Capítulo cuatro

Y ahora, por favor, abadesa Helewise —dijo Josse cuando se encontraron de nuevo a solas, ya que sor Eufemia había regresado a la enfermería—, os agradecería que me contarais todo lo que recordáis de las últimas horas de Gunnora.

Helewise se preguntó si pretendía parecer tan pomposo. Lo estudió, observó la ligera tensión evidente en su modo de inclinarse y decidió en su favor. Se sentía nervioso, acaso turbado por encontrarse en un convento… cosa que solía afectar a la gente, sobre todo a los hombres… y la intranquilidad había provocado ese tono exageradamente formal.

También se percató de que era demasiado corpulento para la delicada sillita en que se había sentado. De hecho, no era mucho más que un taburete; servía para una mujer de complexión más menuda, pero no para soportar a un hombre alto de anchos hombros, uno que, para colmo, parecía poseer una inquietud tan innata que se le notaba perfectamente el esfuerzo que le suponía tratar de permanecer quieto en un asiento tan inadecuado.

Le correspondía a ella, decidió, hacer que se sintiera cómodo. Con esto en mente, compuso una expresión que su difunto esposo solía llamar la de déspota tras una buena cena. Dirigió a su visitante una sonrisa benévola y observó en él un fugaz destello de alarma, sustituido por una sonrisita.

Cielos, quizá el querido Ivo tenía razón al tildarla de déspota.

—¿Cuánto sabéis acerca de la rutina cotidiana en un convento, caballero D’Acquin? Os lo pregunto porque, sin tener un conocimiento básico de nuestras costumbres, os costaría más percibir actitudes extrañas en los últimos días de Gunnora.

—Lo entiendo. Señora, sé poco, aparte de que vuestras horas las determinan las misas y de que en vuestras oraciones intercedéis ante Dios por el bien de toda la humanidad.

«Bien dicho», pensó Helewise, y en agradecimiento inclinó la cabeza.

—Efectivamente, seguimos la disciplina de nuestros divinos oficios durante las veinticuatro horas del día. Nuestro reglamento, como el de la gran fundación en Fontevraud, tiene por modelo el reglamento benedictino, si bien con ciertas modificaciones importantes. Sin embargo, no somos una orden estrictamente enclaustrada, en el sentido de que la oración no constituye nuestra única ocupación. Servimos a la comunidad de otras maneras.

—Cuando me acompañaron, vi a una hermana ayudando a un hombre a acostumbrarse a andar con muletas. Y puede que me equivoque, pero me pareció oír a un niño llorar.

Un hombre observador, el tal Josse d’Acquin, se dijo Helewise. Había observado mucho en los breves segundos que tardó en llegar del portón al claustro.

—No os equivocasteis. Tenemos un hospital, en la larga ala junto a la iglesia. Sor Beata, a quien visteis, ha estado cuidando a un cazador furtivo que perdió el pie en una trampa para hombres. También contamos con una ala para la rehabilitación de prostitutas arrepentidas. Quizá os sorprenda, señor, saber cuántas mujerzuelas se redimen con la maternidad y acaban deseando una vida más pura.

—Me alegra oírlo. —Josse debía de haber detectado en su voz un reproche, por lo demás no intencionado, pues prosiguió—: No pretendía fisgar, abadesa Helewise, cuando mencioné al bebé… Es sólo que el sonido me sorprendió. —«En un convento». Estas palabras no expresadas permanecieron suspendidas en el aire.

—Por favor, no hacen falta las explicaciones. —Helewise volvió a sonreírle, ahora con mayor sinceridad—. Una de las mozas a las que cuidamos dio a luz la semana pasada. Nosotras mismas nos asombramos a veces al oír los dulces sonidos de su bebé.

—Un hospital y un reformatorio. —Josse se relajó visiblemente—. Tenéis mucho trabajo en Hawkenlye.

