Capítulo once

Aunque impaciente por hablar con la abadesa, Josse sabía que, por respeto, no debía molestarla mientras preparaba a la difunta para el entierro, tarea que, según había observado, no le agradaba en absoluto. En cambio, entendía por qué lo hacía. Entendía su sentimiento de culpa. ¿Acaso no experimentaba la misma abrasadora emoción, él, que había estado rascándose las picaduras de chinches y durmiendo, inquieto, a unos cien pasos de donde yacía Elvera?

Para matar el tiempo, regresó al refugio en el valle y se puso su túnica. Devolvió el hábito al hermano Saúl, agradeciéndoselo, y le preguntó dónde conseguir algo con que hacer un molde.

—Un molde —repitió Saúl en tono dubitativo.

Josse se lo explicó y la expresión del hermano lego se despejó. Tiró ligeramente de su manga.

—Seguidme.

Lo precedió hacia un cobertizo pegado a la parte trasera del refugio. En él se hallaba un surtido de vasijas agrietadas, bancos que esperaban a que los repararan, objetos que los peregrinos habían dejado atrás. Y velas. Largas velas votivas. Y, en una caja en el suelo, docenas y docenas de cabos de velas.

—¡Hermano Saúl, sois brillante!

Josse cogió la caja. Estaba a punto de irse sendero abajo, cuando Saúl volvió a tirar de su manga y, esta vez sin hablar pero con una sonrisita, le entregó una piedra de chispa.

Josse descubrió que no era nada sencillo hacer un molde satisfactorio. Le costó muchísimo fundir suficiente cera para llenar al menos la mitad delantera de la huella, y finalmente hubo de encender una pequeña hoguera sobre la tierra seca del sendero. Pero por fin acabó y, una vez bien apagado el fuego con los pies y devuelta la caja con los cabos al cobertizo, subió a la abadía a ver a la abadesa Helewise. Ésta ya había abandonado la enfermería y, según sor Eufemia, se encontraba en su despacho. Con el molde cuidadosamente envuelto, Josse fue a buscarla.

Se hallaba sentada detrás de su mesa, entrelazadas las manos sobre la pulida madera. No quedaba ningún rastro de la pálida mujer conmocionada que se había arrodillado junto a la difunta y se había tapado la cara con las manos. Estaba como siempre: calmada, controlada, ligeramente distante; daba la impresión de que siempre lo estaría, fuera lo que fuese lo que el día le deparara. No obstante, Josse, que había visto su angustia, sabía que no era así y le agradó aún más por haber entrevisto su falibilidad.

—Bien, abadesa, vos y sor Eufemia habéis preparado a Elvera para el entierro —dijo en respuesta a su invitación para sentarse, dándose cuenta de que se sentía agotado, pese a que la jornada acababa de empezar.

—Sí, milord. Sor Eufemia está completamente de acuerdo en que la mataron estrangulándola —contestó sin inflexión en la voz.

Josse vaciló. ¿Debía decir lo que más lo preocupaba? Sus miradas se encontraron. Le pareció que ella le leía el pensamiento, pues volvió la cabeza bruscamente y clavó la vista en algo a su izquierda. Quién sabía en qué, pensó Josse, al seguir su mirada y ver que sólo había una pared de piedra sin adornos.

«Pero tengo que expresarlo en voz alta —se dijo—. Aunque la abadesa no tenga ganas de hablar de ello».

—No se quitó la vida —comentó, pues, en voz baja—. Abadesa, no cabe duda de que nosotros no la empujamos a su muerte. De todos modos, teníamos que hablar con ella, forzosamente. Era amiga de Gunnora y aún debemos…

—¿Cómo podéis decir eso? —lo interrumpió Helewise con acritud—. Que nosotros no la empujamos a la muerte. Muy bien, no metió la cabeza bajo el agua para ahogarse, ¡eso lo acepto! Pero ¿de verdad creéis que habría abandonado la seguridad del convento en plena noche, para correr los peligros que presenta un lugar solitario en la oscuridad, si no la hubiésemos obligado a hacerlo?

