Sumido en sus propias preocupaciones, Will casi no levantó la cabeza cuando Josse le preguntó desenfadadamente dónde encontrar a lord Brice. Le dio unas breves instrucciones, que resultaron muy precisas y fáciles de seguir, y, como si se le ocurriera de repente, mencionó que probablemente no lo encontraría en su casa, pues según los rumores Brice de Rotherbridge había ido a Canterbury.
—Pero encontraréis a su hermano —añadió, con un gesto que podía interpretarse como desdeñoso—. El joven lord Olivar suele andar por ahí. —Will le dirigió una significativa mirada—. Podría decirse que vigilando.
Como sospechaba que ya no averiguaría nada más, y de hecho Will había girado sobre los talones y volvía a la tarea que lo ocupaba en el sótano, Josse fue en busca de cualquiera de los hermanos Rotherbridge, o de ambos.
Los dominios de Rotherbridge limitaban con los de Winnowlands en el este y en el sur. Brice poseía una buena zona de pastoreo y de terrenos arables, pero la mayor parte del dominio consistía en terrenos pantanosos; sin duda poseía suficientes corderos para ser un hombre muy acaudalado, reflexionó Josse. La lana inglesa empezaba a adquirir fama en los mercados de Francia y de Flandes, por lo que con ella se podía hacer fortuna y, a juzgar por la casa solariega recién ampliada, Brice de Rotherbridge estaba ocupado construyendo la suya.
«No es de sorprender —pensó al avanzar por el sendero que llevaba a la casa— que Alard quisiera aliarse con este hombre. No sólo son vecinos, y acaso Alard haya echado una que otra mirada codiciosa a los pastizales de Brice, sino que Brice es la suerte de marido que un padre querría para su hija… al menos en lo referente a la posición social y a la riqueza». ¿Le habría importado a Alard que otros aspectos lo hicieran menos deseable? ¿Conocía estos aspectos, si no era por las habladurías de los criados?
Sí. Seguro que los conocía. Gunnora debía de habérselo dicho. Sin duda durante una de esas largas discusiones entre el padre furioso y resuelto y la hija obstinada, le habría dicho algo como «no voy a casarme con él, es una bestia».
Tal vez no se lo dijera, pues no había hecho falta presionar a Dillian para que se casara con él.
Había algo allí, pensó Josse al entrar en el sombreado patio de la casa solariega. Y con suerte algo se lo explicaría.
—¡Hola! —gritó, sin desmontar—. ¡Milord Brice! ¡Milord Olivar!
Nadie contestó durante un rato, aunque le pareció oír a alguien moverse en el interior.
—¡Hola! —volvió a gritar.
—Ya voy, ya voy —contestó una voz femenina, de repente alta en la quietud del calor—. No puedo hacer dos cosas a la vez, y ese bobo lo echará todo a perder si no le digo exactamente cómo hacerlo. Debería ser más listo, pero ahí lo tiene. Algunos nacen idiotas y se quedan idiotas. Ahora, milord, ¿qué puedo hacer por vos?
Había salido de la casa hablando y continuó haciéndolo al acercarse a Josse. De edad relativamente avanzada, entrada en carnes, cojeaba de tal modo que con cada paso se echaba hacia la derecha. Llevaba un sencillo vestido pardo y, encima de éste, un delantal blanco con el que se secaba las manos, endurecidas por el trabajo.
Con la ferviente esperanza de que el flujo ininterrumpido de palabras indicara un talante dispuesto a departir con los extraños, Josse respondió:
—He venido en busca de Brice de Rotherbridge. —E, improvisando, agregó—: A expresarle mis condolencias por la muerte de su esposa.
El curtido rostro, que hasta ese momento lucía un rictus de inquisitivo interés, se llenó de tristeza.
—Sí, sí —murmuró la mujer, que soltó un largo suspiro y repitió—: Sí.
Josse aguardó. ¿Convendría alentarla un poco?
—He venido de Winnowlands… y…
—¡Ese pobre viejo! —exclamó la mujer—. ¡Primero Dillian y luego Gunnora! Si esta doble tragedia no lo lleva a la tumba, quisiera saber qué lo hará. ¿Cómo está, milord?
