Cuando Josse acudió, Helewise llevaba escasos momentos aguardándolo, sentada detrás de la mesa de roble. Inclinó la cabeza en respuesta a su saludo. Antes de que pudiera invitarlo a acomodarse, él anunció que había visto al padre de Gunnora, quien había dado su permiso para enterrarla en Hawkenlye.
—Gracias a Dios —murmuró Helewise con fervor. Aunque mentalmente se centró de inmediato en los detalles del funeral y del lugar donde la enterrarían, se distrajo al darse cuenta de que Josse tenía más que decirle—. Disculpadme —añadió con una sonrisa presta—. ¿Qué otra nueva me traéis?
Él se lo contó.
—Su hermana muerta también, ¡y con tan mala fortuna! —exclamó Helewise. No se acordaba de si sabía que tenía una hermana, pues la entrada de Gunnora al convento la había tratado con el padre y la tía. Lo que sí recordó fue que durante la breve visita el padre, aunque agotado por el viaje, había hecho gala de suficiente energía para echar severas y casi brutales reprimendas a la hermana y a la hija.
—¿Cómo se encuentra sir Alard?
—Moribundo —contestó Josse con la verdad desnuda—. Lo está consumiendo la podredumbre de los pulmones. Me temo que no le queda mucho tiempo.
—Y con ambas hijas muertas no hay nadie a quien dejar sus bienes.
No debería de haber ido directamente a las cuestiones prácticas, se reprendió Helewise, sino haber dedicado unas cuantas palabras al pobre hombre cuya enfermedad había agravado la pérdida de sus dos hijas. Tendría que haber elevado por él una breve y compasiva plegaria.
Sin embargo, Josse no pareció fijarse.
—Iba a preguntaros si en algún momento se dijo que sir Alard legaría su dinero a la abadía —dijo éste—. Me imagino que hubo una dote, pero me preguntaba si querría conseguir la gracia de Dios con un legado al convento.
—Nos entregó la dote de Gunnora, aunque tuve la sensación de que lo hacía de mala gana.
Helewise evocó la escena que había tenido lugar en aquella misma estancia. Hacía un año, sir Alard parecía gravemente enfermo, tanto que a Helewise se le antojó una imprudencia que hubiese hecho el viaje. No es que fuera la clase de hombre al que se le pudiesen decir esas cosas, aun teniendo la oportunidad de hacerlo. Había entrado penosamente, apoyado en la tía de Gunnora y en un pesado bastón; había arrojado una bolsa de monedas sobre la mesa, había deseado a Helewise y a sus monjas suerte con Gunnora y se había alejado, malhumorado, con paso igualmente pesado. Saliendo de su abstracción, la abadesa prosiguió:
—Pero nunca se dijo nada de un legado. —Reflexionó un momento—. No me parece que lo haría, y menos ahora que la muerte ha sacado a su hija de nuestra comunidad.
—¿No es un hombre capaz de gestos magnánimos? —sugirió Josse.
Helewise vaciló. No deseaba hablar mal de un moribundo, pero Josse quería la verdad. Además, no creía que pensara mal de ella si hablaba con franqueza.
—A mí no me lo pareció.
—Mmm —musitó Josse, ceñudo, y Helewise aguardó, a sabiendas de que tarde o temprano le diría lo que estaba pensando—. Todo apunta a que la heredad y el dinero irán a una sobrina. Está recién desposada con un mozo elegante que parece demasiado impaciente por echar mano de la fortuna del tío.
—¿Los conocisteis?
—No. Según me dijeron, la sobrina se encuentra en casa de la familia de su marido, cerca de Hastings. Sin embargo, a él, al esposo, sí lo vi. —Soltó una corta carcajada—. No me causó mucha admiración.
—Es muy poco solícito, ¿no creéis? —comentó Helewise, meditabunda—, que una sobrina que puede heredar los dominios de su tío no esté presente cuando éste se está muriendo.
—Estoy de acuerdo —contestó Josse, ligeramente indignado—. Lo menos que podría hacer, creo, es mostrar cierta deferencia, aunque no derramase lágrimas de sincero pesar.
Helewise estaba a punto de preguntarle qué impresión le habían causado la familia y los antecedentes de Gunnora, cuando recordó un asunto más apremiante.
—No quisiera interrumpiros, pero he mandado llamar a Elvera.
Josse la miró con expresión momentáneamente en blanco.