—¡No fuimos nosotros quienes la forzamos! —Josse alzó la voz—. Abadesa, preguntaos esto: de haber sido inocente, de haber tenido la conciencia limpia, ¿por qué la habrían alterado tanto nuestras preguntas? Y la interrogamos con gentileza, bien lo sabéis. Ni vos ni yo acosamos a la pobre niña.

—¡Pero sabíamos… yo sabía… que ya estaba alterada! ¡Debí prohibir la entrevista! Entonces se habría quedado en la seguridad del dormitorio, y a este segundo asesino le habríamos robado su víctima.

Josse se levantó de un brinco.

—¿Segundo asesino? ¡No! Abadesa, no es así. Dos monjas de la misma comunidad, asesinadas brutalmente a unas semanas la una de la otra, ¿y me decís que no existe relación entre ambas muertes?

—Una relación, sí, claro. Pero no creo que las haya matado la misma persona. —La expresión de Helewise era dubitativa, como si a ella misma la sorprendieran sus propias conclusiones.

—Pero… —Josse no daba crédito a lo que oía. Contuvo su furiosa frustración y añadió—: ¿Podéis explicármelo?

—Lo dudo —murmuró Helewise y, con visible esfuerzo, continuó—: Sir Josse, pensad en los métodos. A Gunnora la sujetaron por atrás mientras un segundo asaltante le cortaba el cuello. Con gran precisión. Luego la tendieron en el suelo, le levantaron las faldas en torno a la cintura y le colocaron piernas y brazos simétricamente. Le untaron los muslos con su propia sangre, para que el crimen se confundiera con una violación. A Elvera, en cambio, la estrangularon. Con las manos. Ambos hemos visto las marcas de los dedos y los pulgares, sabemos que el asesino no usó más armas que sus manos. —Arqueó las cejas, como si acabara de ocurrírsele algo—. Quizá —aventuró— el hecho de que no llevara armas quiera decir que no hubo premeditación.

—¿La mató en un ataque de furia apasionada? —musitó Josse—. Sí, puede ser, pero no por eso hemos de sospechar que no se trata del mismo hombre que mató a Gunnora. ¡Tiene que serlo, abadesa! —¿Cómo iba a convencerla de que abandonara este razonamiento tan irracional?—. Supongamos que Elvera tuvo algo que ver con la muerte de Gunnora, cosa posible porque tanto vos como yo observamos su angustia cuando acudí y empecé a hacer preguntas. Salió al encuentro de su cómplice y le habló del terror que sentía, del miedo que le causaba el interrogatorio por un investigador del rey. «Para ti no es nada», me imagino que diría, «porque tú estás fuera y nadie sabe de tu presencia. ¡Tú no tienes que enfrentarte a los comadrees y a las acusaciones, no tienes que hacerte el fuerte para responder a preguntas de personas que parecen saber mucho más de esto de lo que te gustaría!». Y, presa de la histeria, acaso le dijera que ya no podía continuar así. «¡Tú la mataste! ¡Y yo soy la que tiene que soportarlo todo!». —Impulsado por su imaginación, Josse se inclinó y el taburete crujió ominosamente. No hizo caso—. Ella le dice que ha de confesar —prosiguió, entusiasmado—, le dice que cualquier cosa, cualquier castigo, es mejor que esa terrible espera. Está llorando, está haciendo ruido, y él tiene miedo de que la oigan. «¡Calla!», le exige. Ella no le hace caso. «¡Cállate!», insiste él, y la coge del brazo. Ella se resiste, abre la boca para gritar y él le rodea el cuello con las manos. Antes de que se dé cuenta de lo que ocurre, ella ha muerto, se le cae de los brazos al suelo, con la cabeza en el estanque. Y ahora él carga con dos muertes. Pasmado, se deja llevar por el pánico. Huye, apenas si se detiene para mirar un segundo por encima del hombro y desaparece, regresa al lugar que ha estado usando como refugio.

Helewise esperó a que dijera algo más. Al ver que no lo hacía, inspiró hondo, contuvo el aliento y dijo:

—Sí, parece lógico. Pero ¿qué pruebas tenéis?