«Más de lo que creéis», pensó Helewise. ¿Parecería orgullosa si le hablaba del resto? Tal vez. Por otro lado, estaría hablando por sus hermanas; ellas eran las que hacían el trabajo duro. Ellas, las que se merecían el reconocimiento.

—También manejamos una casa de retiro para monjes y monjas ancianos o enfermos, así como una pequeña leprosería. —Al oír esto último, Josse reaccionó como solían hacerlo las gentes, y la abadesa añadió lo que solía añadir para tranquilizarlas—: No os alarméis, milord. La leprosería está aislada de la comunidad y tenemos la suerte de que tres hermanas hayan decidido, por voluntad propia, encerrarse con los enfermos. Ellas, y aquellos que pueden, participan de la vida espiritual de la comunidad mediante un pasaje cerrado que lleva a una capilla aparte, adjunta a un pasillo lateral de la iglesia. No corréis más peligro de contagiaros aquí que en el ancho mundo; menos, quizá, pues nuestras hermanas enfermeras saben descubrir los primeros síntomas de la lepra. A la menor sospecha, introducen al paciente en un pabellón separado hasta… —no, no hacía falta entrar en los detalles clínicos—, bien, hasta que lo ven con certeza.

Josse había estado agitando la cabeza durante los últimos segundos de este discurso.

—Abadesa, me habéis malinterpretado. Mi reacción a lo que decíais no era de miedo o de horror. —Se interrumpió y se corrigió—. Bueno, no del todo. No puedo decir que sea más inmune que otras personas al miedo a la enfermedad, pero lo que estaba pensando es que vos y vuestras hermanas tenéis una pesada carga. Una enorme responsabilidad.

Helewise lo estudió atentamente y no detectó ni falta de sinceridad, ni intento de adularla o de ganársela.

—Mis monjas y yo recibimos mucha ayuda de los hermanos legos que viven con los monjes junto al santuario —dijo. Había que dar el crédito a quien lo merecía—. Son hombres buenos, incultos, pero fuertes y dispuestos. Evitan que nos cansemos con las tareas más pesadas.

—No conocía su existencia. Sólo me hablaron de los monjes que, según tengo entendido, se encargan del manantial del que mana el agua milagrosa.

—Así es.

La abadesa mantuvo un tono neutral. ¿Para qué revelar a este visitante tan perspicaz que uno de los problemas más persistentes a que se enfrentaba eran los quince monjes que vivían en el valle? Diríase que creían que el solo hecho de vivir tan cerca del santuario de la Virgen les otorgaba una aura de santidad que todo el mundo debía reverenciar. Una santidad que, al menos esto parecían pensar, los eximía del trabajo duro. Eran, en palabras del propio fray Fermín, las Marías, que adoraban a Nuestro Señor, o, en este caso, a su Santa Madre, mientras que las Martas, o sea, Helewise y sus monjas, debían «encargarse de muchas cosas».

—¿Conocéis, milord D’Acquin, la razón por la cual tenemos hospitales y hogares? —preguntó, en lugar de referirse a los monjes.

—Sí. Tenéis un manantial curativo en la abadía.

—Sí. Y, de acuerdo con la tradición, el mercader enfermo al que la Virgen se apareció… ¿conocéis la historia? —Josse asintió con la cabeza y Helewise prosiguió—: El mercader, pues, dijo que Nuestra Señora lo alabó por dar el agua del manantial a sus compañeros enfermos y le dijo que esa agua constituía la mejor cura de todas.

—Los monjes, entonces, cuidan el manantial —resumió Josse.

—Sí. Atienden a las necesidades más inmediatas de quienes vienen a tomar el agua. Proporcionan un refugio del sol y la lluvia, un fuego caliente cuando hace frío, bancos en los que sentarse, un alojamiento sencillo para quienes desean pernoctar. Recogen el agua en jarras y la sirven a los peregrinos en las tazas que traen. También dan consejos espirituales a quienes los han de menester.

