Dieron cuenta en silencio de la comida, consistente en más del excelente pan y un estofado de verduras con unos cuantos trozos de cordero, un silencio roto únicamente por la melodiosa voz de una monja que leía un pasaje de las Escrituras. Era la parábola de los talentos, y Josse decidió que tenía un significado especial para él. La exhortación a utilizar los talentos que uno posee, además de ser oportuna, alentó su debilitada confianza en sí mismo y le hizo recordar que, por muy inexperto que fuese, contaba con su ingenio.
Y, mientras comía, puso el ingenio a trabajar.
Tratando de que no se le notara, echó una ojeada a las comensales. Contó 68 monjas sentadas a la larga mesa principal, y otras diecisiete sentadas a una mesa más pequeña y separada del refectorio por un biombo. Sumadas a la abadesa y a la monja que leía las Escrituras, eran 87; además de las tres que habían elegido aislarse en la leprosería y, una decena o una docena de hermanas que estarían de guardia en el hospital mientras el resto de la comunidad comía. Sería, pues, un total de cien, más o menos.
¿Sería una de ellas la asesina?
Imposible creerlo, mirando los rostros uno por uno. De las mujeres que pudo estudiar, aparte de una o dos que tenían la cabeza agachada, por lo que el velo les ocultaba el rostro, ninguna mostraba una expresión que no fuera tranquila y agradable, por no decir serena. Había mujeres de todas las edades, desde las monjas de mediana edad que ya habían pronunciado todos sus votos y lucían velo negro hasta las obviamente jóvenes que lucían el velo blanco de las novicias, o, en el caso de una moza que apenas sobrepasaba la adolescencia, el sencillo vestido negro de las postulantes. ¿Sería ésta la inadecuada Elvera que había hecho amistad con la monja muerta? De todas las mujeres que Josse observó, era la única que daba muestras de angustia; sus ojos estaban ligeramente enrojecidos y la pilló echándole un fugaz vistazo, aunque bajó la mirada en cuanto se dio cuenta de que la observaba.
El que al menos una persona llorara por Gunnora lo animó.
Cuando acabaron de comer, se levantó para rezar con las monjas. Ya había decidido cuál sería su próximo paso.
Al abandonar el refectorio, la abadesa Helewise no pareció sorprenderse ante el anuncio de que pretendía hablar con la familia de Gunnora, si es que ella estaba dispuesta a decirle dónde se encontraba su casa.
—Lo haré. Seguidme a mi despacho y os diré dónde viven y cómo llegar. Creo —añadió, hablando por encima del hombro— que estáis dando el paso más lógico.
Una vez en la intimidad del pequeño despacho, Josse inquirió:
—¿Puedo haceros otra pregunta, abadesa?
Ella inclinó la cabeza, cosa que él tomó por una autorización.
—Las monjas que estaban sentadas aparte durante la comida… no se me ocurre por qué.
Helewise esbozó una breve sonrisa.
—¿Y os preguntáis si existe una explicación espeluznante? ¿Si han caído en desgracia por una espantosa transgresión? ¿Contaminadas, quizá, por haber cuidado a apestados o a enfermos de viruela?
—¡Nada de eso! —protestó Josse, no del todo verazmente.
—Son nuestras monjas vírgenes. —Todo rastro de diversión había desaparecido del rostro de la abadesa—. Al igual que en la abadía de Fontevraud, nuestra comunidad se divide y hay alojamientos separados para las hermanas, según la forma en que deciden entregar su vida a Dios. La mayoría elige la existencia más fácil del convento de las magdalenas… Muchas de nosotras tuvimos una vida plena antes de venir aquí y no nos consideramos dignas de una vida en la única compañía de Dios. En cambio, aquellas que tuvieron una existencia ejemplar y que, aun antes de tomar el velo, vivían de modo sosegado, casto y célibe pueden optar por encerrarse en la casa de las vírgenes, donde pasan el día y gran parte de la noche en contemplación y comunicación con Nuestro Señor.
Josse asentía con aire sincero, aun cuando una parte de él pensaba: ¡qué vida!
—Y esas hermanas, las monjas vírgenes, ¿no se unen a vosotras, ni siquiera para las comidas?
