, acaso un sendero de tejones o de venados, y se adentró en la arboleda.

Incluso en esa brillante tarde de julio, el bosque resultaba fresco y oscuro, y Josse entendió cómo había adquirido su siniestra reputación. Mientras avanzaba por la arboleda, cada vez más espesa, tuvo que luchar contra el impulso de mirar constantemente por encima del hombro.

Predominaban los robles, entremezclados con abedules y hayas. A Josse se le ocurrió que algunos de los gigantes robles contarían siglos de existencia. De enorme circunferencia, sus ramas más altas se juntaban y formaban un espeso dosel que eclipsaba toda luz. Muchos de ellos estaban envueltos por gruesas hiedras que descendían al suelo y, mezclándose con zarzas, avellanos, acebos y plantas espinosas, constituían una impenetrable espesura.

Se topó con senderos mejor definidos, algunos de los cuales, a juzgar por la altura de sus márgenes, debían de ser tan antiguos como los viejos robles. ¿Vestigios acaso de los caminos hechos por los romanos, rectos y sólidos, construidos para durar? ¿O bien lo que quedaba de caminos hechos por hombres antes de los principios de la historia? Hombres que conocían el bosque como si fuese un hermano, que entendían su naturaleza y eran capaces de penetrar hasta su mismísimo corazón, hombres que adoraban el roble, en cuyo nombre perpetraban actos de violencia indecible.

Y que, según algunos, seguían haciéndolo…

No era el mejor momento para dejar correr la imaginación, se dijo Josse, ya aprensivo.

Al llegar a un claro, tiró de las riendas y miró alrededor. Por primera vez desde que había abandonado la luz del sol del mundo exterior, encontraba indicios de una población humana. No era gran cosa, por supuesto, sólo un montón de chozas de aspecto lastimoso, de construcción sencilla, apenas más que un marco de madera cubierto por ramas y turba. Acaso bastaran para protegerse de la lluvia. Se notaba que habían quemado carbón, aunque no recientemente, pues los lugares donde habían hecho las hogueras ya no estaban desnudos del todo, sino cubiertos por los verdes zarcillos con que la naturaleza empezaba a tomar nuevamente posesión de lo suyo.

Josse desmontó, ató su caballo y se acercó a la choza mayor. Agachó la cabeza y entró. Habían hecho un pequeño fuego en el interior. Puso la mano encima y detectó cierto calor. En un montículo había un jergón de helechos… recién cortados.

Podría haber sido cualquiera, pensó al volver a montar. Fugitivos e itinerantes de toda clase conocerían estas viejas chozas, y sin duda ocurría a menudo que se alojaran allí unos días mientras se calmaban las emociones y planeaban su próxima etapa.

No tenía por qué ser Milon.

Sin embargo, camino de vuelta al mundo exterior al bosque —perspectiva que, tuvo que reconocerlo, rara vez se le había antojado tan atractiva—, Josse no pudo evitar estar seguro de que era Milon.

Explicó a la abadesa lo que tenía en mente. Percibió su reacción instintiva antes de que pudiera disimularla: no quería que lo hiciera.

—No os preocupéis —dijo en voz baja. ¿Sería una impertinencia dar por sentado que se preocupaba por él?—. Puedo con milord Milon. Y es posible que no se presente. —Trató de reír.

—Es un asesino —contestó Helewise en voz igualmente baja. Diríase que ni el uno ni la otra deseaban hablar de estos asuntos en la santidad del convento—. Si tenéis razón, ha matado. Y, si lo ha hecho una vez, no creo que le cueste nada hacerlo de nuevo.

A Josse le sorprendió su perspicacia; le sorprendió que una monja poseyera suficiente experiencia para leer la mente de un asesino.

—Es cierto, abadesa, a menudo se ha dicho que el asesinato es fácil después de la primera vez. —De repente, Josse se dio cuenta de lo que estaban diciendo—. ¡Pero estamos hablando de un solo asesinato y ha habido dos!

—Dos muertes, sí. —Helewise lo miró de reojo—. Pero aún no sabemos si ambas fueron víctimas del mismo asesino.

«¡Sí que lo sabemos!», quería gritar Josse, aunque contuvo el impulso.

—Que las haya matado a ambas o no, abadesa, estoy resuelto a hacerlo.

—Lo sé. —Helewise le dirigió una sonrisita—. Lo veo. Pero, sir Josse, ¿me dejaréis al menos que mande a unos hermanos legos para que esperen con vos?

—No —fue la inmediata respuesta. A Josse le agradaba trabajar a solas—. Sois muy benévola, abadesa, pero lo que más necesitaré es el silencio. Si algo le advierte que lo esperan, echará a correr.

La abadesa chasqueó la lengua.