—Una, las marcas en su cuello. La precisión de las marcas, como si hubiese colocado las manos con la misma intención de simetría con que arregló el cuerpo de Gunnora. —Ante la expresión escéptica de la abadesa, prosiguió—: Dos, encontré las huellas de sus pies.

Dicho esto, Josse desenvolvió el molde de cera y lo dejó con cuidado sobre la mesa.

Helewise lo estudió.

—Es la punta de un zapato.

—La encontré en una fila de una media docena, muy espaciadas.

Helewise asintió con la cabeza.

—De allí vuestra conclusión de que alguien huyó corriendo.

—Sí, y… —No, era demasiado pronto. Debía presentar los hechos como los había descubierto—. Abadesa, supongo que Elvera se presentó en Hawkenlye como virgen soltera, ¿no?

La abadesa abrió los ojos de par en par, como si la pregunta la sorprendiera.

—Sí, aunque… Sí. ¿Por qué?

—Porque no lo era. Bueno, sólo puedo suponer que no era virgen, pero sé que estaba casada. En la base del tercer dedo de su mano izquierda había una clara marca. Hasta hace muy poco, llevaba anillo de casada.

Había esperado asombro. Pero en lugar de esto, Helewise dijo entono pausado:

—Casada. Una pregunta contestada y, sin embargo, muchas más que se plantean.

—¿Lo sospechabais?

Sus miradas se encontraron.

—Estaba encinta. De unos tres meses, dice sor Eufemia. Yo, naturalmente, especulé acerca de las circunstancias de esta concepción y por qué elegiría un camino tan extraño como entrar en un convento si sabía que esperaba un hijo. Al menos ahora sé que su marido lo engendró, aunque esto no nos ayuda mucho, pues no tenemos la menor idea de quién es.

—Pero sí la tenemos —respondió Josse en voz queda y, cuando ella arqueó las cejas, interrogante, acarició el molde de cera.

—¿Cómo lo sabéis? —murmuró la abadesa.

Él siguió con el dedo la punta alargada de la huella.

—Puede que no lo sepa, pero puedo imaginármelo, porque he visto a alguien que llevaba zapatos como éste. Yo diría que son corrientes en los círculos de moda en Londres, pero por aquí la gente no se viste como en la corte.

—No —reconoció la monja, si bien fruncía el entrecejo, como si no estuviese del todo de acuerdo con él—. Si damos por sentado que esta huella la hizo el zapato que visteis, ¿quién creéis que la hizo?

—Se llama Milon d’Arcy. También creo conocer la identidad de la muerta en vuestra enfermería. Creo que era su esposa, Elanor, sobrina de Alard de Winnowlands y prima de Gunnora.

—¡Esto es demasiado! —exclamó la abadesa—. De repente, con sólo unas cuantas huellas, y ni siquiera enteras, y un dedo, que, según decís, llevaba una alianza, ¡me presentáis la identidad tanto del asesino como de la víctima! Sir Josse, ¡por mucho que quisiera creeros, no puedo!

«Entonces, he de convenceros», pensó Josse.

Pero ¿cómo?

—Abadesa, ¿me permitís mirar las posesiones de Elvera? ¿Vendréis conmigo a su cama en el dormitorio?

—Las monjas tienen pocas posesiones. ¿Qué esperáis hallar?

Dos cosas, podría haber contestado Josse, aunque se contuvo y comentó en tono evasivo:

—Cualquier cosa que pueda ayudarnos.

Ella lo observó largo rato, al cabo del cual dijo:

—Muy bien.

La cama de Elvera se encontraba hacia la mitad del dormitorio. De nuevo, las mantas cuidadosamente dobladas, las delgadas colgaduras corridas y sujetadas y, como dijera la abadesa, pocas posesiones personales.

Josse se agachó y miró debajo de la cama. Nada, ni siquiera polvo: las monjas mantenían el dormitorio muy limpio. Se levantó y pasó la mano debajo del delgado jergón. Nada. Empezaba a pensar que lo habría ocultado en otro lugar, pero seguro que…

Su mano topó con un paquetito, algo duro envuelto en un cuadrado de lino.