—No. La regla considera que es mejor para ellas no rozarse demasiado con las que tenemos un pie en el mundo. También están segregadas en la capilla, y tienen su propio alojamiento, una casa pequeña adjunta a la capilla. —La mirada de Helewise se encontró con la de Josse y, anticipándose a su siguiente pregunta, añadió—:
Gunnora no pudo tener contacto alguno con ninguna de las hermanas vírgenes y podéis estar seguro de que ninguna de ellas sabe siquiera quién era.
«Así que borrad a esas diecisiete mujeres de vuestra lista de sospechosos», pareció agregar implícitamente.
—Gracias, abadesa. Eso haré —respondió Josse en tono solemne.
Se despidió de él en su despacho, tras desearle que Dios lo acompañara en su viaje de regreso. Luego, con la agradable sensación de haberse ganado su aprobación pese a sus indiscretas preguntas, Josse fue en busca de su caballo.
Una monja con un delantal de arpillera sobre el hábito trabajaba en los establos; sus mangas arremangadas revelaban unos antebrazos que cualquier marinero le habría envidiado. El tranquilo ritmo con que usaba la horca para sacar la paja sucia denotaba su familiaridad con esa faena.
—He dado de comer a vuestro caballo —le dijo cuando él la saludó y anunció que estaba a punto de marcharse—. Lo cepillé y todo. Me figuré que no pensabais volver a trabajar hoy. Sin duda lo encontraréis lleno de energía. —Sonrió, poniendo al descubierto la falta de algunos dientes laterales—. Estaba a punto de sacarlo con los nuestros. Habría parecido un rey entre ellos.
Josse miró hacia el potrero que le señalaba, donde una jaca, estoica pero de expresión afable, alzó la cabeza. Había también un potro de aspecto más delicado pero de patas cortas, sin duda demasiado bajo salvo para las hermanas más menudas, y una mula. Sí, captó lo que quería decir la monja.
—Gracias por haberlo cuidado. —En cualquier otra cuadra habría ofrecido una o dos monedas, pero no se le antojó adecuado hacerlo en un convento. De modo que, en su lugar, le hizo un cumplido—: Dirigís una cuadra perfumada y bien cuidada, sor…
—Sor Marta. Gracias, milord.
—Josse d’Acquin.
La monja sonrió de nuevo.
—Lo sé. Sé también a qué habéis venido y, en cuanto a dónde vais, me lo imagino.
La sonrisa se desvaneció y la mujer se acercó más a él con expresión intensa.
—Encentradlo, milord. Gunnora no me gustaba mucho, que Dios me castigue por mi falta de caridad, pero ninguna criatura merece ese fin.
La mirada de Josse se encontró con la de sus ojos azules.
—Haré todo lo que pueda, sor Marta. Os doy mi palabra.
Con una enfática inclinación de cabeza que daba a entender que la palabra de un caballero le bastaba, sor Marta reanudó su faena.
Las tierras del padre de Gunnora se hallaban a unas seis leguas al sureste de Hawkenlye y, al salir a la una de la tarde, Josse llegaría al atardecer. Pensaba formarse una impresión de la casa de Gunnora antes de alojarse en una posada en Newenden, una aldea bastante cercana al dominio. Se presentaría ante la familia por la mañana del día siguiente.
De camino se le ocurrió que no le convenía llamar la atención. Se detuvo, pues, desmontó, sacó de su fardo una ligera y gastada capa, se quitó la túnica bordada y la guardó. Sostuvo la capa a distancia y la estudió con mirada crítica. Por muy gastada que estuviese, parecía de sospechosa buena calidad. Soltando un suspiro, la arrojó al suelo y la pisoteó en el polvo, para luego sacudirla y ponérsela. Se tapó la cabeza con la capucha, cuyo borde le ocultó parte de la cara: el sol de la tarde seguía pegando con fuerza.
Las indicaciones que le había dado la abadesa Helewise le sirvieron y encontró Winnowlands después de preguntar por el camino una sola vez. «Extraño —pensó, al alejarse del grupo de casitas donde había consultado a un anciano que extraía laboriosamente agua de un pozo—. El viejo parecía bastante amistoso cuando entré en el patio. Hasta creí que iba a ofrecerme agua; pero, en cuanto mencioné Winnowlands, su actitud cambió».