La mirada de Josse se encontró con la suya, y ella supo lo que iba a decir aun antes de que lo expresara en voz alta.

—Me parece una vida poco exigente, comparada con la de las hermanas.

Había captado lo que ella tanto había intentado ocultar. «He de ser aún más cuidadosa —se dijo—. No debo permitir que se me note el resentimiento».

—Los monjes trabajan con devoción —manifestó en tono sincero.

Josse seguía mirándola y sus ojos castaños denotaban cierta compasión.

—No lo dudo.

Se produjo un momento de silencio, durante el cual Helewise percibió el principio de una corriente de simpatía entre ellos.

Luego, Josse d’Acquin dijo:

—Me habéis dado una imagen sumamente clara de la vida en la abadía de Hawkenlye. Ahora, abadesa, creo que puedo intentar entenderos si me habláis de las últimas horas de Gunnora aquí.

Helewise se acomodó en su silla y, tras tomarse un momento para ordenar sus pensamientos, evocó ese día, extraordinario sin duda, porque, pese a ser el último de Gunnora en esta Tierra y el precursor de aquella terrible muerte, había sido extraordinariamente ordinario.

—Creo haberos dicho que Gunnora llevaba con nosotros menos de un año —empezó a decir—. Esto significa que era una novicia. Durante el primer año, preferimos que nuestras hermanas pasen más tiempo con sus devociones que con el trabajo práctico… Nos parece importante que estén firmemente adaptadas a la vida espiritual de la comunidad. Las esperan muchas pruebas y muchos rigores, y deseamos darles las armas con que afrontarlos ayudándolas a sentirse seguras en el Señor.

—Entiendo. Me parece muy sensato. Además, un año no es largo…

—Efectivamente. Las novicias tienen mucho que aprender.

Josse se removió en el delicado asiento e hizo ademán de cruzar las piernas. De nuevo, Helewise tuvo la viva impresión de ver una gran dosis de energía bajo control. El taburete protestó con un rechinido y Josse detuvo el ademán y, lenta y cuidadosamente, volvió a colocar el pie en el suelo. No sin dificultad, Helewise se concentró en el asunto que los ocupaba y lo oyó decir:

—También habéis comentado que Gunnora no estaba hecha para la vida en el convento. ¿Podríais explicármelo?

—No pretendía ser crítica —repuso rápidamente la abadesa, pero, por Dios, lo parecía—. Es sólo que tenía la sensación de que Gunnora luchaba más que la mayoría de nosotras con las normas de la existencia de una monja. —En el rostro de Josse se notaba aún una expresión interrogante—. La pobreza, la obediencia, la castidad —añadió Helewise—. Cada hermana tiene problemas con alguna de las tres. Las mozas de menos de veinte años y las que apenas los sobrepasan han de luchar contra su natural inclinación hacia las poderosas exigencias de la carne; por su parte, a las mayores que entran tras ser esposas de hombres ricos les cuesta dormir sobre un camastro de madera y vestir el sencillo hábito negro. Para muchas de nosotras, si no para todas, la obediencia constante e incondicional supone una pesada cruz. —Hizo una pausa—. Aunque no creo que Gunnora, que en paz descanse, tuviese problemas con la castidad, nunca dejó de luchar contra la pobreza y la obediencia. Tan repetida era su desobediencia a la regla que me resulta casi imposible decir, con toda sinceridad, que hubiese hecho algún progreso en esos doce meses. —Su mirada se encontró con la de Josse—. Pronto le iba a tocar pronunciar el primero de sus votos y yo no pensaba permitírselo. Iba a decirle, con la mayor amabilidad posible, que no creía que estuviese preparada. —Volvió a vacilar. ¿Sería desleal si continuaba? Pero, bueno, Gunnora había muerto, y para averiguar cómo y por qué, este hombre necesitaba saber toda la verdad. De modo que agregó, casi en un susurro—: Y que, en mi opinión, nunca lo estaría.

