Ascendieron uno al lado del otro, de vuelta a la cima, hacia el extremo donde se encontraba la abadía. Josse no tuvo que acortar demasiado los pasos, pues ella era una mujer alta.
Vista desde este lado, la abadía no parecía tan inaccesible. Comprensible, pensó Josse. La entrada por la que había llegado la primera vez daba al camino y, aunque hubiese poco tráfico, los edificios del tamaño y el prestigio de Hawkenlye solían proteger su territorio detrás de altos muros y un sólido portón que podía cerrarse con llave y atrancarse de noche.
Sin embargo, al aproximarse desde el placentero valle verde cuya tranquilidad había sido tan recientemente violada, la abadía parecía menos formidable y el portón no daba la impresión de suponer un gran obstáculo para quien deseara franquearlo. Eso también se entendía, puesto que una parte de la comunidad de la abadía residía en el valle y seguro que precisaba acceso libre y frecuente al conjunto principal.
No obstante, debía reflexionar al respecto.
Conforme se acercaban al portón observó la abadía. Ahora que había estado en el interior era capaz de visualizar la disposición de los diversos edificios. Desde aquí, al igual que desde el camino, el tejado de la iglesia dominaba; a un lado de la iglesia estaba, ahora lo sabía, el ala del hospital. Al otro lado se hallaba la larga estancia donde dormían las monjas, ligeramente más alta que el hospital. Evocó el corto tramo de escalera que él y la abadesa habían subido para llegar a la puerta del dormitorio. Supuso que habría una escalera que llevara directamente de esta habitación a la iglesia, escalera para uso exclusivo de las hermanas cuando se despertaban para asistir a las misas nocturnas.
El grupo de edificios que formaban tres lados de una plaza en torno al patio enclaustrado incluía el pequeño despacho de la abadesa Helewise así como, supuso, el refectorio y el reformatorio. Al entrar por el portón principal había visto, a su derecha, unos establos y lo que parecían talleres y almacenes, y, a su izquierda, la casilla de la portera.
Observó los restantes edificios. Situados muy cerca del muro trasero de la abadía, se alzaban ante él y dominaban todo su campo de visión. Ambos se habían construido a la izquierda de la iglesia y muy próximos a ésta; de hecho, diríase que uno estaba pegado a ella, mientras que el otro, ligeramente más pequeño, se hallaba algo apartado, justo donde la pared lateral y la trasera se juntaban en la esquina de la abadía.
Dada su posición, supuso que era la leprosería. De ser así, desde allí partía el pasaje sellado que llevaba a la capilla reservada para los leprosos y las hermanas que los cuidaban. Era una zona que Josse esperaba con fervor no tener que investigar.
Satisfecho, ahora que se había formado un plano mental de los edificios de la abadía, dejó que sus pensamientos regresaran al asesinato.
Volvió a dar vueltas en su cabeza a la nueva revelación que le había hecho la abadesa. Una cruz enjoyada, dejada en la escena… no, colocada aposta en la escena, pues no pertenecía a la muerta… ¿Constituiría otro intento de confundir, de hacer que el asesinato de Gunnora pareciera un robo chapucero? Al fin y al cabo, el asesino se había empeñado también en que pareciera una violación.
Ya no podía pasar por alto la profunda convicción de que quien había cortado el cuello de Gunnora, quienquiera que fuera, no formaba parte de la chusma soltada de la cárcel local. A menos, claro, que esta cárcel hubiese encerrado igualmente a alguien de mente más compleja que la de un cazador furtivo, un ratero, un ladrón de corderos o un borracho cualquiera que dejara que sus puños prevalecieran sobre su sentido común.
«Mi tarea aquí ha terminado —se dijo en tanto él y la abadesa llegaban a los muros del convento—. Podría regresar a Tonbridge, informar a las autoridades locales del resultado de mi investigación, y ya nadie creería que el gesto humano del rey Ricardo ha acarreado una muerte brutal. Sin duda aceptarán, como yo, que hay en este crimen mucho más que un ataque espontáneo que se le fue de las manos al asaltante».
Sin embargo, sabía que no iba a regresar a Tonbridge todavía. Si, aparte de descubrir quién no había cometido el crimen, lograba averiguar quién lo había perpetrado, su tarea resultaría mucho más minuciosa, mucho más digna de encomio.
Bueno, si iba a continuar, y todo en él lo urgía a hacerlo, el siguiente paso resultaba obvio. Desagradable, sumamente desagradable en vista del constante calor, pero obvio.