Tratando de descartar los prejuicios de un anciano posiblemente chiflado y de mantener la mente abierta, prosiguió su camino.
Winnowlands, según se dio cuenta con un solo vistazo, era un dominio acaudalado. Las tierras, en el borde de una pendiente que se elevaba hacia el norte del gran pantano, eran buenas y les daban usos muy variados. Manadas de vacas pastaban en un verde prado, y rebaños de corderos se engordaban con la hierba más escasa cercana al pantano. La tierra bajo el arado lucia bien cuidada y fértil, y sus franjas, ordenadas y cercadas. Al inspeccionar uno de varios grupos de chozas, visible desde el camino, Josse se fijó en que los tejados de junco parecían sólidos. En una o dos pequeñas parcelas cultivadas próximas a las casitas abundaban coles, zanahorias y cebollas, y en una de ellas alguien había plantado diminutas flores rosas. En un corral cercado, una cerda y sus lechones hurgaban con el hocico en la tierra.
A todas luces, la tierra proporcionaba una buena vida y éste debería haber sido un lugar feliz.
¿A qué se debía, entonces, su aire de desdicha?, se preguntó Josse al avanzar lentamente. Las pocas personas a las que había visto —por cierto, ¿por qué eran tan pocas? ¿Dónde estaba todo el mundo?— casi no parecían reparar en la presencia de un forastero. Esto en sí ¿no resultaba raro? Josse había recorrido incontables leguas por toda clase de tierras extranjeras, y el único factor constante en todos los pueblos con que había topado, sobre todo entre gentes de zonas rurales, era la curiosidad. Comprensible. La suya era una existencia limitada; probablemente nunca fueran más allá de los límites del señorío donde habían nacido y donde, en su momento, morirían. Veían exactamente las mismas caras, año tras año. Un forastero constituía una rareza, alguien a quien mirar fijamente, alguien de cuya procedencia y de cuyo propósito hablarían y harían conjeturas durante días, si no semanas.
Pero estas personas que trabajaban en los acres de Winnowlands parecían preocupadas. «Desanimadas no sería un término desacertado», pensó Josse. ¿Podría ser que compartieran el pesar de la familia por una hija muerta? Podía ser, aunque sin duda una respuesta tan exagerada era improbable; para sufrir mucho uno tenía que haber conocido bien a la muerta, y ¿acaso estos siervos trabajando los campos habrían conocido a Gunnora, como no fuera una vaga y distante presencia? Más distante aún en el último año de su vida.
Y, siguió pensando a medida que se acercaba a la casa solariega, ¿acaso no había dicho la abadesa que el hermano lego había detectado un profundo pesar en estas gentes, aun antes de hablarles del asesinato de Gunnora?
No. Algo más había ocurrido aquí. Algo tan malo que afectaba a todas estas personas cuya seguridad dependía del feudo de Winnowlands. Y, fuese lo que fuese, era anterior a la muerte de Gunnora.
Tiró de las riendas en la cima de un montecillo que se alzaba al otro lado del camino de la casa solariega. A la dorada luz de esa tarde ya avanzada, observó el que había sido el hogar de Gunnora.
Se trataba de una construcción sólida, de generosas dimensiones, a todas luces la de una familia rica. Recios escalones de piedra llevaban del patio amurallado a la entrada, a la planta baja. Había espacio para una vasta sala. En el fondo, al oeste, en un montículo, se erigía lo que parecía una capilla privada. Dos extensiones con torreta sugerían que el edificio original se había ampliado, quizá para dar cabida a una familia creciente. Debajo de los aposentos se extendía un amplio sótano cuya estrecha puerta estaba entreabierta, y Josse distinguió una profusión de provisiones en sus oscuras profundidades.
En tanto que él observaba, un hombre que vestía jubón de cuero sobre calzas remetidas en sólidas botas apareció desde detrás de la casa. Contestó a gritos a alguien que desde el interior parecía haberle pedido leña, pues desapareció en el sótano y salió con un cesto lleno de pequeños leños.
¿Un fuego? ¿Con el calor que hacía?
