Capítulo ocho

Josse llegó a la abadía de Hawkenlye ya avanzada la tarde. No se había apresurado: por una parte, hacía demasiado calor y, por otra, tenía mucho en que pensar.

No había nadie a la vista cuando llegó al portón, que estaba cerrado. Sin embargo, al oír los cascos de un caballo, un hermano lego salió de las cuadras y se apresuró a abrir la pesada cadena. Al parecer reconoció a Josse, lo cual, aunque inesperado, resultó muy útil, pues Josse no lo reconoció a él. Cogió la cabalgadura en cuanto Josse desmontó y le informó que las hermanas estaban practicando sus devociones.

A Josse se le fue el alma a los pies. Se sentía cansado, hambriento, sediento y en las últimas dos leguas no había pensado más que en la posibilidad de sentarse con la abadesa en su fresco y pacífico despacho y explayarse sobre los antecedentes familiares de la difunta Gunnora de Winnowlands, mientras la abadesa, tras ofrecerle un frío y delicioso vino y un trozo de pan, lo escuchaba embelesada.

Bueno, de todos modos era una imagen bastante improbable… pero un hombre podía soñar, ¿no?

Con tiempo en las manos, decidió que era un momento oportuno para ir al valle y echar un vistazo al manantial sagrado.

Siguió el sendero que él y la abadesa habían tomado el día anterior. El sol calentaba todavía lo suficiente para suprimir toda actividad de animales e insectos en la larga hierba a ambos lados del sendero. No obstante, al detenerse un momento a escuchar, oyó un suave y lejano zumbido, como de mil abejas ajetreadas a la sombra y fuera de la vista.

En esta ocasión permaneció en el sendero principal y, al cabo de escasos minutos, se encontró frente al edificio donde residían los monjes, pequeño y relativamente humilde. La casa achaparrada y bastante exigua, hecha de adobe, se hallaba entre las sombras bajo su tejado de paja. Las ramas que un trío de castaños extendían sobre ella aumentaban la sensación de penumbra. Como en la abadía, no había nadie: era de suponer que los monjes estaban rezando con las hermanas.

Dejándose dominar por la curiosidad, Josse se asomó por la puerta abierta. El suelo era de tierra batida y el mobiliario consistía en bancos a ambos lados de una tosca mesa. Una colgadura, corrida de día, separaba esta estancia del dormitorio, a su vez dividido, sin duda para que los monjes no durmieran junto a los hermanos legos. Tanto los primeros como los segundos dormían en delgados jergones de paja y diríase que las mantas cuidadosamente dobladas proporcionarían poco calor y ninguna suavidad. *** NO HAY *** ahora, en pleno verano caliente, la habitación se sentía húmeda y olía ligeramente a moho. Debajo del moho subyacía otro olor aún más desagradable. O bien los monjes no habían situado el retrete lo bastante lejos del dormitorio o el hedor de los excrementos se mezclaba con el adobe de las paredes.

Debía de ser todavía peor en invierno, se dijo Josse al retroceder, sobre todo para los monjes que padecieran el paralizante dolor que engendra la humedad en las articulaciones. Y en aquel verde y sombreado valle tan cerca del manantial, el aire no estaría nunca seco.

Avanzó hacia el santuario y el sencillo cobertizo adjunto que servía de refugio. Dentro de éste distinguió bancos, un reducido hogar, de momento barrido y vacío, y, sobre un estante de madera, burdas tazas y jarras de barro. Fuera del camino, debajo de uno de los bancos, había más jergones, enrollados en este caso y bien atados. A los peregrinos, observó Josse, se los atendía bien pero sin el menor lujo. Bueno, sin duda quienes acudían a suplicar, sinceros de corazón y devotos, no esperarían más. ¿Acaso no bastarían los poderes curativos del agua bendita?

