Capítulo diez

A Josse le habían ofrecido alojamiento en el refugio del valle donde descansaban los peregrinos que acudían al santuario. Como sospechaba, no era muy cómodo, pero habían barrido el suelo y la paja del relleno del jergón era razonablemente fresca.

Que fuera o no porque se hubiesen extendido los rumores sobre el asesinato, el caso era que no había visitantes en el santuario; pocos peregrinos acudían en esos largos y calurosos días veraniegos a tomar las aguas milagrosas y ciertamente ninguno pedía pernoctar.

Josse era propenso a irritarse con todo aquél, hombre o mujer, que dejara que un miedo irracional y supersticioso le impidiera buscar una cura para la enfermedad o el problema que padecía. ¡Pero vamos! Hasta el más tonto del reino tenía que darse cuenta de que no se trataba de un crimen fortuito. Que quienquiera que hubiese asesinado a Gunnora estaba involucrado en su complicada vida llena de secretos.

No, se corrigió, claro que no lo veían. Josse sólo había compartido sus especulaciones con la abadesa y estaba convencido de que ella no las había difundido.

No. Para el mundo exterior, este asesinato seguía siendo lo que había sido desde un principio: un crimen fortuito perpetrado por un preso liberado.

Se azuzó mentalmente y se juró empeñarse más para probar de una buena vez lo contrario.

Adaptándose lo mejor que podía en su solitaria incomodidad, cerró los ojos y se obligó a relajarse.

No durmió bien. Molesto por los sueños de violencia y la convicción de que unos seres vivos ocultos en la paja estaban resueltos a alimentarse con su sangre, sintió alivio cuando el grisáceo amanecer tino el cielo por levante.

Se levantó y, rascándose, salió y salvó la corta distancia que lo separaba de la letrina oculta detrás de una empalizada. Contuvo el aliento mientras hacía sus necesidades: todo indicaba que hacía tiempo que habían cavado la trinchera, cuyo contenido se acercaba al nivel del suelo. Cruzó hasta el abrevadero pegado a la pared trasera del refugio. Zambulló la cabeza en el agua, se frotó el corto cabello y se mojó la nuca. Esto lo despertó del todo, si bien no lo hizo sentirse mucho más limpio. Se fijó en que sus muñecas lucían varios pequeños círculos de picadas. Estaba seguro de que no las tenía antes de acostarse.

«Me estoy ablandando —se dijo mientras contemplaba la escena que se presentaba ante su vista y cuyos detalles resaltaban a medida que el día clareaba. Agitó la cabeza para sacarse el agua de las orejas—. Chinches, piojos, un jergón duro y el hedor constante de la mierda, ¿acaso debían molestar a un exsoldado? Estoy demasiado hecho a las comodidades de la corte, se dijo, al placer de la limpieza. Al dulce perfume de las damas de Aquitania. He de hacerme a otra forma de vida aquí».

Fuera del reducido mundo del convento, estaba descubriendo que los ingleses apestaban.

Sus pensamientos cesaron de golpe cuando su mirada se detuvo en algo que yacía en el sendero. El sendero más estrecho, el que llevaba al estanque.

El sendero donde habían encontrado a Gunnora.

Sin perder tiempo en dar la alarma, echó a correr a toda velocidad. Pero algo le decía que era demasiado tarde para las prisas.

Se hallaba boca abajo, con la cabeza y los hombros en el agua. Josse la cogió de los brazos, la arrastró hacia atrás y, poniéndola boca arriba, acercó la mejilla a su boca entreabierta.

No percibió el menor asomo de aliento.

Tenía la cara muy pálida y los labios azulados. Su lengua, ligeramente salida, parecía hinchada. La hizo rodar boca abajo de nuevo, puso las manos en su espalda, a la altura de los pulmones, y la presionó con todo el peso de su cuerpo. En una ocasión había visto cómo salvaban así la vida de un hombre, cómo la presión sacaba el agua del cuerpo, devolvía a la víctima de la inminente muerte, haciéndola toser y escupir la porquería que tenía atascada en la garganta e inspirar, reanimándose…

Pero ese hombre llevaba apenas unos minutos bajo el agua, y esta moza, esta pobre moza, tuvo que reconocer Josse, llevaba horas inmersa.

Muerta.

Se sentó sobre los talones con la vista clavada en ella. Sintió las lágrimas rodar por sus mejillas y se las secó.