Un fuego para cocinar, se dijo Josse. La persona en el interior quería seguir cocinando la cena del amo. Sin embargo, advirtió que una columna de humo surgía de una abertura en el tejado. No era la clase de humo que viene de un fuego afianzado, de los que se conservan el día entero para cocinar o calentar agua, sino el tipo de humo que sale de un fuego recién encendido.
Alguien, pues, había ordenado al hombre del jubón que encendiera un fuego, y esto cuando todavía hacía tanto calor que Josse sentía las gotas de sudor correrle por la espalda, incluso cuando se quedaba quieto.
Oyó un caballo que se le aproximaba desde la derecha. El hombre del jubón también lo oyó y bajó lentamente la escalera de la entrada para esperar al recién llegado. Josse azuzó silenciosamente su montura para que diera marcha atrás y se ocultó detrás del montecillo; se mirara como se mirara, no le parecía prudente dejarse ver espiando lo que hacían en Winnowlands. Desmontó y avanzó arrastrándose a fin de ver el patio, allí abajo.
El recién llegado era un joven delgado y elegantemente vestido a la última moda. Se había acortado la túnica hasta la mitad de los muslos y el dobladillo ricamente bordado incluía exageradas aberturas a los lados que revelaban los músculos de las nalgas enfundadas en calzas sumamente ceñidas. Llevaba zapatos de suave piel, sin duda inadecuados para montar, con punteras alargadas. El flequillo del rubio cabello perfectamente cortado formaba una línea recta en la frente ancha, a excepción de un rizo muy cuidado. Dijo algo al del jubón. Éste, que parecía ser un criado de alto rango, negó con la cabeza. El joven se inclinó desde lo alto del caballo y habló más fuerte. Josse captó un par de palabras:
—… he de verlo… insisto… desde tan lejos… ¡… autoridad para negarme el paso!
La respuesta del hombre mayor se oyó también, incluso más pues gritaba:
—¡Sé muy bien a qué habéis venido y el amo también lo sabe! Os lo repito, joven señor, ¡no quiere veros!
—¡Pues claro que lo veré! ¡Estoy en mi derecho!
—Se os dará entrada cuando el amo esté preparado, y ni un minuto antes. Ahora, es mejor que os marchéis, Milon, ¡antes de que el amo os oiga y salga en persona a echaros!
El hombre más joven dejó escapar una carcajada desagradable y socarrona.
—¿Ése? ¿Salir? ¡Ja! ¡Sería la primera vez en mucho tiempo, Will, y lo sabes!
—No os dejaré entrar, Milon, no sirve de nada que os quedéis por aquí. —El hombre del jubón, Will, avanzó hacia el joven y Josse percibió, aun desde su distante posición, la amenaza en su rostro—. ¡Largaos! Se os informará cuando haya algo que deciros.
Milon hizo girar su caballo con un violento tirón de las riendas. Con una mirada airada dijo la última palabra:
—Regresaré, ¡asqueroso labriego! ¡Espera y verás!
Will observó cómo azuzaba su caballo a un furioso galope y, alzando nubes de polvo, reemprendía el camino por donde había llegado. Luego, con una expresión de asco en la tosca cara, lanzó un escupitajo en la dirección que había tomado. No podía haber más elocuente gesto de despedida, pensó Josse.
Esperó a que Will entrara de nuevo, le dio unos minutos por si acaso volvía a salir, pues no le apetecía tener que darle explicaciones en ese preciso momento; después de un buen rato montó, bajó del montecillo y retornó a Newenden y a una cama.
Volvió por la mañana. Había encontrado alojamiento en una posada aceptable, había dado cuenta de una buena cena y hasta lo habían provisto de agua caliente para quitarse el polvo y el sudor del viaje. Ahora lucía sus prendas más elegantes, como correspondía a un emisario de la abadesa de Hawkenlye. Él y Helewise habían acordado que éste sería su papel y que, como razón para su visita al padre de Gunnora, alegaría que a la abadía le urgía saber qué deseaba hacer con el cuerpo de su hija.
Llegó a la casa solariega y estaba a punto de anunciar su presencia cuando el mismo hombre, Will, salió del sótano.