Lo extrajo y lo puso sobre la cama. Desdobló la tela y reveló una alianza que centelleaba débilmente a la luz de la mañana y una cruz con piedras preciosas engastadas.

De vuelta en el despacho de Helewise, compararon la cruz de Elvera con la de Gunnora y con la que habían hallado junto al cuerpo de ésta. Eran casi idénticas, aparte del hecho de que los rubíes en la cruz de Gunnora y la que descubrieron a su lado eran mayores que los de la cruz de Elvera. Y era de esperar que así fuera, meditó Josse, puesto que Gunnora era hija de Alard de Winnowlands, y Elvera, sólo su sobrina.

—Vuestra postulante Elvera os dio un nombre falso y se inventó una identidad —explicó a Helewise, que sostenía la cruz de Elvera—. Era Elanor, esposa de Milon. Su tío le regaló la cruz cuando les regaló las suyas a sus hijas.

En su mente evocó las palabras de Matilde: «Sir Alard quiere a Elanor. Cuesta no quererla, porque es una chica muy alegre. Alegre y divertida». Su mente se fue por la tangente: ¿a quién —se preguntó— le tocaría la triste tarea de informar al moribundo que, habiendo perdido a ambas hijas, ahora su bonita y vivaz sobrina también había muerto?

«Señor que no sea yo —rezó—. Os lo ruego, tened piedad, que no sea yo».

Helewise había dejado la cruz y estaba probándose la alianza.

—Demasiado pequeña para mí. ¿Creéis que debería probársela a la difunta?

—Si deseáis, aunque no creo que tenga mucho sentido.

La abadesa dejó el anillo junto a las tres cruces y se dispuso a envolverlo todo con el lino.

—La de Gunnora —señaló— y la de Elvera… mejor dicho, Elanor. ¿Y ésta? —señaló la que habían dejado junto al cadáver de Gunnora.

—Sólo puede ser de su hermana Dillian. Aunque sabe Dios cómo acabó aquí.

Helewise lo contemplaba con sus desconcertantes y penetrantes ojos grises.

—Sabe Dios, sí —contestó en tono neutral—. Tendremos que averiguarlo.

Josse intentaba pensar, poner en orden todos los nuevos hechos que daban vueltas en su mente, un orden que empezó a tener sentido.

Transcurrido un buen momento, dijo:

—El padre de Gunnora se está muriendo. Tiene dos hijas, una de las cuales ha entrado en un convento y que sin duda ha perdido el derecho a heredar su indudable riqueza. Parece que lo heredará todo su otra hija, Dillian, casada con un hombre escogido por Alard como muy adecuado para una de sus hijas, pero ella también muere, sin hijos. Y todo indica que su marido tiene algo que ver con su muerte, aunque sea de forma indirecta. Entonces, ¿a quién podrá dejar su fortuna? Gunnora es la candidata obvia. Es lo único que le queda. Pero ¿qué hay de la sobrina con la que, por lo que tengo entendido, fue siempre muy generoso? ¿A la que regaló una cruz apenas menor que la que regaló a sus hijas? —Cada vez más entusiasmado, Josse apoyó las manos en la mesa de Helewise y acercó la cara a la de ella—. Abadesa, ¿y si esta sobrina se cree la heredera más directa y si, en una visita que hace para ver cuánto falta para que el tío muera, el lechuguino de su marido se entera de que el tío está pensando en cambiar su testamento? ¿En incluir de nuevo a la hija que lo rechazó y se entregó a Dios? ¿Qué haría un hombre tan codicioso y carente de escrúpulos?

—Sólo es una conjetura eso de que es codicioso y carente de escrúpulos —apuntó Helewise.

—Sí, puede que sí. Pero ¿acaso no tendría el mejor motivo para deshacerse de Gunnora… para que su esposa, la sobrina Elanor, herede?

—Puede que sí.