Al oír a Josse aproximarse, otro hermano lego salió de detrás del cobertizo, escoba en mano, descalzo, con las mangas arremangadas y el largo hábito pardo recogido. Él también pareció reconocerlo; en todo caso, no le preguntó qué lo había llevado allí ni lo tomó por un peregrino necesitado del agua milagrosa, sino que, con un gesto vagamente aprobador de la cabeza, se limitó a decir:

—Querréis ver el interior del santuario de Nuestra Señora. Adelante, milord, es todo vuestro. —Y al punto regresó a la sucia tarea de barrer la inmundicia que se había acumulado detrás del cobertizo.

Josse descendió por el trillado camino. Aunque no sabía lo que buscaba, tenía la fuerte impresión de que debía mantenerse alerta, aguzar todos los sentidos.

Permaneció un rato delante del pequeño edificio con la vista fija en la alta cruz de madera del tejado y viendo cómo se había construido el santuario. El manantial, al parecer, surgía de una pequeña y profunda depresión en el suelo y el santuario constaba apenas de un tejado y dos paredes; las otras dos las conformaba el rocoso afloramiento que flanqueaba el manantial. Eran paredes hechas económicamente de adobe; pero, a diferencia de las de la casita de los monjes, las sostenían unos pilares de piedra y una puerta de madera con dintel de aspecto sólido, que en este momento se hallaba entreabierta.

Josse la empujó y penetró en el húmedo frescor del santuario.

De pie en el umbral, obstruía casi enteramente la única luz, que entraba por la puerta. Esperó a que sus ojos se ajustaran a la oscuridad y avanzó un par de pasos. Bajo sus pies, el suelo era de la misma tierra batida que el de la casita de los monjes y diríase que no habían alisado las paredes de roca; como resultado, el santuario daba una sensación de naturalidad, un efecto agradable que parecía decir: éste es el hogar de la Santa Virgen y nosotros no hacemos más que atenderlo.

El agua rezumaba de una grieta en el fondo del santuario, donde se juntaban los dos muros de roca. En los incontables años que llevaba manando del suelo, había formado un pequeño estanque; el sonido del agua resultaba soporífero, relajante, y durante un breve instante Josse se sintió tentado de apoyarse en la pared y descansar.

No. Tenía cosas que hacer.

Avanzó de nuevo y distinguió un corto tramo de escalones que llevaba al borde del estanque. Habían tallado los escalones en la roca y la condensación los mantenía húmedos. Al empezar a bajar, Josse se percató de que resultaban sumamente resbaladizos. Apoyó una mano en la pared para mantener el equilibrio y experimentó una fugaz sensación de compañerismo con los incontables visitantes que, habiendo perdido pie como él, se habían aferrado al mismo lugar.

Se detuvo en el antepenúltimo escalón y contempló la estatua de la Virgen.

Alguien había hecho lo posible para que éste, el único elemento del santuario fabricado por humanos, fuese bello. Y, efectivamente, la talla de madera oscura lo era. Encima del manantial, con los pies a la altura de los ojos del visitante y las manos tendidas con las palmas hacia arriba, la Virgen parecía invitar: «Ven, bebe mi agua curativa». Su delgada y grácil silueta estaba envuelta en una elegante capa con capucha, y tenía la cabeza inclinada con una sonrisa distante pero acogedora. Encima de su cabeza, un halo, un círculo perfecto de generosas proporciones, hacía resaltar su santidad.

Mientras miraba a la Virgen, Josse se fijó en el astuto diseño de la plataforma sobre la que se hallaba: su forma copiaba la del halo y su superficie era como un espejo; diríase que la Virgen podía ver en el manantial su propio rostro enmarcado por el halo, un rostro que correspondía a su sonrisa.

Un concepto muy original y convincente, sin duda. Josse salvó los últimos escalones y la examinó mejor. La plataforma encajada en la roca sobresalía unos cuatro o cinco palmos; para aguantar el peso de la estatua la habían fijado por abajo, aunque desde arriba no se notaba. Estaba hecha de la misma madera oscura que la estatua, pero una capa de plata recubría la superficie superior. Los delicados pies desnudos de la Virgen formaban un agradable contraste con el brillante metal. Josse se dio cuenta de que tenía la vista clavada en los dedos de estos pies y no se sorprendió al tomar conciencia de que sonreía.