Josse lo aceptó sin comentarios. Pero ella sabía que había escuchado y entendido la importancia de esta afirmación. El silencio meditabundo de Josse duró un momento.

—Y me figuro que el último día estuvo repleto de violaciones de la regla, ¿verdad? —preguntó por fin.

—Supongo que sí, aunque no me habría enterado de todas en seguida, a menos de percibirlas por azar. Gunnora asistió a las misas. Sin embargo, como siempre, dio la impresión, la fuerte impresión de que su mente estaba ausente. —Helewise se inclinó hacia Josse en un intento por transmitir lo que había visto en Gunnora, con palabras que pudiera entender alguien que no conocía a la moza—. Milord, estaba aquí por voluntad propia y, no obstante, una siempre sentía que creía estar haciéndonos un gran favor con su presencia. Cuando las cosas le iban bien… y sería un grave error sugerir que nunca le iban bien… adoptaba una expresión extraña, una sonrisa superior, como diciéndonos: ¿lo veis? Puedo hacerlo cuando quiero. Y, si una de las hermanas mayores la reprendía, por suavemente que fuera, Gunnora recibía la reprimenda con cara pétrea; su inmovilidad misma traslucía resentimiento.

Josse asintió con la cabeza.

—Sí, es lo que en un soldado llamaríamos insubordinación muda.

—¡Eso! —La frase encajaba a la perfección.

—Creo que dijisteis que tenía pocas amigas, ¿no?

—Lo dije, aunque, a decir verdad, aquí no aceptamos el concepto de amistad. Se desalientan ciertas relaciones, pues resulta demasiado fácil para un grupo de dos o tres amigas íntimas excluir a las demás y pasar por alto las necesidades sociales de las hermanas menos comunicativas. Sin embargo, lo que usted dice es esencialmente correcto. A Gunnora casi nadie la buscaba durante las horas de descanso, y rara vez era la primera a la que escogían como compañera en una excursión fuera de la abadía. Hasta poco antes de su muerte, yo habría pensado que pasaba casi todo su tiempo en la intimidad de sus propios pensamientos, y que ése era, precisamente, el lugar donde prefería encontrarse.

—¿Qué ocurrió para cambiarlo? —la animó Josse.

—La llegada de una nueva postulante. Ella y Gunnora se entendieron, aunque cuesta imaginar la razón, porque eran muy distintas. Elvera es una joven alegre y de momento tengo dudas en cuanto a si lo suyo es realmente una vocación o la romántica idea de que se ve muy bien con el hábito, administrando agua bendita a los agradecidos enfermos. —Sus miradas se encontraron y compartieron una sonrisa—. Sucede a veces. De las numerosas doncellas y mujeres que solicitan ser admitidas, al menos una cuarta parte acaba por decidir que su vocación existía únicamente en su imaginación.

—¿Qué hacéis con ellas?

Josse parecía en verdad interesado. Si tenía hombres a su mando, y esto parecía probable, lo lógico sería que le interesara un asunto administrativo tan delicado.

—A todas las que llaman a nuestra puerta las dejamos entrar, pero primero han de pasar un período de prueba de seis semanas, durante las cuales son libres de marcharse en cuanto lo deseen. Las que no encajan en absoluto suelen durar menos de un par de semanas. Acabadas las seis semanas, a las que siguen con nosotras las aceptamos como postulantes y empieza su educación. Seis meses después pronuncian una versión simplificada de sus votos y se convierten en novicias. Si todo ha ido bien durante un año, entonces pronuncian el primero de sus votos permanentes.

—¿Y cuánto tiempo le dais a la tal Elvera, abadesa?

Ésta se permitió una pequeña carcajada.

—Puede que no dure más allá de hoy.

—No la dejéis marchar hasta que yo haya hablado con ella —apremió Josse—. Si es que me lo permitís, claro.

—Sí.