—¿Milord? —preguntó, haciendo visera con la mano para ver a Josse.
—Soy Josse d’Acquin. Vengo de Hawkenlye. Debo tratar un asunto de naturaleza personal con el señor de Winnowlands. ¿Puedo verlo, por favor?
Will siguió contemplándolo y, luego, agitó lentamente la cabeza. No obstante, más que un rechazo a la solicitud de Josse, parecía una manifestación de inquietud por la situación en sí.
—Sí —dijo, y suspiró—. Mal asunto. He tratado de decirle, pero con suavidad, que ha de tomar una decisión y hacerla saber. Sin duda no resulta agradable para los de la abadía quedarse con un cuerpo que no pueden ni devolver ni enterrar. A mí tampoco me gustaría. —Había resumido el dilema con admirable brevedad—. Pero no es tan fácil, milord. No me hace caso, no hace caso de nadie. Está… —Se interrumpió, y se rascó la cabeza, diríase que perplejo, incapaz de describir el estado de ánimo de su amo.
—¿Alterado? ¿Mal de la cabeza? —propuso Josse con la esperanza de que no lo ofendería con tal franqueza.
Mas, en lugar de ofenderse, Will aceptó las palabras, al parecer con alivio.
—Eso. Mal de la cabeza. Sí, milord, eso es. Mal del cuerpo también, pero de eso hace muchos años. Ha empeorado, claro. Muchísimo. —Volvió a agitar la cabeza con tristeza—. Pero esto… lo de que esté mal de la cabeza… es con lo que más me cuesta lidiar, mi señor. No puedo decirle lo que debe hacer, ¿verdad? En mi posición es imposible. Pero alguien debería hacerlo. No está bien. Nada de esto está bien.
En esta ocasión los gestos negativos de la cabeza duraron un buen rato.
—¿Puedo desmontar? —inquirió Josse con suavidad, y Will alzó la cabeza con expresión alarmada.
—Disculpadme, milord, ¡de verdad que lo siento! Claro, claro, dejadme ayudaros. —Se apresuró a coger las riendas, y Josse se apeó de la silla—. Lo pondré aquí, en este agradable lugar sombreado. —Siendo, como era, un hombre eficiente, actuaba mientras hablaba—. Y le quitaré la silla. Te gustaría un poco de agua, ¿eh, amigo? —Dio unas cariñosas palmadas al caballo—. ¡Apuesto a que sí!
Una vez atado el caballo, Will volvió con Josse. Parecía que, después de haber dado vueltas al asunto en su cabeza, había tomado una decisión.
—Venid conmigo a ver al amo, por favor, milord. Eso no puede hacerle ningún daño. Nada puede empeorarlo, ya no. Ni mejorarlo, por lo que se ve. —Su expresión se ensombreció brevemente—. A su manera, era un buen hombre —dijo con tono sincero—. No os dejéis engañar por su aspecto, milord. Tiene sus fallos, como todos nosotros, pero nunca fue del todo malo.
Con esta ambigua introducción dándole vueltas en la cabeza, Josse siguió a Will y fue a encontrarse con el señor de Winnowlands.
De inmediato resultó obvio que el padre de Gunnora estaba moribundo. Yacía en una cama tan cerca de la gran chimenea como era posible, pese a que aún no habían encendido el fuego en la sala calentada por el sol. Aparte de volver la cabeza hacia ellos, apenas se movió cuando Will le habló en voz baja:
—Sir Alard, ¿estáis despierto? —y le anunció la presencia de Josse.
El enfermo llevaba una bata de gruesa lana adornada con pieles, sobre la cual habían colocado una manta. Se le veía el cuello de un camisón de lino bastante limpio. Puede que se estuviera muriendo, pero quienes lo atendían lo hacían con devoción.
De su pálido rostro sin el menor indicio de color había desaparecido toda la carne, lo que resaltaba su prominente nariz. De tan hundidos, los ojos parecían aún más oscuros. A medida que sus propios ojos se iban ajustando a la mortecina luz tras el brillo del sol, a Josse se le antojó que estaba mirando una calavera.
—¿Qué queréis, Josse d’Acquin? —preguntó Alard de Winnowlands con una voz que se quebraba con cada palabra.