—No está bien. Él…
—No, claro. Ni lo estarán los que tienen la mala suerte de depender de él. El amo no está aquí —añadió, cambiando de pronto a un tema práctico—. Ha ido a Canterbury, milord.
No dio más explicaciones. De hecho, pensó Josse, ¿por qué habría de darlas? De modo que repitió, con un tono de delicada interrogación:
—¿Canterbury?
—Eso es. Para desnudar su alma con los buenos frailes, hacer penitencia, recibir su castigo y que celebren una misa para ella, que en paz descanse.
—Amén. —¿Por qué hacía penitencia Brice?, se preguntó Josse. No convenía preguntarlo. Además, si fingía saber de qué se trataba, la anciana seguramente le confiaría más secretos—. Me imagino que se sentirá más tranquilo después.
Ella le dirigió una mirada de reojo, como si se preguntara cuánto sabía de verdad y cuánto adivinaba. Tras una pausa bastante incómoda en que los hundidos ojos castaños lo observaron con expresión penetrante, pareció aceptar el engaño.
—Supongo que sí —convino de mala gana—. Aunque no sé cómo afectan estas cosas a los hombres, eso digo yo.
Otra larga mirada escrutadora, bajo la cual Josse hizo lo posible por conservar una expresión afable y sincera y mostrar lo que esperaba fuera la imagen de un angustiado amigo de la familia que acudía a dar el pésame.
Debió de convencerla pues, volviéndose hacia la casa, gritó:
—¡Ossie! ¡Ven aquí ahora mismo, mozo!
Demasiado pronto para no haber estado espiando, apareció un muchacho de unos catorce años, larguirucho, con espinillas en la cara y madejas de cabello grasiento cayéndole sobre la frente baja, la personificación misma del despuntar de la adolescencia.
—Coge la montura del caballero —le ordenó la mujer—. ¡Ocúpate de ello! —A todas luces otorgaba escasa importancia al género del equino—. Y regresa a la estufa. ¡No te atrevas a dejar que se pegue porque serás tú el que lave mi olla!
—No, Matilde.
El chico esbozó una fugaz y picara sonrisa para beneficio de Josse. Éste observó un diente roto y descolorido que sin duda pronto le causaría un dolor terrible, si es que no se lo provocaba ya. Desmontó y le dio las riendas.
Y, con un gesto de la cabeza, Matilde precedió a Josse a la fresca sala de la casa solariega de los Rotherbridge.
—¿Os sirvo cerveza, milord? —ofreció, a la vez que se dirigía hacia un recipiente de peltre cubierto que se hallaba sobre una larga mesa lateral. Hospitalaria, aquella casa.
—Sí, gracias.
La mujer llenó una jarra y observó cómo bebía el líquido.
—Es un día que da mucha sed —comentó—. ¿Venís de lejos?
Lo estaba sondeando, decidió Josse.
—Dormí en Newenden anoche.
—Mmm. ¿Encontrasteis allí un lugar donde reposar la cabeza que no os pusiera la piel de gallina? —Y, antes de que Josse tuviera ocasión de contestar, preguntó a bocajarro—: ¿Conocíais bien a milady Dillian?
—No, no la conocía —fue la verídica respuesta—. A quien conocía era a Gunnora. —Esto ya no era tan verídico. De hecho, no lo era en absoluto.
—Gunnora. —Matilde asintió con la cabeza—. Entró en un convento.
—Sí, en la abadía de Hawkenlye. Conozco a la abadesa. —Esto sí que era verídico—. Mi misión era, ante todo, la de hablar con sir Alard sobre qué hacer con el cuerpo de la pobre moza.
—Seguro que os habrá dicho que hagáis lo que os plazca —repuso Matilde con devastadora precisión.
—Más o menos —convino Josse, y se arriesgó—: Una pena, que no hayan hecho las paces antes de que muriera.
—Sí. Sí. —No se había equivocado de camino—. Nadie debería morir cuando hay desavenencias entre él y los suyos, ¿verdad, milord?
—No —aceptó Josse en tono solemne.