—No pretendo mandar a un grupo de viejos monjes chismosos que no dejan de moverse y quejarse del dolor de huesos y de gimotear porque los han sacado de la cama, aunque a algunos les convendría el sacrificio. No, lo que propongo es que pidáis ayuda al hermano Saúl y tal vez a otro hermano lego que él mismo escoja. Él sabe quién goza de buena salud física y de mente clara, no lo dudéis.

—Estoy seguro de que lo sabe. —A Josse lo había impresionado el hermano Saúl—. Pero…

Estaba a punto de rehusar el ofrecimiento cuando se le ocurrió que lo que decía la abadesa tenía sentido. Aterrorizado ante la posibilidad de que lo desenmascararan por el asesinato de Gunnora, Milon no había dudado en matar de nuevo. Aunque la mujer a la que tenía que eliminar fuese su propia esposa. Dadas las circunstancias, ¿acaso lo perjudicaría la compañía de Saúl durante la espera?

No. De hecho, se le antojó una muy buena idea.

—Gracias, abadesa. ¿Puedo preguntar al hermano Saúl si está dispuesto a ayudarme?

Helewise estaba a punto de mencionar a un segundo hermano, según se percató Josse. Mas, dándose cuenta de que ya le había sacado todas las concesiones que él estaba dispuesto a hacer, se limitó a asentir con la cabeza y a decir:

—Mandaré llamar al hermano Saúl. Y ahora, sir Josse, he pedido que os traigan comida. Al menos puedo asegurarme de que empecéis la noche con el estómago lleno.

Producto de un hogar acomodado, Milon d’Arcy había sido muy consentido por su madre, que siempre lo había preferido a sus otros hijos, más dignos. Pero en este momento vivía una pesadilla.

Lo que amenazaba con hacerle perder la cabeza no era el miedo al grande y siniestro bosque donde se había escondido —al menos conseguía convencerse más o menos de ello—, ni tampoco la necesidad que tienen los fugitivos de sobrevivir a base de ingenio; al fin y al cabo, una barra de pan robada aquí, un grueso pollo sacado del asador allá, una manzana birlada mientras nadie miraba constituían para él pequeños triunfos de los que se sentía bastante orgulloso.

Resultaba muy bueno en eso de cuidar de sí mismo, se aseguraba no pocas veces.

En ocasiones olvidaba. Hasta logró sentirse feliz una mañana entera; tumbado boca abajo junto a un transparente arroyuelo en el linde del bosque, con la vista clavada en el agua y tratando de pescar con los dedos algún diminuto y resbaloso pececillo plateado, había creído que se encontraba de vuelta en esa vida que antaño había sido suya, y cuando se levantó y se quitó las hojas y el polvo de la fina túnica, ahora húmeda, manchada y decididamente desgastada, había estado a punto de pensar alegremente en lo que le esperaría en la mesa para la comida.

El recuerdo, en ese preciso momento, resultó cruelmente doloroso.

Su mente se apartaba cada vez más del dolor. Sabía que le costaba cada vez menos no recordar, seguir viviendo en esa agradable tierra donde era siempre casi la hora de la comida y donde Elanor lo esperaba.

Elanor.

Cabello rojizo, fuerte, indisciplinado, lleno de vida… como ella misma. Lujuriosa y apasionada. Su ardor se equiparaba al de él, de tal modo que cuando la familia y los amigos decían que hacían muy buena pareja, que eran el uno para el otro, ellos volvían la cabeza y se burlaban.

Eso, su deseo mutuo, lo habían descubierto en seguida. Sin embargo, existían otros rasgos compatibles que tardaron más en salir a la superficie, como su profundo convencimiento de lo que era suyo por derecho propio, algo que, si no se lo entregaban en bandeja, eran capaces de coger con sus propias manos.

¡Qué mente tan lista, la de su Elanor! ¡Qué excelente cómplice! ¡Cuánto se habían divertido juntos! Hasta que…

No.

Su mente se cerró. Se negó a dejarla seguir por esos derroteros.

Cuando esto ocurría, regresaba a su arroyuelo y se ocupaba en algo útil, como limpiar y afilar su cuchillo. O regresaba a su escondite. No obstante, allí tenía que enfrentarse muy a menudo a nuevos ataques de terror.

Porque una noche, poco después de llegar a aquel lugar, una noche de cielos despejados y luna brillante, había visto a un hombre. Creía haber visto a un hombre, se corregía constantemente. Un hombre que vestía una larga túnica blanca y llevaba una hoz en la mano. Un hombre que hablaba con los árboles.

Encogido en el fondo de su lastimoso refugio, tembloroso, muerto de miedo, Milon había observado cómo el hombre daba vueltas alrededor del claro, cantando con suave e hipnótica monotonía.

Cuando por fin el hombre se aproximó al montón de chozas, Milon había cerrado los ojos y se había cubierto la cabeza con los brazos. Sus entrañas se le habían vuelto líquidas por el terror.