—He venido desde Hawkenlye, sir Alard. De parte de la abadesa Helewise, que quiere saber qué deseáis hacer con el cuerpo de vuestra difunta hija, Gunnora.
—Mi difunta hija Gunnora —repitió Alard, palabras que, cosa asombrosa, rezumaban una amarga y socarrona ironía—. Mi difunta hija. —Tras una pausa añadió, ahora sin inflexiones y en voz más baja—: Con Gunnora haced lo que os plazca. Enterradla con las monjas. Deseaba estar con ellas en vida, que se quede con ellas en la muerte.
—Gracias, mi señor. Será un alivio para la abadesa Helewise y sus monjas contar con vuestra decisión. —Josse vaciló—. Mi señor, ¿podría…?
—Fuera. —Al principio Josse no captó la orden, pronunciada con la misma falta de inflexión, y, como permaneció donde estaba, Alard se incorporó ligeramente, clavó en él sus ardientes ojos negros y gritó—: ¡Fuera!
Apenas si Josse empezaba a hacer ademán de retirarse cuando se inició la tos. Al principio casi silenciosa, creció y alcanzó tan pronto su violento y prolongado clímax que Will casi no tuvo tiempo de taparle los labios con un trozo cuadrado de lino antes de que escupiera sangre. Nuevas manchas de sangre acompañaron pronto las viejas manchas de la tela, lavada y alisada. Josse observó, petrificado e impotente, en tanto que el amo de Winnowlands escupía otra parte de lo que quedaba de sus pulmones.
Un poco más tarde, Will se reunió con Josse.
—Qué pena que hayáis tenido que presenciar eso —dijo y se detuvo junto a Josse, que se hallaba apoyado en la soleada fachada de la casa. De unos arbustos que crecían contra el sótano les llegó el aroma a lavanda; Josse había estado aspirando el agradable y limpio aire.
—Sí. ¿Ha estado así mucho tiempo?
—La enfermedad creció lentamente —contestó Will—. Al principio no era más que una tos persistente, que empeoró poco a poco hasta atosigarlo constantemente. Empezó a debilitarse. No quería comer. Luego, el invierno pasado comenzó a toser sangre.
—Ah.
Josse sabía que esto significaba invariablemente que la vida no duraría mucho más.
—Habría muerto antes —agregó Will—. Pero es muy fuerte. Lo era, en todo caso. Había mucho en él que podía desgastarse, ¿me entiende?
—Sí.
Josse había visto ocurrirle lo mismo a otros hombres.
—Además, no puede irse todavía.
Will se interrumpió y echó una mirada de refilón a Josse, como preguntándose cuánto más podía revelar a este extraño sobre los asuntos de la familia.
—¿Ah, no? —Josse intentó parecer desinteresado.
La rápida sonrisa de Will le indicó que éste no se había dejado engañar, aunque continuó hablando.
—No. No puede morir, no antes de haber decidido.
—¿Decidido?
—No le queda mucho tiempo en este mundo, y bien lo sabe, con el cura y el médico a cada lado, con sus caras largas, diciéndoselo todo el tiempo. Preparad vuestra alma, le dice el cura, haced una buena confesión, arreglad vuestros asuntos en esta Tierra para tener crédito en el Cielo. Pero no es tan fácil, ¿verdad, milord?
—No —convino Josse, a quien no le pareció sensato preguntarle qué no era tan fácil.
—Y hay que pensar en los vivos, aparte del crédito en el Cielo, ¿verdad? Los vivos también tienen necesidades.
—Cierto.
—Veréis, hace un año más o menos todo parecía muy claro y sencillo —dijo Will en tono confidencial, inclinándose más hacia Josse.
—¿Antes de que Gunnora entrara en el convento? —adivinó Josse.
—Si, eso también, pero la cosa no empezó ahí. —Will agitó la cabeza de nuevo—. Milord, os digo con franqueza que me alegro de ser un hombre simple. Tengo mi casita, mi mujer y nada más. Mi casa no es mía y no puedo dejársela a nadie y, por lo demás, lo que llevo puesto es casi todo lo que tengo.