—¡Ah, sí! La joven postulante, la amiga de Gunnora —exclamó.
—Expresasteis el deseo de hablar con ella.
—Cierto. —Josse le dirigió una sonrisa picara—. Gracias, abadesa.
—He de deciros, antes de que llegue, que se está comportando de modo extraño.
—¿Extraño?
—Distraída, pálida, con los párpados pesados, como si no durmiera bien.
—Sí, yo también me fijé en sus ojos inyectados en sangre.
«¿Ah, sí? —pensó Helewise—. No he de olvidar jamás, ni por un instante, que sois muy observador, Josse d’Acquin».
—¿Creéis que se debe al pesar por su amiga? —estaba preguntando éste.
—Tal vez. Eso, al menos, es lo que me estaba diciendo.
—Pero no os habéis convencido. —De nuevo, la sonrisa—. ¿Por qué no, abadesa?
—Porque su angustia empezó cuando vos llegasteis, sir Josse.
La mirada de Josse se encontró con la suya y ella percibió que pensaba lo mismo que ella.
—Así que no es el asesinato lo que le causa pesar, sino la investigación.
—Sí.
Antes de que pudieran hacer otro comentario, oyeron pasos que se aproximaban, seguidos rápidamente por una llamada a la puerta.
—Adelante.
Sor Ana se asomó.
—Aquí está Elvera —dijo y, apartándose, franqueó el paso a la postulante—. Entra, moza, ¡no va a comerte!
Helewise se percató de que la puerta ocultaba a Josse, quien había empujado su silla hacia atrás. Sor Ana y, más importante aún, Elvera creerían que la abadesa se encontraba a solas.
Elvera dio un paso adelante y sor Ana la siguió.
—Gracias, sor Ana —la despachó Helewise.
—¡Oh, pero…!
Mientras la monja buscaba un pretexto para quedarse, Helewise añadió:
—Estoy segura de que tienes cosas que reclaman tu atención.
Sor Ana echó una última ojeada a Elvera, se volvió y salió, cerrando la puerta con exagerado cuidado.
Elvera permaneció de pie frente a Helewise. Ésta estudió su pálido rostro y su postura tensa. Sí, definitivamente, algo le pasaba. ¿Estaría enferma? ¿Experimentaría algún dolor? Pero, de ser cierto, ¿no se lo habría dicho?
Había un solo modo de averiguarlo. Sosteniendo la mirada de la muchacha, dijo:
—Aquí hay alguien que desea conocerte, Elvera. Te presento a Josse d’Acquin, que viene de parte de nuestro nuevo rey con órdenes de investigar el asesinato de Gunnora.
La primera reacción de Elvera consistió en cerrar los ojos con fuerza y agitar la cabeza, como si bastara con negar la presencia de Josse para hacerlo desaparecer. Mientras Helewise la observaba, abrió lentamente los ojos y se volvió hacia él.
«No carece de valor», pensó Helewise.
—Elvera, como amiga de Gunnora, puedes ayudar a sir Josse diciéndole todo lo que se te ocurra sobre sus últimos días de su vida. Por ejemplo, si algo parecía preocuparla… Si te confió sus angustias secretas.
—O sus esperanzas secretas —agregó Josse, quien, según vio Helewise, miraba a la muchacha con expresión bondadosa—. No te alarmes, Elvera. Me doy cuenta de que perder así a una buena amiga ha de causarte mucha angustia, pero…
—¡No era mi amiga! —espetó Elvera, aferrada a los holgados dobleces del hábito negro sobre sus redondos pechos. La toca negra, que habría afeado a casi cualquier jovencita o mujer, no lograba borrar el vivido atractivo de su rostro, ni siquiera en su estado actual—. ¡Casi no la conocía! ¡Yo sólo llevaba una semana aquí cuando ella murió! ¡No éramos buenas amigas!
—Está bien, Elvera. —No estaba bien en absoluto, pero Helewise no creía que pudieran sacar nada de provecho si no la hacían abandonar ese estado rayano en el pánico—. Entonces, como miembro de esta comunidad, ¿puedes ayudarnos en algo?
—¿Por qué me lo preguntáis a mí? —espetó la muchacha—. Esas viejas monjas ya están hablando de mí, diciendo que qué raro, ¿no?, que Gunnora y yo fuésemos tan amigas. ¡Cualquiera diría que ya nos conocíamos de antes! Por Dios, tenían los ojos bien abiertos cuando sor Ana ha venido a buscarme hace un momento, dando saltos de alegría por encima de sus dichosas coles. —Se interrumpió para recuperar el aliento y, con voz quebrada y el pálido rostro perlado de sudor, agregó—: ¡No mandáis llamar a ninguna de ellas para que el investigador del rey les haga horribles preguntas!