Cuando, después de lo que se le antojó una eternidad, hizo acopio del poco valor que le quedaba, el hombre había desaparecido.

Había sido un sueño, se decía, esa noche y muchas otras desde entonces. Sólo un sueño.

A veces, sin embargo, cuando estaba muy cansado y muy abatido, cuando la luz de la luna se filtraba a través de las ramas recortadas contra el cielo nocturno, creía ver nuevamente al hombre.

Y cada vez tardaba más en superar el terror.

De momento, él ganaba. Si se concentraba en el pasado, lleno de sol y de gente que era amable con él, lograba hacer desaparecer el terror y, al cabo de un rato, volvía a abrirse la puerta de la tierra acogedora.

En ocasiones se incorporaba, sobresaltado, y se preguntaba lo que hacía allí. Se estaba bien, claro, era una aventura eso de valérselas por sí mismo en su propio campamento, pero ¿por qué no regresar a casa? ¿Por qué no regresar con Elanor, que lo esperaba en su cama, Elanor, con sus pechos blancos y sus suaves y redondeadas caderas, tan lista como él para hacer el amor, humedeciéndose los labios, con las piernas lánguidamente separadas y los brazos abiertos…?

Pero, por supuesto, no lo esperaba. Al menos no en la cama. Ni en ningún lado.

Y él no podía ir a casa. Tenía algo que hacer, algo importante.

Si se concentraba mucho se obligaba a recordar lo que era.

Pero le costaba cada vez más. Ese día, por ejemplo, tumbado junto al arroyuelo, cayéndole en la espalda los escasos rayos de sol que acertaban a penetrar a través de los árboles, apenas si conseguía concentrarse. El agua era tan fresca, tan bonita; corría sobre el lecho y…

«¡Piensa!».

No.

«¡Sí! ¡Piensa!».

De mala gana y gimiendo en voz alta, pensó. Y, cuando recordó, deseó no haberlo hecho.

No obstante, debía actuar, antes de que descendiera la susurrante oscuridad y de que el mágico lugar de ensoñación que lo protegía de esta oscuridad se convirtiera en realidad.

Debía hacerlo en seguida.

Esa misma noche.

Entonces podría irse a casa y Elanor lo recibiría en su cama.

Cuando Milon llegó, Josse y el hermano Saúl llevaban lo que les parecía casi toda la noche escondidos en los matorrales.

Josse estaba de guardia. Al ver la frágil figura acercarse cautelosamente por el sendero que bordeaba el estanque, al principio creyó que sufría visiones. No sería la primera vez en esas largas horas. Mas no se trataba de un truco de la luz: era Milon, efectivamente.

Se movía bien, observó Josse, con cautela, en silencio, usando todo lo disponible para cubrirse, manteniéndose en las sombras más oscuras. Había escogido una noche nublada. A Josse lo sorprendió la habilidad del joven, pese a su aspecto de bobo superficial e inútil, con esos zapatos puntiagudos y esa ropa elegante. Con una parte de la mente, Josse se preguntó qué necesidad desesperada había hecho que aprendiera estas habilidades de supervivencia, habilidades que incluían el asesinato como último recurso cuando alguien le suponía un escollo.

Regresó silenciosamente al pequeño claro. Saúl se encontraba acostado en el suelo; sin dormir, al parecer, dada la presteza con que se levantó cuando Josse le indicó que lo acompañara. Josse señaló el sendero y regresó al borde de los matorrales, percibiendo la presencia de Saúl, que lo seguía sin hacer ruido.

Permanecieron codo con codo en el borde del sendero, bajo la densa sombra de un gigantesco roble.

Y Milon, que quería ocultarse bajo la misma sombra, se topó con ellos.

Cuando los brazos de Josse lo rodearon, dejó escapar un chillido de terror. Luchando con él —que trataba de alcanzar el cinturón, donde sin duda tenía un cuchillo—, durante un momento Josse experimentó compasión. ¡Qué terrible, andar a hurtadillas, muerto de miedo, y que alguien te cogiera! No era de sorprender que su corazón latiera como un tambor, con tanta fuerza que Josse lo sentía.

Sin duda Saúl había visto el arma de Milon, pues soltó un jadeo repentino y alargó rápidamente el brazo. Josse se dio cuenta de que luchaban con decisión, gruñendo por el esfuerzo. Al cabo de un rato, Saúl alzó algo.

Un cuchillo.

De filo largo y bastante ancho, se iba estrechando hasta formar una malévola punta. De doble filo, como supo Saúl al probarlo con los vellos de su antebrazo, a todas luces afilado hasta el máximo.

A Josse no le cupo duda de que estaba mirando el arma que había cortado el cuello de Gunnora. La compasión que sentía por el joven desapareció como si no hubiese existido nunca.