Su cabello, reparó como ausente, era rojizo. Rizado, esponjoso. Qué triste habría sido, llegado el día, tener que cortarlo para que se pusiera el griñón y la impla. Ayer no se había fijado… No, claro que no. Ayer llevaba el corto velo negro de las postulantes.

Se quitó la túnica y le cubrió la cabeza y la parte superior del cuerpo. Luego, con el torso desnudo, fue en busca de la abadesa Helewise para decirle que Elvera se había ahogado.

Si se sorprendió al ver que un hombre medio desnudo la buscaba antes de primas, la abadesa no lo demostró. Muy poco después de que Josse hubo localizado a una de las hermanas del turno de noche en el hospital y le hubo dado los breves detalles de su urgente misión, Helewise se había presentado, bajando, casi deslizándose, por la escalera desde el dormitorio, completamente vestida y seguida de un ligero aroma a lavanda.

Sin duda, pensó Josse, Helewise era una excepción. Olía tan bien como una dama de Aquitania.

—Buenos días, sir Josse. Según me dice sor Bea, fuisteis vos quien la encontró, ¿no es así?

—Sí, milady.

—Ahogada.

—Sí. Ahogada.

Por su mente cruzaban los mismos horribles pensamientos; Josse lo leyó en sus ojos. Helewise miró por encima del hombro, mas sor Beata había regresado al hospital, como diciendo que las postulantes ahogadas no eran asunto suyo, al menos no mientras tuviese enfermos y dolientes a los que atender.

—¿Creéis que murió por voluntad propia? —preguntó Helewise en voz queda.

Josse se encogió de hombros.

—No lo sé. Puede ser.

La abadesa asentía lentamente con la cabeza.

—Ambos advertimos ayer su estado de ánimo —prosiguió con el mismo tono quedo y controlado, aunque Josse se fijó en las manos agitadas, en los fuertes dedos que tiraban los unos de los otros. Como si se diera cuenta de ello, Helewise las entrelazó y las ocultó dentro de las mangas—. Debí quedarme con ella, debí consolarla. Si se quitó la vida, yo soy la culpable.

Josse deseaba zarandearla. Decirle que a fin de cuentas cada hombre y mujer en esta Tierra de Dios es responsable de sus propios actos, que si una alma está resuelta a destruirse, es algo que sólo ella decide.

—Si se quitó su propia vida, abadesa, es porque las cosas se habían puesto tan malas que ya no le parecía que valiera la pena vivir. Y eso, sin duda estaréis de acuerdo conmigo, no es algo por lo que debáis culparos.

La abadesa tardó en contestar. Tras un corto suspiro, dijo:

—Tendríamos que hacer arreglos para que la traigan a la abadía.

—Todavía no. —Josse percibió el apremio en su propia voz—. Apenas la miré. Regresemos juntos. Puede que averigüemos algo.

Ella lo observó, como si no lo oyera, y Josse se preguntó si estaba conmocionada. De repente, la mujer se sacudió.

—Claro. Os sigo.

Helewise se desvió para ir a la casita de los hermanos legos, y Josse la oyó hablar con uno de ellos de la última muerte.

—Venid de aquí a un rato y traed algo en que cargarla.

El hermano lego miró a Josse de refilón, hizo un comentario y desapareció en la casita. Volvió a salir con un hábito pardo en la mano e indicó a Josse con un gesto de la cabeza.

De vuelta a su lado, la abadesa le dio el hábito.

—De parte del hermano Saúl.

—Disculpadme por presentarme así ante vos —pidió Josse tardíamente, y se puso el hábito—. Mi túnica cubre la cara de la moza.

La abadesa asintió con la cabeza.

Entonces, en silencio, avanzaron hacia donde se encontraba Elvera.

Fue la abadesa Helewise la que reparó en las marcas en el cuello de Elvera, simplemente porque, por decoro, Josse le había dejado la tarea de desabrochar el hábito y revelar la suave y blanca piel.

Él, por su parte, había inspeccionado las manos de la muchacha. La derecha, que había estado en el agua, estaba pálida y arrugada; la izquierda, sin embargo, había quedado sobre la tierra seca. Josse estaba a punto de mostrar algo a la abadesa cuando se dio cuenta de su inmovilidad.

—¿Qué? ¿Qué ha pasado?

Helewise lo enseñó.

Elvera poseía un cuello largo, fino y grácil. Al frente, una al lado de la otra, se hallaban dos marcas de pulgar y, descendiendo por la suave piel detrás de cada oreja, dos filas de marcas de dedos.

En tanto Josse observaba, Helewise puso la mano sobre las marcas: quienquiera que lo hubiese hecho tenía manos mucho más grandes que ella.

