Capítulo doce

Josse había decidido que, camino de Rotherbridge, visitaría a sir Alard. Necesitaba que confirmara que había regalado cruces con piedras preciosas a sus hijas y a su sobrina. Probablemente fuese innecesario, se dijo al aproximarse a los dominios, pero no debía pasar por alto ninguna prueba que pudiera conseguir con relativa facilidad, al menos si quería tener argumentos convincentes con los que respaldar sus teorías.

Sin embargo, al llegar a Winnowlands descubrió que sir Alard había muerto el día anterior: mientras él hacía su lento y caluroso camino de vuelta a la abadía de Hawkenlye, Alard de Winnowlands había perdido por fin su larga lucha contra la muerte.

Josse lo supo. Aun antes de que se lo dijeran, lo supo. Había algo distinto en el ambiente. No es que los dominios fuesen alegres antes; pero, si bien los labriegos que había visto tenían la mirada apagada y parecían desolados, ahora vio en ellos indicios más claros de angustia. Un hombre se hallaba sentado frente a una choza, sin hacer nada, con la mirada clavada en las manos inertes entre las piernas, como si la situación fuese tan terrible que todo lo que tuviera que ver con la vida normal se hubiese detenido de golpe. Del interior de otra choza, mejor cuidada, a Josse le llegaron los sollozos de una mujer, unos sollozos tan violentos que sospechó que estaba casi histérica.

En una situación normal, habría sido un caso de «el rey ha muerto, viva el rey». El nuevo señor sustituiría al padre, y no se esperarían grandes cambios que alteraran la suerte de quienes dependían del feudo para su subsistencia. No obstante, aquí no había un nuevo señor…

Will, que salió al patio al oír que Josse se acercaba, le dio la noticia.

—Está muerto —dijo en tono monocorde, sin concretar de quién hablaba—. Fue anoche. Después de cenar. Lo esperaba una buena tarta. —De repente, las lágrimas brillaron en sus ojos y parpadeó. Josse, que ya antes había observado que solían ser minucias las que más conmovían a quienes acababan de perder a un ser querido, murmuró algo en tono compasivo—. Empezó a toser y la sangre fluyó —continuó Will—. No paraba. Mi señor se ahogó, no podía respirar. Es normal, no le quedaba nada en donde meter el aliento, con el pecho echado a perder. —Se sorbió los mocos, se secó la nariz con el dorso de la mano y agregó, en voz más baja—: Lo sostuve hasta que se fue. Lo mantuve incorporado, como siempre. Al cabo de un rato, supe que había muerto. Lo dejé en paz durante la noche. Lo acosté bien con el fuego ardiendo y una vela encendida. Y esta mañana avisé. El cura ya ha venido —añadió en tono prosaico.

Josse asintió con la cabeza. Se fijó en que el propio Will tenía mala cara. Demacrado. Un enfermizo tono amarillento de piel. Tenía todo el aspecto de alguien que ha pasado demasiado tiempo junto a la cama de su amo, que ha respirado demasiado aire contaminado. Rezando para que este leal criado no sucumbiera también a la enfermedad, Josse desmontó y le dio unas torpes palmaditas en el hombro.

—Estoy seguro de que hiciste todo lo que pudiste para que muriera con poco dolor —dijo, esperando consolarlo—. Nadie habría podido atenderlo mejor, Will, de eso estoy seguro.

—No lo hice por lo que pudiera sacarle, ¡da igual lo que digan! —soltó Will a bocajarro, sorprendiendo a Josse—. Lo hice por él. Por los viejos tiempos. Llevábamos mucho tiempo juntos, el amo y yo.

—Claro, Will. —Y, tratando de que pareciera que conversaba con cortesía, Josse añadió—: Te dejó algo, ¿eh? Es una buena recompensa para tu lealtad.

Will le lanzó una rápida mirada suspicaz.

—Me dejó una buena suma, gracias, milord —contestó fríamente, y Josse percibió la pregunta implícita: «Y a vos ¿qué os importa?»—. El cura vino a primera hora de la mañana, como os decía, junto con la hermana del amo. Habían conseguido el testamento y lo leyeron en voz alta.

—¿Ah, sí?

Josse fingió ocuparse desenmarañando un nudo en la crin de su caballo.

—Sí. Todo para la sobrina, salvo una que otra pequeña suma, como sospechaban. La madre de la moza estaba muy contenta, os lo aseguro.