—Abadesa Helewise…
Ni él ni ella habían hablado desde que habían abandonado el lugar donde habían encontrado a Gunnora. Se dijo que una monja constituía una compañera admirable si uno debía analizar algo mentalmente. Sobre todo, y con esto se volvió y la miró, una cuya ancha frente y penetrante mirada denotaban tan evidente inteligencia.
—¿Sí? —Con una ligera inclinación de cabeza, Helewise le agradeció la cortesía con que dio un paso atrás y le permitió entrar primero.
—Abadesa, he de pediros permiso para llevar a cabo una tarea que ojalá no fuese necesaria.
Josse se interrumpió. ¡Ay, Señor! ¿Tendría razón? ¿De verdad era necesario? Deseó, y no por primera vez, tener más experiencia en materia de asesinatos. Deseó que este caso no fuera su prueba de fuego en el arte de la investigación.
Mas, aun cuando fuese novato en la investigación de crímenes brutales, poseía sensatez y lógica, y ambas le decían que lo que estaba a punto de pedir era vital. Así pues, prosiguió, antes de poder cambiar de opinión.
—Señora, he de ver el cuerpo.
La abadesa no contestó en seguida, aunque Josse se percató de que de repente parecía dirigir sus pasos hacia la iglesia, encima de cuyo portón observó un tímpano especialmente bien tallado.
—Han transcurrido más o menos dos semanas desde que la encontraron —dijo la abadesa por fin.
—Sí, lo sé.
—Y estamos en julio, milord. Un julio extraordinariamente caluroso.
—Sí.
Permanecieron de pie a la entrada de la iglesia. Helewise lo estudiaba, protegiéndose los ojos con una mano a modo de visera. Él le devolvió la mirada, negándose a ceder a la tentación de agachar la cabeza como si lo avergonzara que lo pillaran pensando algo libidinoso. No fue capaz de interpretar la expresión de la mujer. Era como si se hubiera alisado el rostro: no había rastro de esa sonrisa que hacía temblar la ancha boca y levantaba las bien formadas mejillas; sólo ahora, con su ausencia, Josse se dio cuenta de que ya empezaba a reconocerla como típica de ella.
Estaba a punto de insistir, de explicar sus razones, cuando la abadesa alargó el brazo y levantó el pesado picaporte.
—Os mostraré el camino —dijo en voz baja.
Josse la siguió. Bajaron un corto tramo de escalera y se adentraron en la iglesia. Ella hizo la genuflexión —él la imitó—, recorrió la nave central y pasó ante lo que parecía una capilla totalmente cerrada, ¿la de los leprosos? A unos cinco pasos frente al altar dobló a la izquierda y abrió otra puerta mucho más pequeña. Ésta también daba a una escalera, aunque en este caso no era de piedra ni de unos pocos escalones, sino una estrecha y empinada escalera de caracol de madera.
El olor, que apenas se percibía en el templo, se hizo diez veces más potente al abrirse la puerta.
La abadesa bajó con cuidado. Por encima de sus hombros, Josse vislumbró la suave iluminación de una vela. Salieron a una cripta baja, cuyo techo abovedado sostenían unos enormes pilares de piedra. Tuvo la súbita impresión de encontrarse enterrado muy profundamente, impresión acompañada por el alarmante reconocimiento del increíble peso de la piedra que había encima de ellos y que parecía presionarlo. Experimentó un ataque de atávico terror, y el vello de la nuca se le puso de punta.
—Hace mucho frío en la cripta, incluso en pleno verano. —El tono tranquilo y práctico de la abadesa lo devolvió a la realidad—. Se nos ocurrió que convenía dejarla aquí mientras esperábamos las instrucciones de su familia para el entierro.
Holgaban las explicaciones. A él también le habría costado concentrarse en las oraciones con esta silenciosa y apestosa compañera. Mejor para él, mucho mejor, que la hubiesen puesto en el frío de la cripta.
Josse tragó saliva y dio un paso hacia el ataúd, colocado sobre sencillas andas. Estaba hecho de burdas tablas, más ensambladas y clavadas que cuidadosamente ajustadas. Seis clavos mantenían sujeta la tapa. Buscó algo para hacer palanca —¡qué tonto, no se le había ocurrido antes!— y estaba a punto de anunciar que tendría que ir a buscar algo cuando la abadesa le indicó silenciosamente un rincón. A la persona que había armado el féretro le habían sobrado tablas, y las había amontonado ordenadamente debajo de la escalera.