—La estrangularon —susurró Josse—. Yo diría que fue un hombre.

Helewise acariciaba con ternura el cuello magullado, como si con ello pudiese aliviar el dolor.

—La estrangularon —repitió, alzó los ojos y se encontró con la mirada de Josse—. Que Dios me ayude, pero me alegro. Me temía que se hubiese quitado la propia vida —soltó sin pararse a pensar.

Josse la entendía. Y, por muy poco que hiciera que la conocía, supo que con el tiempo se daría cuenta de lo que acababa de decir.

No tuvo que esperar mucho. La abadesa dejó escapar un jadeo e interrumpió sus caricias, se tapó la cara con ambas manos y exclamó:

—¿Qué he dicho? ¡Santo Dios, disculpadme, Dios mío!

Josse observó su angustia y la sintió como si fuera propia. No sabía qué hacer. Mejor no hacer nada, decidió, fingir que no lo había notado. Esbozó una sonrisa, burlándose de sí mismo. Eso sería imposible.

Al cabo de un momento, comentó:

—Abadesa, no quisiera interrumpiros, pero el hermano Saúl…

Helewise se quitó las manos de la cara. Estaba sumamente pálida y la angustia que Josse percibió en sus ojos le llegó al corazón.

—Gracias por recordármelo —dijo en voz muy baja la abadesa. Con visible esfuerzo, recuperó la compostura, se arrodilló junto al cuerpo de Elvera y, como si remetiera las mantas de una niña dormida, arregló la túnica sobre su cabeza. Se levantó y se volvió para ver el santuario, sendero arriba—. El hermano Saúl viene de camino —añadió, con lo que parecía su tono normal.

Josse también miró.

—Sí.

De repente recordó la cantidad de huellas que habían ocultado todo rastro del asesino de Gunnora y, dirigiéndose a toda prisa hacia Saúl, habló con él. A continuación, muy consciente de la mirada de Saúl y de Helewise, echó a andar muy lentamente por el sendero, en la dirección opuesta.

Probablemente no encontraría nada, puesto que la corta hierba estaba muy seca, y la tierra, endurecida por el sol. Sin embargo, en la hierba más alta entre el sendero y el estanque algo llamó su atención: diríase que alguien había dado un traspié y resbalado hacia el suelo más blando a orillas del estanque.

Sin apenas esperanza, se arrodilló y avanzó a gatas.

Con mucha suavidad apartó la alta hierba… y distinguió muy claramente las huellas de pies corriendo. Fuera quien fuera, había dado tres… cuatro… cinco pasos en el suelo más blando, acaso mirando por encima del hombro lo que había dejado atrás y sin darse cuenta de que ya no corría por el sendero. Lo seguro era que corría, de eso no cabía duda. Eran huellas de la parte frontal de unos zapatos, cuya punta se había hundido en la tierra, como si el hombre se esforzara al máximo.

Josse examinó las huellas.

Y en ese momento algunas piezas del rompecabezas empezaron a encajar.

Se puso en pie y regresó con la abadesa, indicando al hermano Saúl que se aproximara. Ya no supondría un problema que él o un sinnúmero de personas removiera el suelo, con tal de que nadie borrara esas delatadoras huellas a orillas del estanque. Al menos hasta que Josse encontrara el modo de hacer un molde con ellas.

Helewise ascendió la pendiente hacia la abadía detrás de Josse y el hermano Saúl, a quienes no parecía pesarles su triste carga. La habían tendido sobre una tabla de madera. ¿Sería la misma en que habían llevado a Gunnora?, se preguntó Helewise. Tanto Saúl, a la cabeza, como Josse, a los pies, parecían sumidos en la tristeza.

Entraron en el recinto y el hermano Saúl se volvió hacia ella.

—¿A la enfermería, abadesa?

Ella asintió con la cabeza.

—Sí. Esperad, Saúl, preguntaré a sor Eufemia dónde debemos ponerla.

Se adelantó, y sor Eufemia salió a recibirla. Con un enérgico gesto de la cabeza indicó un reducido pabellón lateral, poco más que una alcoba separada por una cortina. Eufemia, bien lo sabía Helewise, siempre se enfrentaba al dolor con ostentosa eficiencia.

—Aquí, por favor.

Allí habían tendido a Gunnora.

Helewise observó cómo los hombres colocaban el cuerpo de Elvera en el estrecho camastro. Estaban volviéndose para marcharse cuando ella le quitó la túnica al cadáver y se la dio en silencio a Josse. Éste la miró fijamente un momento, y ella se sintió incapaz de leer su expresión. Entonces, con su habitual ligera reverencia, el hombre se fue.