—Aunque no fue todo culpa de él. Era una criatura difícil, esa Gunnora. No me habría gustado tener que estar en su servicio, os lo aseguro. ¡Qué diferencia con Dillian! —La expresión del arrugado rostro se suavizó.
En opinión de Josse, Matilde se encontraba en esa etapa del luto en que se necesita hablar sin parar del difunto, de cantar sus alabanzas como si esto pudiera contar en el delicado trámite del juicio de su alma. Como una oración constante para las almas en el purgatorio.
Mas él no estaba allí para hablar de Dillian, al menos no sólo de ella.
Cuando Matilde se interrumpió para respirar, y no parecía que necesitara respirar muy a menudo, él interpuso con suavidad:
—Gunnora tenía… ¿qué?… dos años más, ¿verdad?
—Cuatro. —Respondió Matilde, tragándose el anzuelo—. Pero yo diría que parecía tener más. Era como una vieja. También es cierto que la cargaron de responsabilidades desde muy niña, habiendo perdido a su madre como la perdió.
—Claro. —Josse asintió con la cabeza, como si supiera cómo la había perdido—. Nunca es fácil para una moza perder a su madre.
—No, no lo es. —Matilde se inclinó y casi susurró—: Pero era una criatura extraña, aun antes de que ocurriera. Y nunca dejó que él la consintiera como consintió a su hermana. No me extrañaría que lo culpara a él… y a su riqueza… por la muerte de su madre. Tiene sentido. Lady Margaret no debió tener otro hijo, pero así son las cosas. Los hombres quieren herederos varones y no hay más que decir. Sólo que no fue un varón, sino Dillian. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Dillian nunca lo culpó, pero era muy pequeña cuando perdió a su madre. No contaba ni un año, y seguro que no tenía más recuerdos de lady Margaret que los que le han contado. En Gunnora, en cambio, la pérdida hizo que repudiara todo lo que él podía darle. Y, claro, por eso no quiso casarse con Brice. Para empezar, se trataba de otro plan de su padre, algo que ella no iba a sufrir, y, además, habría sido más de lo mismo. De ser hija de rico habría pasado a ser esposa de rico. Y ella creía que eso era lo que había matado a su madre.
Efectivamente. Un razonamiento sólido, el de esta mujer tan observadora.
—Pobre Gunnora —murmuró.
—¿Pobre? —Matilde ladeó la cabeza, diríase que meditándolo—. Sí, pobre por haber muerto a manos de un asesino. Pero, si se hubiese casado con lord Brice, milord, habría muerto como su hermana. De hecho, Dillian murió en su lugar.
Y esto era imperdonable en opinión de la anciana, pensó Josse al ver el resentimiento en su cara.
—¿Cómo murió Dillian?
Si a Matilde la sorprendió que no lo supiera, no lo demostró.
—Habían vuelto a reñir, ella y Brice —dijo en voz queda—. Siempre reñían. Él lo empezó. —Miró a Josse de reojo, como para ver cómo reaccionaría al oír a una criada criticar a su amo, pero él le sonrió, alentador—. Odio decirlo —continuó, obviamente nada dispuesta a callar—, pero ya no era la misma que cuando se casó. El amo es un hombre duro, le gusta que las cosas se hagan a su modo. Tiene por costumbre que lo obedezcan y, como era mucho mayor que Dillian, creía que con sólo decirle que saltara, ella saltaría. No aceptaba su carácter. Ella le siguió la corriente al principio. Yo creo, milord, que lo quería, o al menos creía amarlo, que es lo mismo, y se esforzaba en darle gusto en todo. Pero él no daba su brazo a torcer. Sólo ella daba y renunciaba, y cuando empezó a hacerle frente, pues… —Otro suspiro—. Cuando se dio cuenta de cómo era el amo, se escandalizó y al cambiar lo escandalizó a él. Comenzaron a gritarse y él empezó a golpearla. Muchas veces le he curado heridas y cardenales, pobre moza. Y… —echó una ojeada alrededor para asegurarse de que estuvieran solos— solía forzarla, ¿sabéis? —Josse, por desgracia, sabía a qué se refería—. Quería un hijo. Un hijo varón. Y a ella, pobre Dillian, aunque le hubiese gustado tener un hijo, no le gustaba hacer lo que engendra a los niños, al menos no con él. Por eso reñían esa mañana. Ella salió corriendo de su dormitorio envuelta en una capa, con el cabello revuelto, marcas de dedos en las pobres mejillas pálidas porque le había dado un cachete, y gritando: «¡No voy a quedarme aquí con vos! ¡Os odio!». Bajó volando hasta el patio y, por mala fortuna, el primer caballo que vio fue el del amo, que se encontraba allí todavía después de que el amo había ido a cabalgar esa mañana… Le gustaba cabalgar temprano, antes de desayunar, y después subía con Dillian.