—Y el joven milord D’Arcy, ¿cómo reaccionó?

Otra mirada suspicaz. Josse se percató, demasiado tarde, de que no debía haberlo nombrado.

—Vaya, recordáis su nombre —dijo Will con un tono despreocupado que no engañó a Josse—. Pues no reaccionó en absoluto, milord, porque no estaba aquí.

—¿No? Qué sorpresa, teniendo en cuenta que tenía tantas ganas de saber cuáles eran las intenciones del tío de su esposa, ¿verdad?

Will se encogió de hombros.

—Puede que sí. Pero la madre de la esposa llegó a toda prisa, como os he dicho. Supongo que ya le habrá dado la buena noticia.

Josse lo dudaba. Pero tenía una ventaja sobre Will, quien no tenía modo de saber que Elvera estaba muerta y que Milon, si Josse no se equivocaba, seguía al acecho en los lindes del bosque cerca de Hawkenlye.

—He de irme —anunció—. Siento la muerte de tu amo, Will. —Clavó la mirada en los ojos de Will. Estas últimas palabras, al menos, eran sinceras.

—Gracias, milord.

—Voy a hacer otra visita a Rotherbridge —añadió Josse, volviéndose hacia su caballo—. Quizá ahora encuentre a sir Brice en su casa. Buenos días, Will.

—Milord.

Josse sintió la mirada del sirviente clavada en su espalda al salir cabalgando del patio. No era una sensación grata.

Camino de Rotherbridge, distinguió un caballo y su jinete detenidos junto a un tramo en que el río Rother corría, rápido y poco profundo, sobre un lecho de piedras. Era un buen caballo, y la elegante túnica y las botas de suave piel del hombre indicaban que se trataba de una persona acaudalada. No llevaba sombrero, y una mecha blanca recorría su oscuro cabello desde la sien izquierda hasta detrás de la oreja. Josse estaba pensando que esta curva del río sería buena para pescar salmón, cuando oyó unos sollozos.

El hombre, de pie junto a su caballo, tenía la cara pegada al cuello del animal y los dedos de las fuertes manos le retorcían la crin. Su actitud entera hablaba con elocuencia de desesperación, y sus hombros subían y bajaban violentamente al compás del pesar. Oculto el rostro no vio a Josse camino arriba.

Éste se sintió culpable, como si hubiese decidido espiar adrede la angustia de otra persona. El hombre había escogido un lugar aislado y era realmente mala suerte que alguien llegara por el solitario sendero a irrumpir en su intimidad.

Como no deseaba someter al desconocido a la incomodidad de sentirse observado, Josse siguió de largo antes de que el hombre pudiera levantar la cabeza.

Como la otra vez, fue Matilde la que salió a recibirlo en Rotherbridge.

—El amo ha regresado, pero no está en casa —le informó.

—¡Oh! ¿Lo esperas pronto?

—Puede ser. —Le lanzó la misma mirada suspicaz con ojos entornados—. Ha salido a cabalgar. Quiere estar solo, dice. La echa de menos. A milady. Ha hecho penitencia, como un buen cristiano, pero no parece que le haya bastado. —Matilde dejó escapar un profundo suspiro—. Sin duda se le pasará, pero probablemente tarde un tiempo.

El que lloraba junto al río, pensó Josse, debía de ser Brice.

Pobre hombre.

—Quiero saber dónde encontrar a Milon d’Arcy.

—Claro, como la última vez que vinisteis —comentó la mujer, que al parecer no tenía ninguna prisa por divulgar la información.

Sin embargo, Josse se había preparado.

—Vengo de Winnowlands, donde…

—Se ha ido por fin —lo interrumpió Matilde—. Que en paz descanse.

—Amén. —«Las noticias vuelan por aquí», se dijo Josse—. ¿Cómo lo supiste?

Ella se encogió de hombros.

—La mujer de Will se lo contó a la madre de Ossie anoche. Dijo que Will estaba muy angustiado, que no quería dejar solo el cuerpo del viejo. —Le echó una mirada penetrante—. Supongo que habrá mucho más que lo angustie ahora, a él y a todos los de Winnowlands. ¿Os han contado qué va a pasar?

—Will me habló del legado de sir Alard a su sobrina, sí, y que la madre de la moza fue a escuchar las disposiciones del testamento.