«No merezco una reverencia —pensó Helewise—. Al menos, no esta mañana».

La culpa la agobiaba todavía. Experimentaba una fuerte necesidad de emprender una faena desagradable, de obligarse, por caridad, a hacer algo que odiaba.

Inspiró hondo y dijo a sor Eufemia:

—No es justo que vos sola carguéis con la preparación de una segunda joven víctima, Eufemia. Si me lo permitís, os ayudaré.

Los ojos redondos de sor Eufemia reflejaron asombro.

—Pero, abadesa, vos… —Se interrumpió de golpe, demasiado educada para cuestionar a su superiora, incluso si sabía que Helewise era propensa a las náuseas—. Muy bien —dijo pues—. Lo primero es quitarle el hábito a la pobre moza… está mojado casi hasta la cintura. Le pondremos uno seco para el entierro.

Helewise obligó a sus renuentes manos a ponerse a la obra. Desató la túnica negra y despojó de ella al frío cuerpo de la muerta que Eufemia mantenía incorporada. Las magulladuras del cuello se habían vuelto lívidas y resaltaban aún más que junto al estanque. Cuando la prenda reveló los pechos, Eufemia dejó escapar una exclamación.

—¿Qué pasa? —preguntó Helewise.

Eufemia no contestó, sino que cogió la prenda por el cuello con ambas manos y, con mayor rapidez que Helewise, la bajó hasta los muslos de la muchacha. A continuación desató la ropa interior y también se la quitó.

Entonces, puso una mano sobre el vientre de la muerta, muy abajo, por encima del pubis. Ceñuda, se detuvo un momento y exploró la zona con la mano.

—Abadesa, he de hacer un reconocimiento interno. Disculpadme, pero es necesario.

Helewise abrió la boca para protestar, la cerró y asintió con la cabeza.

No fue capaz de observar.

Al cabo de un rato, Eufemia dijo:

—Ya podéis abrir los ojos. He acabado.

Helewise los abrió y vio con alivio que Eufemia había tapado a Elvera de muslos a hombros con una sábana y estaba quitándole la ropa por debajo de ésta.

Luego, sin mirar a Helewise, explicó:

—Estaba encinta. De unos tres meses, me imagino, puede que algo más. Eso creí cuando vi sus pechos. El pezón oscurecido es una indicación bastante fiable, porque las mozas suelen tenerlos rosados, sobre todo las pelirrojas como ella. Pero, cuando le palpé el vientre, lo supe. Lo noté agrandado.

Conmocionada hasta lo más hondo e incapaz de pronunciar palabra, Helewise clavó la mirada en Eufemia.

Eufemia interpretó erróneamente su expresión.

—Estoy segura, abadesa. No hay duda.

—No dudaba de vuestra palabra. —A Helewise le costaba hablar con la boca de repente seca—. De tres meses, decís.

—Acaso más. El vientre se asoma justo por encima del hueso.

Helewise asintió con aire ausente. Un par de semanas más o menos… daba igual. Lo importante, al menos para Helewise, era que Elvera estaba embarazada antes de entrar en el convento. De al menos dos meses.

—¿Lo sabía… podía saberlo?

—¡Oh, sí! —Con la cabeza, Eufemia subrayó la exclamación—. No podía no saberlo, a menos que fuese del todo inocente, y lo dudo. —Dirigió una mirada afectuosa al cuerpo tendido en el camastro—. Era una pequeña parlanchina y muchas veces había tenido que reprocharle su ligereza, aun en el poco tiempo que llevaba con nosotros. Pero no habría dicho que era la clase de moza que no conoce los hechos de la vida. Habría tenido dos o tres faltas, le habrían dolido los pechos, habría tenido que orinar más de lo normal. Probablemente se habría sentido mareada algunas veces y a veces se habría sentido agotada.

Helewise recordaba bien los síntomas del principio del embarazo.

—Sí.

Su mente se afanaba, tratando de recordar todos los detalles de su pasado que Elvera le había relatado al ser admitida como postulante.

Un pasado que, según se daba cuenta ahora, era mera invención. Pues, aunque no lograba rememorar algunos aspectos, lo que sí recordaba, porque la joven lo había repetido al menos una vez, era que no le interesaban los hombres y que no se imaginaba con hijos.

En vista de este alarmante descubrimiento, ambas declaraciones eran una mentira pura y dura.