—Entiendo.
—Así que lleva el caballo hasta el montador, echa la pierna desnuda sobre el lomo, coge las riendas y le da un puntapié en el ijar con los talones. Bueno, el caballo estaba ahí, sin meterse en nada, esperando comer un poco, me imagino, cuando de pronto esta vocinglera criatura se pone a sobarlo, y al caballo no le gusta. Levanta la cabeza, echa coces y galopa, atraviesa el portal. Pero cuando la bestia saltó esa acequia ahí abajo, milord, Dillian se cayó.
El eco de la triste voz de Matilde murió. Josse se imaginó la escena, evocó la menuda figura envuelta en una capa, tratando de aferrarse con las piernas desnudas a un caballo demasiado grande y fuerte para ella.
—¿Fue… fue aprisa? —preguntó.
Le parecía importante saber que Dillian no había sufrido.
—Sí. Murió en seguida, dicen. Se rompió el pescuezo. Trajeron su pobre cuerpo a casa como un fardo. Lo pusieron aquí, junto al hogar.
Josse miró el punto que le indicaba Matilde.
—Y Brice ¿qué hizo?
—Se llenó de ira al principio. No dejaba de pegar gritos contra su insensatez. Luego, cuando se dio cuenta de que había muerto, sintió remordimientos. No es un hombre malo, milord —dijo con sinceridad, repitiendo, sin saberlo, lo que Will había dicho sobre Alard—. Es arrebatado, como todos en su familia, y piensa más en sus propias necesidades que en las de los otros, pero, a ver, enséñeme un hombre que no sea así. —Josse podría haberle enseñado bastantes, mas guardó un prudente silencio—. De todos modos, ahora se arrepiente. Se culpa a sí mismo, dice que no debió ser tan brutal con ella y que si no lo hubiese sido, si no le hubiese levantado la mano y hubiese sido más bueno con ella, nunca habría salido tan aprisa y estaría viva. Por eso ha ido a Canterbury. Tiene sentido. Un hombre como él, lleno de vigor, no sentirá que se ha limpiado bien el alma hasta que alguien le saque el pecado con azotes. Seguro que lo están azotando ahora mismo, y esos monjes lo hacen con toda la fuerza del brazo derecho.
No daba la impresión de lamentarlo, más bien al contrario.
Matilde se fijó en la jarra vacía de Josse y le sirvió más cerveza.
—Gracias —dijo Josse y, tras tomar un sorbo, preguntó—: ¿Está aquí lord Olivar? Quizá pueda darle a él mi mensaje.
—Sí que podría, si se encontrara en casa. Pero no está. Ha ido a Canterbury también.
—¿También tiene una muerte en la conciencia? —inquirió Josse en tono ligeramente jocoso, y Matilde le sonrió.
—No. Ha ido a acompañar a su hermano, para asegurarse de que no haga demasiada penitencia. Al menos eso es lo que quiere que pensemos. —Le guiñó un ojo—. El hecho es que nuestro joven lord Olivar va a la ciudad siempre que puede. Tiene la sangre caliente, no sé si me entendéis.
Otro guiño, y Josse pensó que la entendía perfectamente.
—Ya veo.
Tomó un poco más de cerveza, una buena cerveza, bien fresca por haber permanecido en la sala. Repasó mentalmente la conversación. Había averiguado mucho, pero ¿habría algo más que pudiera sonsacarle a su espontánea confidente?
Tal vez.
—Así que, muertas Gunnora y Dillian, sir Alard no tiene herederos —manifestó—. ¿Dejará sus dominios a Brice?
Matilde lo negó con vehemencia.