Un lugar impresionante, este santuario, decidió al volver a subir. Se entendía que hubiese impulsado a los hombres a sentir reverencia; allí resultaba fácil creer que la Santa Madre había deseado la creación de este nuevo e importante centro de curación. Conmovido, se detuvo en lo alto de la escalera, se volvió nuevamente hacia la Virgen y, dejándose caer de rodillas, empezó a rezar.

Esa tarde, durante las devociones, Helewise padeció una nada característica incapacidad para concentrarse. En realidad, no era que su cerebro no fuera capaz de concentrarse, sino que se negaba a concentrarse en las oraciones. Con un gran esfuerzo arrojó implacablemente al fondo de su mente todos los inquietantes asuntos que clamaban por su atención y se obligó a escuchar al coro de monjas.

Después, al salir de la capilla, se sintió más animada, con la mente de pronto más perspicaz, como si se tratase de una recompensa divina por su empeño. Mientras pasaba bajo el arco del claustro, el hermano lego Michael salió de las cuadras y le informó que Josse d’Acquin había regresado y había ido al santuario.

Helewise le dio las gracias, se dirigió con paso mesurado a un lugar sombreado a poniente del claustro y, dejándose caer sobre el banco de piedra pegado a todo lo largo del interior del muro, puso orden en sus pensamientos con toda presteza.

Josse le llevaría información, de eso no cabía duda. Como mínimo, un mensaje del padre de Gunnora. Pero habría más, pues se había dado cuenta de que Josse d’Acquin era de los que no quedaban satisfechos con lo que las personas decidieran decirles si existía una posibilidad, por remota que fuera, de sonsacarles algo más.

«Y yo ¿qué tengo que decirle?», se preguntó.

Ahora que podía volver a los asuntos que distraían su atención en la iglesia, los ordenó.

Lo primero y más importante era la postulante Elvera, que había cambiado desde la muerte de Gunnora. Aunque al principio había resultado casi imperceptible, el ritmo del cambio se había acelerado de repente, hasta que, en las últimas veinticuatro horas, la joven parecía otra persona.

«Lo habría entendido —se dijo Helewise— si esta transformación se hubiese producido en cuanto nos enteramos de la muerte de Gunnora». Después de todo, se caían bien y ¿qué había más comprensible que el que a Elvera la embargaran el pesar y el horror por el asesinato de su amiga? Si bien no parecía ser la clase de persona que necesitaba apoyarse en alguien —Helewise habría dicho más bien que era todo lo contrario—, no siempre se sabía. Era posible que lo extraño de su nueva vida entre las paredes de la abadía la hiciera comportarse de una manera que no encajaba con su carácter, la hiciera padecer una rara sensación de encontrarse perdida, de necesitar la influencia estabilizadora de una hermana más segura en la vida religiosa.

Sólo que, si ése fuese el caso, Elvera se habría aferrado a una de las hermanas que diera muestras de poseer esta seguridad. Una muchacha con su inteligencia, y a todas luces Elvera estaba dotada con una inteligencia considerable, no habría escogido a Gunnora.

Apartando de la mente esta curiosa distracción, Helewise volvió a centrarse en el cambio de actitud de Elvera.

No. Durante una semana después del asesinato, más de una semana, había actuado como siempre. Horrorizada como todas, claro. Sin embargo, de haber tenido que valorar su reacción, Helewise habría dicho que era menor de lo que se habría esperado de ella. Había suprimido la risa, si bien Helewise tenía la fuerte impresión de que era más para guardar las formas, dado que nadie había esbozado la más débil de las sonrisas desde la muerte de Gunnora.

La situación no era la misma ahora. Ahora Elvera estaba pálida y distraída, y su joven y lisa frente, ceñuda. Casi podía decirse, pensaba Helewise, que hasta ahora no había captado la realidad de lo ocurrido.