—Abadesa, existen dos motivos para el asesinato, la lujuria y la sed de dinero. Al parecer nadie sentía lujuria por Gunnora… Vos misma me dijisteis que no la molestaba la castidad. Además, sabemos que no la violaron, que nunca… —Josse se interrumpió, tratando de encontrar el modo más delicado de decirlo—… que nunca probó los frutos del amor. —Se percató de una ligerísima y rápidamente contenida distensión en los labios de la abadesa—. Murió virgen —añadió, contundente—. Así que, descartada la lujuria, sólo nos queda el dinero.

—¡Simplificáis demasiado! —exclamó la abadesa—. Además, por muy lógico que sea vuestro razonamiento a primera vista, ¿qué hay de los detalles?

—¿Como cuáles?

—Como, por ejemplo, ¿cómo convenció a Gunnora de que saliera del convento esa noche? ¿Y por qué no reconoció a su prima Elanor en Elvera?

—¿Quién ha dicho que no la reconoció? —contraatacó Josse—. La mismísima Elvera se quejó, en esta misma habitación, de que las monjas decían que ella y Gunnora se entendían tan bien que parecía que se conocían de antes. No es de sorprender… pues era cierto.

—Entonces, ¿por qué no reveló que Elvera estaba casada?

—¡Oh!

Efectivamente, ¿por qué? Entonces Josse volvió a oír las palabras de Matilde: «Ese inútil que acaba de tomar por marido». Para colmo, aunque esto no suponía una prueba incontestable, Elvera estaba embarazada de sólo tres meses. ¿Un joven y apasionado marido que se acuesta con su mujer cada noche y la deja encinta poco después de la boda?

—Porque no lo sabía —afirmó, triunfante—. Elvera y Milon se casaron después de que Gunnora entró en el convento. Y Elvera se había quitado la alianza.

Helewise asintió lentamente con la cabeza.

—¿Cómo supisteis lo de la cruz? —preguntó de golpe.

—Tenía que estar escondida en alguna parte. No la llevaba cuando murió.

La abadesa dejó escapar un bufido exasperado.

—No, quiero decir que cómo supisteis que tenía una cruz.

—Si era Elanor, tenía que tenerla. Y sabía que la tenía… la vi.

—¿La visteis?

—Bueno, no exactamente. Lo adiviné. ¿Os acordáis de cuando hablamos con ella? Aferraba la tela del hábito… así. —Y lo demostró—. En ese momento pensé que era por los nervios y sólo después se me ocurrió que podría haber estado agarrando su propio talismán, escondido bajo el hábito.

La expresión de Helewise se volvió distante, como si estuviese analizando algo a fondo.

—Presentáis un buen caso, milord —dijo, a la larga—. Pero de nuevo os pido pruebas. Oh, no sobre la identidad de Elvera… Creo que hemos de aceptar que en esto tenéis razón.

—Podemos comprobarlo —contestó Josse, entusiasmado—. Puedo regresar a ver a mi informadora en la casa de sir Brice y preguntar por Elanor. Ir a casa de Milon, a la de los parientes donde, según me dijeron, ha ido Elanor.

—¿Y si la encontráis sana y a salvo?

—Entonces tendré que aceptar que me he equivocado.

—No os equivocáis —manifestó la abadesa en voz queda—. Me temo que no encontraréis a Elanor. Es Elvera, y está muerta en mi enfermería. —Frunció el entrecejo—. Pero estos hechos por sí solos no prueban quién mató a mis monjas, sir Josse. Y no sé dónde podemos buscar las pruebas.

—Iré en busca de Milon. Iré ahora a su casa. Si no se encuentra allí… —Estaba casi seguro de que se hallaría en cualquier otro lugar—, lo buscaré donde sea.

La abadesa lo miró con expresión interrogante.

—Inglaterra es un gran país —comentó—. Con muchos lugares solitarios y desolados en los que un fugitivo puede esconderse.

—Todavía no se ha fugado —afirmó Josse.

Y, antes de que ella pudiera preguntarle cómo lo sabía, hizo una reverencia, salió de la estancia y fue a buscar su caballo.