Josse escogió una, presumiblemente rechazada por ser demasiado gruesa. Tratando de controlar su propia fuerza para que ni féretro ni andas acabaran en el suelo, metió el extremo más grueso debajo de la tapa y golpeó hasta haber formado un hueco lo bastante ancho para que cupiera la extremidad más delgada. Percatándose del problema, la abadesa, una mujer práctica, fue a aguantar la cabecera.
Ahora Josse podía usar todo su peso. Se apoyó, pues, sobre la extremidad gruesa de la tabla y la empujó fuertemente hacia abajo. Oyeron un ominoso crujido y la tabla empezó a doblarse. De reojo, Josse vio que la abadesa asía la caja con mayor energía, como previendo y preparándose para el siguiente movimiento. Josse colocó las manos más cerca de lo alto de su palanca, inspiró hondo, flexionó los músculos de hombros y brazos y empujó con todas sus fuerzas.
El féretro se ladeó y casi se cayó, mas la abadesa lo agarró y lo enderezó. No hacía falta ver si Josse había tenido éxito: el hedor por sí solo se lo indicó.
La abadesa se tapó la cara con un doblez de la ancha manga, cogió a Josse del brazo y tiró de él hasta el fondo de la cripta.
—Dejad que el aire viciado se disipe unos momentos —dijo, casi en un susurro.
Tenía sentido. Parecía haber suficiente aire en la cripta, pues una ligera corriente hacía bailar la llama de la vela. De pie junto a la abadesa, Josse observó el ataúd. La tapa se había levantado un palmo del lado en que había hecho palanca y resultaría fácil arrancarla.
En cuanto el hedor se redujo —«O eso, o me estoy acostumbrando», pensó con ironía—, regresó al féretro con la abadesa Helewise y arrojó la tapa a un lado.
En realidad, no sabía qué esperar. Ya antes había visto muertos, muchos muertos; había visto las terribles mutilaciones causadas por la guerra, cuerpos hinchados que permanecían demasiado tiempo en los soleados campos de batalla, carne medio podrida repleta de gusanos. Estaba preparado para eso.
La muerte no había cambiado demasiado el cuerpo de Gunnora, aunque a todas luces se había iniciado la primera fase de la descomposición. La blanca piel de sus manos y rostro, la única piel visible, había adquirido un tono verdoso, y las principales vías sanguíneas de la mano derecha, colocada encima de la izquierda, habían perdido su color.
Alguien le había cerrado los ojos, si bien la parte inferior del rostro, retorcido aún en una mueca de terror, compensaba con creces la ausencia de expresión que pudiera haber en los ojos muertos.
—Su muerte fue dura —murmuró Josse.
—Sí. —La abadesa también habló en voz baja—. Querréis ver la herida que la causó.
—Sí.
De nuevo lo ayudó el tono de Helewise, carente de dramatismo.
Observó cómo la abadesa levantaba rápidamente el velo y desataba la impla que rodeaba la frente lisa, para revelar las puntas del griñón, cuidadosamente atado encima del corto cabello.
Helewise bajó el griñón y lo posó sobre el pecho quieto.
La enorme cuchillada que había puesto fin a la vida de Gunnora quedó al descubierto.
Josse sintió un momentáneo mareo, y la dura piedra bajo sus pies se le antojó de repente una pendiente peligrosa. Se obligó a serenarse. «Está muerta —se dijo con firmeza—. Muerta. Y lo mejor que puedo hacer por ella ahora es encontrar a su asesino».
Se inclinó, acercándose más al cuerpo. La herida iba de oreja a oreja, un corte limpio, simétrico, que había partido las vías sanguíneas y causado estragos en la tráquea. Una parte distante de la mente de Josse hizo conjeturas sobre si la muerte se debía a la pérdida de sangre o a la asfixia. Estudió los extremos del corte. Interesante.
Había visto a muchos hombres con heridas de espada. Normalmente se podía discriminar, sobre todo tratándose de un espadachín experto, si el asaltante había usado la mano derecha o la izquierda. Una herida solía ser más profunda en el punto de incisión, punto que recibía toda la fuerza del ataque.
La herida en el fino cuello de Gunnora, sin embargo, era tan simétrica, tan perfecta como una luna menguante. Alguien se había esmerado, la había hecho con arte. Qué cosa más extraordinaria.