Ahora, más que dispuesta a hablar, Matilde parecía haber vencido sus reservas; al fin y al cabo, era más divertido chismorrear acerca de la muerte y el testamento de su vecino que escuchar los pretextos de Josse.

—Sí, como decía, va a ser todo un problema —dijo, y asintió con la cabeza.

—¿El que la sobrina de sir Alard herede los dominios?

—No tanto ella, no es mala moza; es una cabeza de chorlito, le importa demasiado su propia comodidad y está un poco demasiado dispuesta a pisar a otros para conseguir lo que quiere, pero eso no es algo tan fuera de lo normal, ¿verdad?

—No —reconoció Josse.

—No, el que va a causar problemas es el tal Milon d’Arcy —predijo Matilde en tono sombrío—. No tiene más que aire entre las orejas; sólo piensa en la última moda, el mejor vino, los platos más delicados. —Agitó la cabeza—. ¿Creéis que tiene suficiente sentido común para administrar un dominio grande como Winnowlands? No sabe nada ni es lo bastante listo para pedir consejo a quien se los pueda dar. Los va a arruinar a todos. —Entrecerró los ojos al mirar a Josse—. Ya lo veréis, milord, los de Winnowlands tienen toda la razón al preocuparse.

—Sí —convino Josse—. Pobre Will.

—De todos modos —prosiguió Matilde, con expresión más alegre—, hay que ver lo bueno en todo, eso es lo que digo. La joven Elanor será feliz cuando se lo digan. Vaya noticia para una moza bonita, ¿verdad?

—¿Todavía no ha vuelto a casa? —inquirió Josse en tono desenfadado.

—Que yo sepa, no. Viven al otro lado del siguiente monte, ella y el señorito Milon; una casa chiquita pero elegante, al otro lado del puente… aunque me han dicho que no hay nadie allí ahora. Supongo que ella sigue con su nueva familia en Hastings, y él puede que vaya a reunirse con ella.

—Y la familia, ¿vive en…?

Matilde se lo explicó de forma tan abreviada que tuvo que pedirle que fuese más explícita. A todas luces tenía ganas de volver al tema de lo maravilloso que debía de ser para una mujer de menos de veinte años heredar una fortuna. ¡Cuántas cosas habría hecho Matilde a los veinte años, en su lugar! Virgen santísima, habría tenido joyas, vestidos elegantes, alguien que cocinara e hiciera la limpieza y no habría pasado la vida penando para otros, eso, seguro.

—No, claro que no —murmuró Josse, aunque no creía que lo escuchara.

Iba camino del portón, después de haberse alejado todo lo rápido que pudo, que no era mucho, cuando Matilde dejó sus fantasías y le gritó:

—¿Se lo diréis, caballero?

—¿Decirles qué? —preguntó Josse, aunque conocía la respuesta.

Ella chasqueó la lengua.

—¡Lo de la fortuna, claro! Y lo de la muerte del pobre viejo —añadió, tratando en vano de poner expresión compungida.

Josse vaciló.

—Oh, no, no creo que fuese adecuado. No me corresponde a mí, como extraño a la familia, darles esa noticia.

Matilde lo observaba con expresión suspicaz. Temiendo que fuese a preguntarle por qué, si era un extraño, se entrometía tanto en los asuntos de la familia, Josse se despidió, azuzó su cabalgadura y emprendió el camino de la casa de la familia del esposo de Elvera… Elanor.

No se encontraba allí.

Obviamente, quienquiera que hubiese inventado la prolongada visita a casa de la familia de su marido no contaba con que alguien Fuera a comprobarlo. El criado que salió a recibir a Josse le informó que ella no se hallaba allí y anunció que iría a preguntar a su señora, por si la esperaba y no había avisado a los criados. Regresó, no sólo con su señora, sino también con el señor y otros tres o cuatro miembros de la familia. Los parientes de Milon, pensó Josse distraído, eran de un molde muy distinto del de Milon, y costaba creer que esta familia seria y vestida con sencillez hubiese producido al delicado joven de cabellos rubios.

Elanor no sólo no se encontraba allí, sino que nadie sabía nada de una visita prevista. Mirándose mutuamente con el entrecejo fruncido de perplejidad lo repitieron varias veces. Que ellos supieran, Elanor d’Arcy se hallaba a gusto en casa con su marido y tenía planeado quedarse allí.