De repente Helewise supo lo que le sucedía: estaba aterrorizada.
Pero, por muy aterrorizada que se sintiera, una postulante no debía hablar a su abadesa en ese tono.
—Elvera, olvidas tu lugar —la reprendió con frialdad—. No eres quién para juzgar mis actos. Has jurado ser obediente.
—Yo… —Elvera libraba una batalla interior. A todas luces deseaba lanzarle una impertinencia, pero algo la detuvo. Bajó los ojos, cambió de expresión y respondió modosamente—: Sí, abadesa.
Su actitud resultaba tan obviamente falsa que casi daba risa.
Josse se puso en pie y fue a pararse junto a Helewise, detrás de la mesa y frente a Elvera.
—Que fuerais amigas o no —observó con afabilidad—, varias personas se dieron cuenta de que tú y Gunnora os llevabais bien. Que reíais juntas, que ella te buscaba a veces y…
—¡No es cierto!
—Elvera, sabemos que lo hacía —interpuso Helewise con gentileza—. Os buscabais la una a la otra. Es un hecho. No tiene sentido negar cosas que más de una persona ha visto y comentado.
—Pues no era culpa mía que viniera a buscarme —alegó Elvera en tono triunfante—. ¿Verdad?
—No —reconoció Josse—. Supongo que no.
—No había hecho amigas en todo el tiempo que llevaba aquí —continuó Elvera, con el aspecto de alguien que ha hallado una salida y se apresura a alcanzarla—. Se sentía sola. Se agarró a mí porque… porque… —De pronto un fruncimiento de ceño oscureció el joven rostro y se borró con igual rapidez—. ¡Porque yo era nueva!
—Porque eras nueva —repitió Helewise.
—¡Sí! ¡Era nueva y no estaba contra ella como todas las demás!
—No deberías hablar así de tus hermanas —dijo Helewise—. Nadie estaba contra Gunnora. Ella misma había elegido pensar sólo en sí misma.
«Dios Santísimo —pensó la abadesa—, estoy juzgándola y, lo que es peor, estoy expresándolo frente a esta moza inquieta».
Como si entendiera sus razones para dejar de hablar, Josse sugirió:
—Elvera, míralo así: Gunnora creía que eras su amiga, le gustaba tu compañía, tu alegría. Seguro que es un consuelo saber que quizá alegraste sus últimos días y…
—¡No!
La palabra pareció escaparse de los labios de la postulante, como si con ella pudiera expresar su tormento. Mientras Helewise y Josse la observaban, cerró los ojos de nuevo y dos lágrimas aparecieron debajo de sus párpados y se escurrieron por sus pálidas mejillas.
Josse, al parecer, no sabía cómo seguir. Por su parte, Helewise tampoco estaba muy segura, pero en su propio despacho y en su propia abadía le correspondía hacer algo.
—Elvera, entiendo tu dolor, mas tienes que decirnos todo lo que pueda ayudarnos —le pidió con suavidad—. Piensa un momento en ese último día. Os oyeron a ti y a Gunnora reír fuera de la enfermería. Y sor Eufemia…
—Salió furiosa de su hospital y nos reprendió con severidad —manifestó Elvera, malhumorada—. Sobre todo a Gunnora, porque era mayor que yo. Pero también a mí… me reprendió. Me dijo que era una niña, que tenía que crecer.
—Olvídalo —la interrumpió Helewise—. ¿Volviste a ver a Gunnora ese día?
—Claro que sí. En el refectorio, en las misas, aquí y allí en la abadía.
—Quiero decir que si la viste a solas. —No cabía duda de que Elvera la había entendido.
—No. —Elvera levantó la cabeza y miró directamente a los ojos de Helewise, con una expresión extrañamente pagada de sí misma—. Le dijisteis que no debíamos vernos, ¿verdad?
—¡Ese día no! —exclamó Helewise. Seguro que eso también lo sabía. ¡Ay, la entrevista no hacía más que dar vueltas!—. Respetamos tus sentimientos, Elvera, y sabemos lo que estás pasando, pero…
—No, no lo sabéis. —Elvera habló tan bajito que la abadesa casi no la oyó—. No podríais saberlo.