Esto lo impulsó a estudiar las manos de la moza. Apartó los holgados puños, tratando de doblarlos con el mismo cuidado que había mostrado la abadesa con el velo y el griñón. Aunque él hubiese ordenado esta perturbación del último sueño de la difunta, al menos podía manifestarle su respeto. Sintió que la abadesa lo miraba, si bien no intervino, y, con la sensación de haberse ganado unos puntos, se inclinó sobre las manos y los antebrazos de Gunnora.
Un rasguño en la muñeca izquierda parecía antiguo, pues se le había formado una costra, ahora parcialmente caída. No habría sido así si hubiese ocurrido en el momento de la muerte. Tenía las uñas carcomidas y un padrastro arrancado en el índice derecho tenía una desagradable consistencia. Aparte de esto, las manos no presentaban heridas.
—Mirad, abadesa, mirad sus manos.
La abadesa obedeció.
—No luchó —comentó.
—Exactamente. De haber luchado, si hubiese tratado de protegerse de un cuchillo, se le notaría en las manos.
Josse frunció el entrecejo en un esfuerzo por entender lo que esto significaba. O bien había perdido el conocimiento cuando la atacaron o estaba dormida… o… ¿o qué?
O la había atacado más de una persona.
Regresó a las mangas y las empujó hacia arriba, con mayor apremio; examinó el brazo… y encontró lo que buscaba.
—Mirad —señaló.
En la blanca piel había pequeñas magulladuras: dos en el brazo derecho y cuatro en el izquierdo. Sin detenerse a pensar en el decoro, se puso detrás de la abadesa y la asió de los brazos.
—¿Veis? La cogieron así, desde atrás. Lo bastante fuerte para que los dedos del asaltante la magullaran.
—Un hombre la sostenía mientras otro le cortaba el cuello —dijo la abadesa, con un tono de infinita compasión.
Teniéndolo tan cerca, Josse sintió cómo el cuerpo de la abadesa se volvía laxo. Luego, como si ambos se percataran simultáneamente de lo indecoroso de su posición, dio un paso atrás, y ella, uno adelante. Él dejó caer los brazos y estaba a punto de disculparse, cuando Helewise habló.
—¿Deseáis ver algo más en el cadáver? —preguntó en tono enérgico.
El cadáver. Acaso resultara más fácil referirse a Gunnora como un cadáver.
—No, creo que no. Aceptaré la palabra de vuestra hermana enfermera sobre el intento de hacer que pareciera una violación. —Dicho esto, percibió el alivio de la abadesa.
Rodeó lentamente el ataúd. Tenía que comprobar algo más. Pero ¿qué? Con expresión distante observó cómo la abadesa ordenaba la ropa de la difunta, colocaba el sencillo crucifijo de madera entre sus manos, le alisaba el velo…
¡Ajá! Eso era.
—¿Puedo ver sus pies?
La abadesa no expresó en voz alta el interrogante que apareció en sus ojos, sino que levantó el dobladillo del hábito y reveló unos pies pequeños metidos en estrechos zapatos de cuero.
Las suelas estaban frías. Josse presionó la piel con un dedo y detectó humedad. Pues claro que el rocío le habría mojado los zapatos. Al fin y al cabo, había estado fuera en plena noche. Inspeccionó los pies, los tobillos. Estaban limpios.
—¿Habrán lavado su cuerpo?
—Naturalmente. Por la sangre.
—Sí, claro. Me refería a sus pies, a las pantorrillas.
La abadesa se encogió de hombros.
—No lo sé con certeza. Me imagino que sí. —Y entonces, aunque Josse percibió su renuencia, la abadesa inquirió—: ¿Por qué?
—Me pregunto, abadesa, y no he dejado de preguntármelo, qué hacía una monja fuera del dormitorio, fuera del convento, en plena noche. ¿Habrá ido lejos? Su muerte sucedió cerca, sí, pero ¿iba o venía? Pregunto por sus pies y piernas porque, de haberse salido del camino… y habría tenido que hacerlo si fue más allá del santuario, habría caminado entre hierba crecida. Lo más normal sería encontrar señales de esto en sus piernas, en el dobladillo de su hábito. Y sus zapatos estarían empapados.
La abadesa hizo un rápido asentimiento con la cabeza.