—No, no lo hará. La sangre tira. Además, seguro que ha oído las habladurías. La gente habla, ¿sabéis, milord?, y todo el mundo de por aquí sabía que Brice usaba los puños con demasiada facilidad cuando se trataba de su esposa. Sir Alard la quería, a su manera. No, me imagino que todo irá a Elanor y ese inútil que acaba de tomar por marido.
—¡Oh!
¿Elanor? Josse contuvo la pregunta. Matilde no iría a decepcionarlo ahora, ¿verdad?
Y no lo hizo.
—Sir Alard está rodeado de mujeres —continuó ella con una sonrisa maliciosa—. Dos hijas, dos hermanas y sólo una de éstas muerta. Y la superviviente tuvo hijas, como su hermano. Sólo una. Y, como si esto no bastara, esta hija se ha casado con un hombre como Milon d’Arcy. ¡Y la necia de su madre se lo permitió! ¡Imaginaos!
Milon. ¡Milon! ¡Claro! Josse evocó al joven con el rizo en la mejilla y las calzas tan ceñidas. ¡Así que estaba casado con la sobrina de Alard! Ahora entendía a qué había ido a casa de Alard. No era de sorprender que Will le hubiese enseñado la puerta.
Se le ocurrió que podría acabar sus visitas a la familia de Gunnora con una a la prima y su marido. Aunque no veía de qué le serviría, aparte de ampliar lo que ya sabía sobre las circunstancias de Gunnora. Estaba preguntándose dónde encontrar a la tal Elanor y al tal Milon cuando Matilde habló.
—Sir Alard quiere a Elanor. Cuesta no quererla, porque es una chica muy alegre. Alegre y divertida.
—Más parecida a Dillian que a Gunnora —comentó Josse, convencido de que pisaba terreno seguro.
—Sí, aunque no posee la bondad de Dillian. Hay en ella algo cruel debajo de la risa y la alegría. De esto estoy convencida. Siempre ha tenido un ojo puesto en lo mejor e hizo lo posible por estar a mano cuando sir Alard hacía gala de generosidad. Vaya, si él hasta había hecho costumbre de tratarla como a una hija al dar regalos. Cuando mandó hacer las cruces para sus hijas no dudó en pedir una también para Elanor. Y ahora ella podría heredarlo todo. —Matilde agitó la cabeza, como si tan inesperada buena suerte le resultara incomprensible—. Pues que tenga suerte. No me cabe duda de que ese jovenzuelo con el que se ha casado se lo acabará en un abrir y cerrar de ojos.
Dejó escapar una sonora carcajada.
—Acaso tenga menester de consejos —sugirió Josse, aprovechando la oportunidad—. He visto cosas similares en mi propia familia —improvisó—. Podría ayudarla, ¿no te parece?
Matilde lo examinó largo rato y dijo en tono neutral:
—Tal vez podáis, milord. Sólo que Elanor no está en casa, desde hace más de un mes. Está en casa de un pariente de su marido, dicen, por ahí por Hastings.
—Oh.
Josse percibió la suspicacia de Matilde. ¿Estaría lamentando su franqueza? ¿Creería que tramaba hacerse con una parte de la fortuna de Winnowlands por medios tortuosos? No estaba seguro, si bien le pareció el momento indicado para recordarle con suavidad el motivo por el que estaba allí y de dónde venía.
Se levantó, pues, y dejó la jarra vacía en la mesa lateral.
—He de irme. Qué pena que no encontré a sir Brice. Gracias por la cerveza, Matilde, me ha refrescado, y mi largo viaje a la abadía de Hawkenlye me parecerá menos duro. Sin duda la abadesa espera con ansias las noticias que le llevo.
¡Funcionó! La expresión de Matilde se despejó. La mujer se levantó de un brinco del banco en que se había acomodado y lo acompañó a la puerta.
El chico, Ossie, había atado el caballo de Josse en un rincón del patio. De repente, al ver el montador, imaginó a Dillian montando de un salto el caballo de su marido y emprendiendo el camino de su muerte.
Experimentó considerable alivio al alejarse de Rotherbridge, sintiendo en la espalda la intensa mirada de Matilde.