Helewise no veía motivo para preguntarle por qué deseaba hablar con Elvera. Sin duda se lo diría.

Y tenía razón.

—¿Decís que eran amigas, ellas dos? —Helewise asintió con la cabeza—. O sea, que una mujer que se ha sentido bastante satisfecha con su propia compañía durante casi doce meses, de repente se entiende con una recién llegada que al parecer no encaja en absoluto. ¿Cuánto tiempo llevaba aquí?

—Llegó hace casi un mes. Ella y Gunnora se conocieron hace poco más de una semana.

—Un tiempo muy corto para que nazca un vínculo tan improbable.

—Sí. Y aun así tuve que recordar varias veces a Gunnora que no la buscara tan abiertamente. Y la mañana del día en que Gunnora murió, las oí reír.

—¿Reír?

Algo en su tono sugería que lo había interpretado mal.

—No prohibimos la risa. Pero, como en todo en la vida, hay un momento y un lugar para la risa. ¿No os parece?

—Sí, evidentemente.

—Y el hospital, fuera de la habitación donde un hombre se encuentra sentado al lado de su esposa moribunda, no es un lugar para las risitas juveniles.

—No, claro que no. —Josse parecía pasmado—. Gunnora, al menos, debería haber ejercido un mayor control. ¿No llevaba tiempo suficiente con vos para ello?

—Sí.

El incidente, pequeño pero inquietante, constituía en opinión de Helewise un ejemplo perfecto de lo que intentaba transmitir. Gunnora seguía sus propias reglas. Vivía en el interior de su cabeza y no parecía advertir las necesidades de los demás.

Josse estaba murmurando algo. Al notar su vista clavada en él, inquirió:

—¿La reprendisteis por las risas?

—Yo no. Pero sor Bea salió corriendo a hacerlo, a alejarlas, y sor Eufemia oyó el alboroto. Tengo entendido que les dio una buena reprimenda. Le importan mucho sus pacientes, señor, así como la reputación del hospital.

—No lo dudo. ¿Qué ocurrió el resto del día?

—Gunnora puso su expresión más pétrea y había un dramático aire de sufrimiento en su modo de distanciarse de Elvera, de todas nosotras. Resulta extraordinario… —Helewise se sorprendió a sí misma al reconocerlo abiertamente—, pero tenía el don de hacer que quien la acusaba se sintiera culpable, aun cuando, como en este caso, fuera ella la que estaba en falta, y aun cuando quien la había reprendido lo hubiese hecho con toda razón.

—¿Así que no habló con nadie esa velada?

—Creo que no. No puedo referirme a la velada entera, pues no la observé todo el tiempo. Pero me senté cerca de ella durante la cena y frente a ella durante el descanso. Rechazó completamente todo intento de conversar. De hecho, pareció sentirse aliviada cuando la campana nos llamó a completas y, justo después, a la cama.

—¿Y nadie habla nunca después de acostarse?

—No. Nunca. En el dormitorio no se permite el contacto entre hermanas.

No hacía falta explicar por qué, de esto estaba segura.

—¿Y nadie se levanta nunca, anda por ahí y sale del dormitorio?

—No. Cada hermana hace sus necesidades detrás de su propia cortina.

—Ya… —Josse se sonrojó ligeramente—. Abadesa, me disculpo por estas preguntas que se refieren a asuntos tan privados en vuestra comunidad, pero…

—Entiendo que son necesarias. Continuad.

—¿Alguien lo habría oído si una hermana se hubiese levantado de la cama?, ¿si hubiera salido del dormitorio?

Helewise reflexionó.

—Yo diría que sí, pero quizá me equivoque. Nuestros días son largos, milord, y la mayoría de nosotras nos dormimos pronto y nos quedamos dormidas hasta la medianoche, para maitines y, después, hasta el amanecer para la prima.

—¿Gunnora estuvo presente a medianoche?

—Sí. Y ausente en la prima. Fue cuando se dio la alarma y mandamos partidas de búsqueda.