—Sí, sí, ya veo. Tenéis razón… Los caminos sólo llegan al santuario y a la casa de los monjes y al pequeño charco que se forma al pie del santuario. El sendero, el sendero en que la encontraron, es más corto y estrecho y no se usa mucho.
Ahí tenía, pues, la respuesta a una pregunta. Fuera cual fuera la misión que la había sacado esa noche de su habitación, Gunnora no había llegado lejos. Sin embargo, una pregunta acarreaba otras preguntas, cosa que parecía suceder cada vez más. ¿Había hecho lo que se había propuesto o la habían matado cuando iba a hacerlo?
Josse observó a la abadesa, que volvía a arreglar las prendas de la difunta.
Entonces Helewise se acercó a él y, con la vista fija en la moza muerta, ambos guardaron silencio.
Josse ya no tenía la impresión de que podía averiguar más cosas con el cuerpo. Había llegado el momento de dejarlo en paz. Dio un paso adelante, recogió la tapa del féretro y la colocó en su sitio. Metió las puntas de los clavos en sus respectivos agujeros y los clavó con la tabla de madera que había usado antes.
Se detuvo nuevamente al lado de la abadesa. Después, como si ambos hubiesen esperado una inaudible señal de despedida, se volvieron y regresaron a la escalera de caracol.
—He intentado que siempre haya alguien velando el cuerpo —dijo la abadesa al salir de la iglesia, que, al igual que cuando habían entrado, se hallaba llamativamente vacía—. Pero ha pasado mucho tiempo y me he dado cuenta de que mis monjas se angustiaban y que, al seguir turnándose para acompañar a la pobre Gunnora, el terrible acontecimiento permanecía siempre en su mente. —Se encogió ligeramente de hombros—. Así que ya no insisto en ello.
—Si se me permite decirlo, me parece sensato. Sin duda la impresión de que ha sido abandonada, el que nadie de la familia haya venido a buscarla, las conmueve aún más.
—Efectivamente. Milord D’Acquin, es extraño, ¿verdad?, que no hayan respondido. Se lo mandé decir, claro, en cuanto pude, y el hogar de la familia se encuentra a un día de aquí, como mucho. Además, sé que recibieron el mensaje, pues quien lo llevó me lo dijo.
—¿La persona que llevó la noticia os dijo cómo habían reaccionado? Con conmoción y angustia, sin duda, pero…
—Él… fue uno de los hermanos legos… me dijo que el padre estaba conmocionado, sí, pero también que lo extraño era que lo parecía aun antes de que se apeara del caballo.
—¿Creéis que lo adivinó? ¿Que se figuró que una persona que llegara en un caballo agotado sólo podía traer malas noticias de la abadía donde residía su hija?
—Tal vez. —Helewise frunció el entrecejo—. Sí, probablemente fuese eso. Pero es extraño…
Josse aguardó.
—¿Qué?
Otro encogimiento de hombros.
—El hermano tuvo la fuerte impresión de que el padre ni siquiera se había enterado de la noticia. Se esforzó por repetirle el breve relato de lo que había ocurrido, pero ya en presencia de dos de los criados.
—¿Y no obtuvo mayor reacción la segunda vez?
La abadesa esbozó una sonrisita, como si a ella misma le costara creer lo que estaba dando a entender.
—Eso es lo más raro. El padre, según dice el hermano lego, pareció descartarlo; dio la impresión de que algo más le preocupaba, que esta terrible noticia sobre su hija no era sino una distracción.
—Una distracción —repitió Josse. Todo muy raro—. ¿Puede fiarse de lo que dice el hermano lego? ¿No es de los que adornan los relatos para darles mayor dramatismo?
—Nada de eso —contestó con vehemencia Helewise—. El hermano Saúl es un hombre excelente, de fiar y observador. —Le dirigió una mirada acusadora, como queriendo decir: «¿Por qué creéis que lo escogí?».
—Muy bien. Entonces debemos preguntarnos por qué un padre trataría la noticia de la muerte de su hija… de su asesinato… como si fuese un estorbo, algo que lo apartara de asuntos más importantes.
—Asuntos que ya le causaban angustia.
—Sí, eso también.
Se habían alejado de la iglesia y se habían detenido a la sombra del claustro. Josse estaba seguro de que ella sentía tanto alivio como él al respirar el limpio y cálido aire. La abadesa se encaminó hacia una puerta en el ala del edificio a su izquierda y, con un gesto de la mano, propuso:
—Reflexionemos sobre esto mientras vamos al refectorio para la comida del mediodía.