—Sí, entiendo. —Y era cierto: Josse comenzaba a entender hacia dónde quería ir a parar Will. Y las piezas empezaron a encajar.
—Había dos —soltó Will de repente—. Gunnora, la primogénita, y Dillian. Preciosa moza, Dillian, pero era la benjamina. Gunnora tenía que ser la primera, así debe ser, y por eso sir Alard la ofreció en matrimonio. Pero, milord, ¡ella no lo quiso! No quiso casarse con él, y ningún razonamiento, ninguna amenaza, ningún castigo la hizo cambiar de opinión. Así que sir Alard le dijo: «¡Bueno, pues vete a tu convento! ¡Pero ya no serás hija mía!». Y entonces fue el turno de Dillian, porque no se puede decir que uno ha pasado por alto a una hermana mayor, ¿verdad?, cuando se lo ha ofrecido y ella ha dicho que no, gracias, voy a ser monja.
—No, claro que no.
—Pues, entonces, Dillian es la que se casa con milord Brice. —Will se detuvo de pronto. Una profunda emoción le provocó una mueca. Pasado un momento, se recuperó y agregó—: Lo siento, milord, de verdad que lo siento, pero es un pesar muy reciente. Todavía pienso que voy a verla venir por el sendero como solía hacer, gritando, haciéndonos sus jugarretas; sólo que no lo hizo, claro, todo eso se acabó cuando se casó con él. —Agitó la cabeza tristemente—. Naturalmente, todo el mundo dice que fue un accidente. Se cayó del caballo, eso seguro, y sé que hay testigos que lo confirman, buenas almas honradas que no pretenden hacer ningún daño, que sólo dicen la verdad. Pero ¿por qué se subió a esa enorme bestia y por qué se fue galopando? ¡Eso es lo que yo quisiera saber! Y lo conozco, milord, conozco a ese tal Brice. Creedme, no culpo a milady Gunnora por rechazarlo. Ojalá mi preciosa Dillian hubiese sido lo bastante sensata para hacer lo mismo. Pero, ya ve… —Dejó escapar un profundo y largo suspiro—. Las mujeres siempre han sido un misterio, ¿verdad? Siempre lo serán, supongo.
No parecía haber nada que añadir a ese comentario, con el que Josse se sentía tentado de estar de acuerdo. Respetando el evidente pesar de Will, dejó que el silencio se prolongara. De todos modos, no tenía prisa. Ya no, ahora que había adivinado lo sucedido. Ahora que conocía, o eso creía, lo que había causado la pena que embargaba a Winnowlands.
No se debía a la muerte de una hija mayor, una mujer poco agraciada cuya entrada en un convento no había angustiado a nadie, sino a la de su hermana. «Mi preciosa Dillian», con su risa y sus bromas.
—¿Así que las perdió a las dos? —lo animó a continuar.
—¿Mmm? —Diríase que Will había olvidado su presencia—. Sí. Una detrás de otra. Y ni siquiera pasó una semana entre las dos muertes. —Otro profundo suspiro—. No más hijas. Ninguna heredera bien casada con un buen hombre. —Will levantó la cabeza y su mirada se encontró con la de Josse—. Y cada aliento del amo puede ser el último. ¿Qué va a ser de todos nosotros, milord? ¡Eso es lo que yo quisiera saber!
—Claro —respondió Josse en tono ausente.
Su mente trabajaba a marchas forzadas y, pese a lo deprimente de las circunstancias, experimentaba cierta exaltación por haber llegado a la conclusión correcta.
Resumió rápidamente el dilema de sir Alard. Ambas hijas muertas, una inmediatamente después de la otra. No había más hijos, y al parecer Dillian tampoco los había tenido. Y un yerno, de quien se creía, según Will, que había sido, en el mejor de los casos, un mal esposo, y en el peor, el responsable de la muerte de su joven esposa. La clase de hombre al que un suegro estaba poco dispuesto a legar su indudable riqueza.
No era de extrañar que los labriegos parecieran tan tristes y desolados. Según la experiencia de Josse, no había nada que socavara más los ánimos que la incertidumbre acerca del futuro.
Y, con la sucesión de Winnowlands en el aire, probablemente por largo tiempo, ¿podía el futuro en este dominio ser más incierto?