Josse se sentía como un estúpido porque casi todos lo miraban como si fuese poco menos que idiota; también se sentía desagradablemente culpable, pues sabía que Elanor había muerto y no resultaba grato oírlos hablar como si estuviese viva. Sin duda se había equivocado, dijo. Se disculpó por haberlos molestado, se despidió y reemprendió el largo camino de vuelta a Hawkenlye.

Llegó cuando el ocaso se convertía en noche. Acalorado, sucio, muerto de hambre y rendido, lo único que le apetecía era comer y dormir. El hermano Saúl lo atendió con eficacia y discreción. Sin hacerle preguntas le hizo un resumen de los sucesos en Hawkenlye desde su partida esa mañana.

—La mozuela está tendida en la cripta donde pusieron a sor Gunnora —informó al servirle un plato repleto de un fragante y humeante cocido—. La abadesa ha estado velándola todo el día.

Josse percibió su preocupación.

—Se lo está tomando muy mal —comentó.

El hermano Saúl agitó la cabeza con tristeza.

—Como todos nosotros, milord, como todos nosotros. —Ceñudo, clavó la vista en el santuario—. Este triste asunto ha hecho que la gente no quiera venir a las aguas, y eso no está bien. Los que tienen problemas necesitan la cura, pero estas terribles muertes los han espantado.

Éste era el aspecto de los asesinatos que más afectaba al hermano Saúl, según se percató Josse. Lo examinó y advirtió la expresión angustiada en su rostro, bondadoso y abierto.

—Encontraremos al responsable, Saúl —susurró—, y lo llevaremos ante la justicia. Os lo prometo.

Saúl se volvió hacia él y una breve sonrisa le iluminó los rasgos.

—Sí, milord. Sé que lo haréis. —Josse empezaba a sentir una cálida sensación de placer por la fe que depositaba en él el hermano lego, cuando éste puso la guinda, al añadir—: Igual que la abadesa.

Josse durmió diez horas y despertó bien despejado. Su mente debía de haber funcionado mientras dormía, pues sabía exactamente lo que tenía que hacer.

Tras el ligero desayuno que le dio el hermano Saúl, recorrió el corto camino, sendero abajo, hasta la zona donde habían encontrado a las dos muertas. Se paró primero en un lugar y luego en el otro; describió un lento círculo y estudió las inmediaciones. Hecho esto, tomó una decisión e inició una minuciosa inspección de los matorrales que creían junto al sendero.

Según su razonamiento, todo indicaba que Milon había hecho al menos dos visitas nocturnas al pequeño valle y, por tanto, sin duda tenía un escondite. No mucha gente —probablemente ninguna— andaría por allí de noche. Pese a esto no era probable que alguien con intenciones nefastas se sintiera lo bastante confiado para dejarse ver.

Recorrió paso a paso el sendero, examinando atentamente cada palmo de matorral, en busca de cualquier huella. Nada. ¡Nada! Terriblemente desilusionado, estaba a punto de volverse, a poca distancia de donde los arbustos se acababan, cuando lo vio.

Uno habría tenido que buscarlo expresamente, claro. «Qué joven tan listo: te has abierto camino por donde los matorrales son más resistentes. Pero no eres tan astuto como para comprobar que no has dejado pistas».

Se abrió paso entre el frondoso follaje, mas evitó cuidadosamente dos ramitas medio quebradas, la única señal de que Milon había pasado por allí, una prueba que acaso tuviera que enseñar para respaldar su teoría.

Ya fuera del sendero, el joven se había mostrado menos prudente y a Josse le resultó más fácil seguirle la pista. Al cabo de unos quince pasos se encontró en un minúsculo claro, en medio de los matojos. Alguien había pisado la corta hierba, aplastándola, y había construido un burdo refugio hecho de ramas rotas. Era de suponer que Milon hubiese tenido que esperar al menos una noche bajo la lluvia.

Algo le llamó la atención: un pequeño objeto medio oculto debajo de unas hojas muertas. Se arrodilló y lo destapó. Eran las dos mitades de una concha de ostra, la una encima de la otra; levantó la de arriba y descubrió una diminuta perla.

Ya antes había visto algo parecido. Hurgó en su memoria y se le presentó de repente la imagen de su vieja niñera orando tras la boda del hermano menor de Josse. Había rezado por la fertilidad de los recién casados y, al acabar, metió una perla en el interior de una concha de ostra. Funcionó, y el primogénito de la cuñada de Josse llegó al mundo once meses más tarde, seguido rápidamente por dos niñas y otro varón.