—Sois Milon d’Arcy, si no me equivoco —dijo en tono hosco, y le retorció los brazos en la espalda para sujetarle las muñecas—. ¿Qué estáis haciendo, andando a hurtadillas por aquí en plena noche?

—¡No tenéis derecho a aprehenderme así! —gritó Milon con una vocecita chillona y aterrorizada—. Estoy regresando a mi campamento. ¡No he hecho nada malo!

—¿Que no habéis hecho nada malo?

Josse se enojó tanto que tiró con violencia de las muñecas del mozo y lo hizo gritar de dolor.

—¡Tranquilo! —murmuró el hermano Saúl, y Josse aflojó un poco.

—¿Dónde está ese campamento? —exigió saber.

—En el bosque. Donde van los que hacen carbón de leña.

—Sí, lo conozco. ¿Y qué hacéis vos allí?

—He venido a ver a un amigo —contestó Milon con asombrosa dignidad. A todas luces había recuperado parte de su valor—. Y vos, quienquiera que seáis —trató de girarse para ver a Josse—, no tenéis derecho a impedírmelo.

—Tengo todo el derecho del mundo. El hermano Saúl y yo hemos venido por deseo expreso de la abadesa de Hawkenlye. Un trocito de legua más, mi elegante mozo, y estaréis subiendo hacia los muros de su convento.

—¿Ah, sí?

El intento de Milon de aparentar inocencia no resultó convincente.

—Sí. Como bien sabéis. —Josse vaciló, apenas un instante, y añadió—: Debió de ser duro, ¿verdad?, ver a una hermosa y joven recién desposada introducirse tras esos muros y fingir que quería tomar los hábitos.

Como todavía lo tenía aferrado, se encontraba lo bastante cerca para sentir la súbita tensión de Milon. Sin embargo, éste era mejor actor de lo que habría creído Josse.

—Una esposa… mi esposa… ¿tomando los hábitos? —repitió con tranquilidad—. Creo que os equivocáis, milord. Mi esposa no haría nada tan bobo, y menos ahora que es mi esposa. —Imposible pasar por alto la insinuación sexual. Recuperando rápidamente la confianza, Milon agregó—: Y, si sabéis quién soy, milord, es posible que hayáis ido a buscarme en mi casa, donde estoy seguro de que os habrán dicho que mi esposa está con unos parientes míos, cerca de…

—Cerca de Hastings. Sí, eso me dijeron.

Milon soltó un suspiro exagerado, como diciendo: «¿Y bien?».

—En ese caso, ¿me permitís continuar mi camino?

—Fui a casa de vuestros parientes en Hastings —respondió Josse sin inflexiones—. No sabían nada de una visita. Elanor d’Arcy no se encontraba con ellos ni la esperaban.

—¡Os equivocasteis de lugar! —exclamó Milon—. ¡Idiota! —Se retorció de nuevo—. ¡Regresad, milord! ¡Os diré *** NO HAY *** debéis ir y podréis comprobarlo! Estará allí, mi pequeña Elanor, sentada en el patio, esperándome; es preciosa como un día de verano, ¿sabéis? Ningún hombre ha tenido novia más hermosa. —Se retorció y acercó más la cara a la de Josse—. Y, en nuestra cama, cuando apagamos las velas, milord… Si os digo que no he dormido una noche entera desde que mi Elanor y yo nos casamos, sé que no os harán falta más detalles para formaros una imagen.

¿Estaría loco? Josse se sintió extrañamente intranquilo, como si estuviese en presencia de la locura y de la maldad.

—Basta, Milon —ordenó—. De nada os servirá. Vuestra esposa Elanor d’Arcy vino al convento como postulante, con una identidad falsa, haciéndose pasar por una tal Elvera. Se reunió con su prima Gunnora que, una vez muerta Dillian, era una amenaza para que heredara la fortuna de Alard de Winnowlands.

—¡No! —protestó Milon—. ¡Oh, no!

—Entre vosotros dos —continuó Josse, inflexible— planeasteis y llevasteis a cabo el brutal asesinato de Gunnora. Cuando yo llegué, Elanor se espantó y, temiendo que os descubriera, la estrangulasteis. —Tan cerca de un hombre que había eliminado sin piedad a dos mujeres indefensas, Josse perdió los estribos. Zarandeó a Milon como haría un terrier con una rata, y gritó—: ¡Cabrón! ¡Asqueroso cabrón asesino!

Chillando por el dolor que le causaban los dos brazos retorcidos en la espalda, Milon se revolvió como un pez atrapado en el anzuelo y se liberó de las manos de Josse. Se volvió hacia él con rostro enfurecido y chilló:

—¡No me llaméis asesino!

Y se desplomó, sollozando.