¿Se trataba de eso? ¿Acaso se trataba sencillamente de un efecto retardado? Helewise ya había visto este fenómeno, después de daños físicos o de la pérdida de un ser querido.

Negó lentamente con la cabeza. No, ésta no era la respuesta, de eso estaba segura, por mucho que la tentara aceptarla y abandonar el asunto. No. Algo había trastornado a Elvera, algo que había tenido lugar tras la muerte de Gunnora.

Hacía veinticuatro horas que Elvera se había transformado. Y hacía veinticuatro horas que Josse d’Acquin había irrumpido en sus vidas y partido con la misma rapidez. Y en la abadía todos sabían a qué había venido y adonde había ido.

Demasiada coincidencia para descartarla. A todas luces, debía concluir que algo en Josse la había trastornado o, más bien, algo en su misión ante la familia de Gunnora.

¿Por qué la angustiaba lo uno o lo otro? ¿Por qué a Elvera, entre todas las personas? La más joven de las hermanas, la más recientemente llegada, la única a quien se habría podido calificar de amiga de Gunnora, aun en la acepción más imprecisa del término. Helewise restó importancia a un incomprensible presentimiento. «Estoy siendo inútilmente dramática —se dijo—. Me estoy dejando llevar por la imaginación, creyendo que existe un misterio, una intriga, cuando lo más probable es que Elvera sufra sencillamente de una reacción a lo que fue, después de todo, un hecho horrible. Y, claro, de cierta aprensión, pues, siendo tan inteligente, ha de haber deducido que tarde o temprano tendría que hablar con el hombre que ha venido a investigar la muerte de Gunnora».

«Sí, Josse dijo que quería hablar con la moza —recordó Helewise—. Cuando le comenté que probablemente no duraría mucho en la abadía, dijo: “No la dejéis marchar hasta que haya hablado con ella”. No pudo hacerlo antes de ir a Winnowlands, pero ahora tendrá mucho tiempo».

Se puso de pie, abandonó el claustro y fue a la entrada trasera de la abadía. Avanzó sobre el sendero hasta poder ver el valle y distinguió una figura familiar que emprendía la caminata de vuelta a la abadía.

Sonrió para sí misma y desanduvo su camino. Al regresar a su despacho, llamó a una de las novicias.

—Sor Ana.

Sor Ana hizo una reverencia bastante patosa.

—¿Sí, abadesa?

—Busca a la postulante Elvera. Creo que estará con sor Beata en el herbolario. Cuando la encuentres, dile que venga a verme.

—¿A quién?

Sor Ana, se dijo con resignación Helewise, no era la más lista de las mujeres.

—A Elvera, sor Ana. —Se reprochó su momentánea irritación y se obligó a sonreír—. Ten la amabilidad.

Sor Ana consiguió parecer tan interesada como escandalizada. Una convocatoria de la abadesa era, o podía ser, grave. ¡Y que mandara llamar a una postulante! ¿Qué podría haber hecho? Helewise se imaginó las espeluznantes posibilidades que daban vueltas en la mente de sor Ana.

Ya había suficiente chismorreo y especulación en la abadía, de modo que, con una mirada reprobadora, dijo:

—Esto no interesa más que a Elvera y a mí, sor Ana. Ahora, ve a buscarla.

—Tenéis razón, abadesa. —Sor Ana no parecía muy contrita—. Disculpadme, abadesa.

Helewise observó cómo se alejaba rápidamente, con el velo blanco agitándose y los grandes pies resbalándose en los zuecos de madera. La manera que tenía sor Ana de servir a Dios en la comunidad de Hawkenlye consistía en atender el huerto. Bueno, se dijo Helewise, producir una grande y sabrosa col era tan importante y sin duda tan agradable a los ojos del Señor como pasar gran parte del día especulando en vano sobre los motivos de una pobre postulante inocente.

Descartó tanto las coles de sor Ana como sus propios tristes pensamientos, dio media vuelta y se encaminó hacia su despacho. Seguro que Josse la buscaría allí. Sería interesante observar la reacción de Elvera cuando se encontraran cara a cara.