—Se marchó, pues, de madrugada. —Josse cerró los ojos, sin duda para visualizar la escena—. Digamos que, con la intención de llevar a cabo la expedición nocturna, regresó a su cama tras la misa de medianoche y permaneció despierta. Acaso se acostó completamente vestida, a fin de no hacer ruido al levantarse de nuevo. ¿Alguien lo habría advertido?

—No. No nos asomamos a las camas de las otras. Además, apagamos las velas en cuanto regresamos al dormitorio.

—O sea, que Gunnora aguardó a que todas estuviesen dormidas y anduvo en silencio por el dormitorio, pasó ante las hermanas dormidas y…

—No ante todas. Su cubículo era el tercero a partir de la puerta.

—Entiendo. Abrió la puerta y…

—No, la puerta estaba entreabierta. Hacía mucho calor y habíamos decidido dejarla abierta para tener más aire en el dormitorio.

—Ah. Mmm. —Josse volvió a cerrar los ojos—. Abadesa, ¿me permitiríais visitar el dormitorio?

Helewise sabía que se lo pediría.

—Sí —contestó llanamente.

Helewise adivinó de antemano lo que iba a hacer. Él le pidió que ordenara la larga habitación, ahora vacía tal como había estado esa noche. Lo hizo: mantuvo la puerta entreabierta con la misma piedra y tapó los primeros cubículos con sus respectivas y vaporosas cortinas. Al ver la limpieza y el inmaculado orden que tanto le agradaban, se alegró de que no fuera uno de esos días en que, en sus prisas, alguna hermana hubiese dejado la cama desordenada, aunque fuese ligeramente. Entonces le enseñó dónde dormía Gunnora. Josse entró en el cubículo adyacente y dejó caer la delgada cortina.

—Ahora, ¿tendríais la amabilidad de…?

Helewise entró en el cubículo de Gunnora. Qué inquietante, ver el lugar donde la moza había pasado sus últimas y solitarias horas. Se quitó los zapatos y aguardó, obligándose a contar hasta cincuenta. Luego, tan silenciosamente como pudo, levantó ligeramente la cortina, se deslizó debajo de ella y, andando de puntillas, salió del dormitorio. Sabía, al igual que todas las monjas, que el tercer escalón de madera crujía, de modo que pasó directamente del segundo al cuarto. Finalmente, todavía con exagerada cautela, descendió a la planta baja.

Unos minutos después, cuando acababa de ponerse los zapatos, Josse apareció en lo alto del corto tramo de escalera.

—No os he oído —dijo—. Tenía los ojos cerrados y os llamé; como no contestasteis supe que os habíais ido. No he oído absolutamente nada —repitió— ¡y estaba despierto! ¡Estaba escuchando!

—Lo sé. —Helewise se sentía extrañamente emocionada, afectada por el pequeño descubrimiento de que era perfectamente posible que alguien saliera del dormitorio sin que la oyeran—. Y ahora, ¿qué? —preguntó con genuino interés.

El color desapareció del rostro de Josse, quien pidió en tono sombrío:

—Ahora, por favor, enseñadme el lugar donde la encontraron.

Salieron por la puerta trasera del convento, la cual daba al sendero que descendía serpenteando al valle. A los pocos metros, los tejados del santuario y de la casa de los frailes aparecieron a la vista. Pasado un rato, Helewise enfiló un camino menos trillado, cuya pendiente se iba acentuando conforme se aproximaban al fondo del valle.

La abadesa no lo había bajado desde que habían hallado a Gunnora.

—Estaba allí —señaló—. A un lado del sendero. A plena vista, cosa que se me antojó rara.

—Sí —convino Josse—. Lo normal es que quienquiera que la matara intentara ocultar el cuerpo. Sin duda le habría convenido que tardaran en descubrir el asesinato, aunque sólo fuera para darle más tiempo en su huida.