—Queremos ayudar —interpuso Josse—. Hemos de encontrar a su asesino, Elvera. Debe ser juzgado y castigado por su crimen.
Josse, de esto se daba perfecta cuenta la abadesa, trataba de tranquilizar a la muchacha, alentarla para que se uniera a ellos en la búsqueda del asesino.
Pero, cuando Elvera volvió a levantar la cabeza, no parecía ni más tranquila ni alentada. Diríase más bien que había envejecido diez años.
—Lo sé —respondió sin inflexión.
Y, sin esperar a que le dieran permiso, giró sobre los talones y salió silenciosamente.
Helewise se quedó mirando la puerta y sintió que Josse se movía a sus espaldas, regresaba a su silla.
—¿Qué os pareció eso? —preguntó él.
—Tiene miedo.
—Sin duda.
—Sabe mucho más de lo que nos ha dicho.
—¡No nos ha dicho nada!
Helewise percibió su frustración.
—Lo siento, sir Josse. Como decís, nos ayudó bien poco.
—Es lista, no cabe duda —musitó Josse—. No tanto como cree, pero no es de las que dejan que la obliguen a contar sus secretos sólo porque se lo ordene alguien con autoridad.
—He hecho cuanto he podido.
Josse sonrió.
—Sí y os lo agradezco, abadesa. —En su rostro volvió a aparecer el entrecejo fruncido—. ¿Por qué niega la amistad? ¿Creéis que la explicación es que era Gunnora la que la buscaba y ella le seguía la corriente?
—De eso nada. Para empezar, no sucedió así… Vi con mis propios ojos que Elvera iba detrás de ella. Además, Gunnora no era de las que tratan de caer en gracia a otras personas.
—Mmm. Entonces, ¿por qué mentir?
—Se horrorizó cuando os vio escondido detrás de la puerta —comentó Helewise.
—Muchas personas reaccionan así. —Sonrió—. Antes decían que de joven era buen mozo.
De modo absurdo y nada decoroso, Helewise tuvo que contener el deseo de reír. Recuperó la compostura y preguntó:
—¿Observasteis su cara cuando dijisteis que había dado un poco de felicidad a Gunnora en sus últimos días de vida? ¿Y luego su expresión cuando hablasteis del asesino de Gunnora?
—Sí. —Josse asintió con la cabeza—. Continuad.
Aunque la abadesa tuvo la sensación de que ya sabía lo que iba a decir, prosiguió:
—Creo, sir Josse, que nuestra pequeña Elvera lleva una pesada carga de culpa.
Todavía asintiendo con la cabeza, Josse contestó:
—Excepcionalmente pesada.
Entre completas y maitines, cuando la mayoría de las hermanas gozaba del primer sueño que viene después de una ajetreada jornada y de una conciencia limpia, alguien andaba por ahí.
Al igual que Gunnora la noche de su muerte, alguien cruzó a hurtadillas el dormitorio y bajó por la escalera, evitando el tercer peldaño. Se abrió paso entre las sombras hasta el portón trasero, deslizó los pestillos y salió al sendero.
La delgada figura se quitó el corto y feo velo y la suave luz de la luna destelló en su cabello, libre aún de griñón e impla. La chica respiró hondo, andando a buen paso sobre la corta hierba, diríase que feliz de encontrarse fuera del confinamiento de los muros del convento y lejos un ratito de la vista de las chismosas y vigilantes monjas.
No había nada vacilante en su andar; un observador habría supuesto que lo había hecho antes, y habría acertado. La única manera de tener un encuentro privado con alguien de fuera del convento consistía en salir de noche. Y ella deseaba estos encuentros. ¡Cómo los deseaba! Los deseaba, los necesitaba, por más de una razón.
Al acercarse al lugar del encuentro, oculta por los matorrales a un lado del sendero, echó a correr, «¡Ojalá esté allí! ¡Tiene que estarlo! ¡Es el día de la semana en que siempre espera!».
Salió del sendero y se metió en los arbustos. Lo llamó suavemente, esperó una respuesta.
Nada.
Volvió a llamarlo, se adentró aún más entre los arbustos.
Y entonces, totalmente quieta para oír bien, percibió unos pasos.
Se volvió con una sonrisa de alivio y de amor.
Y, mientras él se aproximaba, corrió a arrojarse en sus brazos.