«Esos otros recién casados se encontraban aquí a menudo —se dijo de repente—. Andaban en la oscuridad, con las manos entrelazadas, se tumbaban en el suelo y hacían el amor. ¿Cuál de ellos trajo este objeto? —se preguntó—. ¿Milon, ansioso por tener un heredero para la fortuna que esperaba obtener, o Elanor, que sentía un amor apasionado por su recién estrenado esposo, desesperadamente deseosa de complacerlo con un embarazo?».

Como había ocurrido con la cuñada de Josse, el amuleto había funcionado.

De pronto entristecido, volvió a poner la concha en su escondite. El pequeño claro se hallaba impregnado por el espíritu de los amantes, de esos dos jóvenes, y por primera vez experimentó auténtico desagrado por lo que debía hacer.

«Pero, si no me equivoco, Milon la mató —se recordó a sí mismo—. Y ambos eran lo bastante avariciosos y envidiosos para tramar el asesinato de Gunnora».

Firmemente resuelto a guardar la compasión para quienes la merecieran, regresó al sendero.

Encontró un lugar tranquilo a orillas del estanque, a unos cincuenta pasos del escondite secreto, y se sentó a reflexionar. Estaba profundamente convencido de que Milon se hallaba todavía cerca; tenía que estarlo, pues le quedaba un asunto pendiente en la abadía.

Según las deducciones de Josse, sólo una cosa vinculaba definitivamente a Milon con el asesinato de Elanor, y a éste con el de Gunnora. Y esa cosa, aunque Milon no lo supiera ni tuviera modo de saberlo, se hallaba bien guardada en la cómoda de la abadesa Helewise. ¿Dónde se imaginaría el joven que estaba? Qué momento tan terrible para Milon, cuando descubrió que su esposa no la llevaba. Josse se preguntó por qué no. Estaba casi seguro de que la llevaba bajo el hábito cuando la entrevistó el día antes de su muerte, entonces, ¿por qué se la había quitado antes de salir esa noche? ¿Por qué la había envuelto tan cuidadosamente con su alianza, para ocultarla luego debajo de su jergón? Se le antojaba muy raro.

De momento no tenía importancia.

Así pues, Milon se había quedado sin la cruz. Se habría dado cuenta de que Elanor la había dejado en el convento. Habría adivinado que debía de haberla escondido en el único lugar que una monja podía considerar suyo. A saber, su cama en el dormitorio.

¡Tenía que volver a buscarla! ¡Tenía que hacerlo! ¡Y rápido!, antes de que asignaran la cama de Elanor a otra postulante que pudiera descubrir lo que había ocultado allí. «Yo, en su lugar, no perdería un momento —pensó Josse—. Revela la verdadera identidad de la postulante Elvera y, cuando se sepa que era Elanor d’Arcy, Milon será el primer sospechoso».

Evocó de nuevo las otras dos cruces, las de Gunnora y Dillian. Milon debía de haberse hecho con la de Dillian. ¿Acaso se la habían dado a la tía de la joven, la suegra de Milon, cuando Dillian murió? Era probable, pues era la única mujer superviviente de la familia, aparte de Elanor, que ya tenía una. Fuera como fuera, había sabido qué hacer con ella: la había dejado al lado del cadáver de Gunnora, como si a un ladrón, presa del pánico, se le hubiese caído en su huida. Así, quienes la encontraran creerían que la habían matado mientras trataban de robarle.

Sin embargo, no lo habían creído. En efecto, la abadesa Helewise sabía que la cruz de Gunnora se encontraba a buen recaudo, pues ella la había guardado.

La mente de Josse se llenó de confusión. «He de hacer algo —se dijo—. Algo positivo y útil para llenar el día».

Reflexionó un rato y decidió ir a Tonbridge. Tal vez, si hacía unas cuantas preguntas, se enterara del paradero de Milon. No pasaría desapercibido con su ropa elegante y su corte de pelo. Probablemente no osara hospedarse en una posada, pero tenía que comer y había muy pocos lugares que vendieran comida en esa zona.

«Iré a Tonbridge —pensó—. Me obsequiaré con una cena decente y unas cuantas jarras de la excelente cerveza de Anne, y cuando anochezca regresaré aquí y esperaré a Milon».