—Se trataba de algo más complejo —comentó Helewise pausadamente—. Daba toda la impresión de que el asesino estaba resuelto a que la encontraran. La había… arreglado. —Ésta era la mejor definición que se le ocurría.

—Arreglado —repitió Josse.

—Sus piernas y brazos formaban un dibujo como de estrella. —¡Ay, qué duro era recordarlo!—. Parecía que se habían esmerado en perfeccionar la figura.

—Horrible —murmuró Josse—. Desalmado, realmente espantoso. Aunque no deseaba hacerlo, la abadesa sabía que debía contarle el resto.

—Sus faldas estaban levantadas y dobladas con mucho cuidado. Me fijé en ello. —Al percatarse de la omisión, continuó—: Yo no la encontré… La encontraron dos hermanos legos, escasos minutos después de que hubimos empezado la búsqueda. Yo estaba bajando de la abadía y los oí gritar. Fui la tercera persona en verla.

—Entiendo. —La voz de Josse contenía un deje de compasión—. Seguid. Me estabais hablando de su falda.

—Sí. —Helewise tragó saliva—. Habían doblado la falda y la enagua como si fueran una, las habían doblado en tres. El primer doblez llegaba hasta las rodillas, el segundo, hasta los muslos y el tercero hasta el vientre. Como sabéis, Gunnora estaba desnuda de cintura para abajo. Y cubierta de sangre.

Le temblaba la voz. Apretó los dientes con la esperanza de que él le diera tiempo de recuperar la ecuanimidad antes de hacerle más preguntas.

Y así fue. Josse anduvo lentamente por el lugar. Resultaba imposible —hasta para quien la había visto, como Helewise— saber exactamente dónde había estado tendida. Las numerosas suelas de botas y zapatos que habían pisado el lugar del crimen habían borrado la escasa sangre que había goteado sobre la hierba. Por lo tanto, Helewise no entendía lo que Josse buscaba. Acaso le estuviese dando tiempo para recuperarse.

Al cabo de un rato, el hombre regresó a su lado.

—Había algo acerca de una cruz, ¿no? Una cruz con una piedra preciosa.

—Sí. La encontraron allí, donde el sendero dobla.

—Una violación que no fue violación y una cruz robada arrojada al suelo… aunque no entiendo por qué, a menos que fuera accidental, puesto que nadie estaba persiguiendo al asesino.

—Nosotros no, pero es posible que alguien lo viera.

—¿Alguien que prefiere que no se sepa que andaba por aquí en plena noche?

—Exacto.

—Mmm. —Josse volvió a alejarse unos pasos—. Mmm.

—Acerca de la cruz…

Josse se volvió hacia Helewise y clavó en ella una mirada alerta.

—¿Sí?

—No era de Gunnora. Era muy parecida a la suya. El mismo engaste de oro, el rubí del mismo tamaño y color. Pero Gunnora me dio la suya hace unos meses y pidió ponerse una cruz de madera.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

Eso era fácil de contestar.

—Como prueba de pobreza, creo.

Una prueba muy ostentosa, había pensado Helewise a la sazón, y que no servía de gran cosa, pues Gunnora le había pedido que pusiera la suya a buen recaudo. Habría resultado más convincente si le hubiese pedido que la vendiera y usara el dinero para los pobres.

—¿Así que no llevaba su propia cruz al morir?

—No. —La cruz de Gunnora se hallaba todavía en la cajonera de Helewise. Lo había comprobado. Y ahora junto a esta cruz se encontraba la otra, la que habían hallado al lado del cuerpo—. Todavía llevaba puesta la cruz de madera, pero se le había metido debajo del escapulario. Lo más probable es que sólo otra monja hubiese pensado en buscarla allí.

—Una violación que no fue tal —repitió Josse en tono meditabundo— y, ahora, un robo que no fue tal. —Miró fijamente a Helewise—. Abadesa, parece que lo único que nos queda es un asesinato.