La monja difunta se llamaba Gunnora. Habían llevado su cuerpo de vuelta a la abadía de Hawkenlye, y la encargada de la enfermería había hecho todo lo posible por disfrazar el modo en que había fallecido. Con el griñón en su lugar ya no se le veía el horrible cuello cortado, pero para ocultar la expresión aterrorizada de la finada habría hecho falta más habilidad de la que poseía la hermana enfermera.
Al salir de la iglesia de la abadía tras su tercera sesión de vigilia, arrodillada junto al cadáver, la abadesa Helewise deseó que la familia de la moza muerta se apresurara a mandarle decir lo que quería que hiciera con el cuerpo. Afortunadamente, ya habían sellado la tapa del ataúd, pero con el calor el hedor de la muerte parecía haber corrompido la iglesia entera, la abadía entera.
«No es bueno para el buen ánimo de la abadía —se dijo con firmeza al atravesar el patio a buen paso—. Tendré que hacer algo al respecto».
Por supuesto, debía tratar con tacto y compasión a la pesarosa familia… si es que de veras sentían pesar, algo nada seguro, concluyó. Había detectado actitudes extrañas en sus tratos con ellos cuando habían hablado sobre el ingreso de Gunnora en el convento. «Me he contenido y no les he pedido su decisión —pensó Helewise—, pues es posible que, conmocionados por esta repentina muerte, ellos mismos no sepan todavía qué hacer, si conviene llevarse a su hija a casa o dejarla con sus hermanas en Dios».
Sin embargo, debía tener en cuenta a otras personas. Tenía a cargo un convento lleno de monjas vivas, esto sin contar los monjes que residían en las dependencias cercanas y todos los desdichados de diferentes condiciones sociales que, por la razón que fuera, se alojaban provisionalmente en Hawkenlye. No podía dejar que la muerte siguiera corrompiendo el aire que respiraban. Además, visto desde un punto de vista práctico —y Helewise poseía una gran capacidad para ver las cosas de ese modo—, cuanto antes enterraran decentemente a Gunnora, antes podrían superar todos el horror del asesinato y continuar con su existencia habitual.
Helewise agachó la cabeza y dejó atrás el sol del patio; cruzó el claustro y traspuso el umbral de la puerta del rincón que llevaba a la pequeña habitación donde se ocupaba de la administración del convento, o más bien de la abadía de Hawkenlye en su conjunto, pues no sólo era la madre superiora de sus monjas, sino también la de un reducido grupo de monjes que vivían junto al manantial sagrado en el pequeño valle de abajo, a casi una legua del convento.
Hacía cinco años que ocupaba el puesto. Sabía que ella era conveniente para la abadía (la falsa modestia no era una de sus características) y que la abadía le convenía a ella.
Ceñuda, se sentó a la larga mesa de roble que, con considerable esfuerzo y a un gran precio, había traído consigo de su vida anterior. Se centró y empezó a repasar con lógica el inquietante asunto de la vida y la muerte de la difunta Gunnora de Winnowlands.
Los cimientos de Hawkenlye eran recientes, nuevos en lo que respectaba a la construcción de una importante abadía, por lo que todavía suponía un bendito alivio haberse librado de carpinteros, albañiles y la interminable multitud de artesanos que parecían resueltos a convertirse en elementos tan permanentes como las propias monjas y monjes. La construcción se había iniciado en 1153, según órdenes directas de la nueva reina de Inglaterra, Leonor de Aquitania, y como resultado de un auténtico milagro acaecido en ese mismísimo lugar.
Desde el inicio de los tiempos no había habido en Hawkenlye más que un montón de chozas entre la escasa arboleda de los límites del extenso bosque. El bosque era un lugar solitario y muchos lo creían hechizado; se oían relatos de extraños ruidos que venían de la antigua forja de hierro en la que habían trabajado hombres antes del principio de la historia, y más de un viajero perdido en un sendero largo tiempo olvidado hablaba de un grupo fantasmal de soldados romanos que parecía marchar por una arboleda de abedules atravesando los troncos como si éstos no existieran…
Desde que los romanos habían abandonado la antigua forja de hierro, poco uso se había dado al bosque, aparte del engorde de cerdos en la abundante alfombra de bellotas de roble y de hayas que cubría el suelo en otoño. La única época del año en que se podía decir que había cierto ajetreo era el período de siete semanas entre el equinoccio otoñal y la fiesta de San Martín, durante las cuales el bosque se hallaba atestado de personas que engordaban a sus rebaños antes de matarlos para contar con provisiones en invierno.
En este extraño y despoblado lugar, en un caluroso día de principios de verano, un grupo de mercaderes franceses que iban de Hastings a Londres sufrió una misteriosa enfermedad. Se sintieron mal en la travesía desde Francia, pero, como creían que se trataba sólo de mareo, siguieron su camino hacia Londres. Sin embargo, al llegar a la loma que corona el valle de Medway, los cinco galos se sintieron incapaces de proseguir. Deliraban, padecían terribles dolores en las extremidades y dos de ellos tenían la ingle hinchada. Sus compañeros, temiendo que los contagiaran, les procuraron el escaso refugio que proporcionaba el primitivo asentamiento de Hawkenlye y los abandonaron.
Los franceses estaban a punto de rendirse y ponerse en manos del Todopoderoso, cuando, para su gran asombro, empezaron a curarse. Habían bebido agua de un pequeño manantial que brotaba en el valle, cerca de donde los habían dejado, un manantial de agua rojiza y ligeramente estancada. El menos enfermo de los mercaderes, que había tomado sobre sí la tarea de llevar agua a sus compañeros, tuvo una visión. Todavía ardiendo bajo los efectos de la fiebre, con la cabeza palpitante y la vista borrosa, creyó ver a una mujer de pie, en el aire, a orillas del manantial. Vestía de azul y en las largas manos blancas llevaba azucenas. Sonrió al mercader, y él creyó oírla alabarlo por el cuidado que dispensaba a sus amigos. Darles el agua del manantial, le dijo, constituía la mejor cura.
Naturalmente, los mercaderes difundieron la noticia por todas partes. Los más aventureros de cuantos los oyeron fueron a Hawkenlye, y pronto se creó un enérgico comercio de frascos de agua milagrosa. La Iglesia, alarmada tanto por la irreverencia que demostraban ante un auténtico milagro como por la posible pérdida de ganancias, construyó un santuario junto al manantial y, cerca de allí, aposentos para los monjes que lo atenderían.
Los rumores de la milagrosa aparición de la Virgen María a un desconocido en el lejano bosque llegaron a la gran abadía de Fontevraud, a orillas del Loira, cerca de Poitiers, la ciudad de la reina Leonor. Los fuertes vínculos de la reina con Fontevraud la incitaron a crear comunidades similares en otros lugares; así, cuando la coronaron en mayo de 1152, ya estaba haciendo planes para la construcción de la primera abadía inglesa, tomando Fontevraud como modelo.
El sincronismo es un extraño fenómeno, con un poder intrínseco que a menudo conduce a la creencia irresistible de que ciertas cosas están predestinadas. Esto le ocurrió a Leonor, a la que Fontevraud presionó para que, en nombre de la casa madre, apadrinara esta comunidad recién creada en Hawkenlye. ¿Acaso no era lo más indicado, ya que Fontevraud también estaba dedicada a la Virgen? Y esto, justo en el momento en que, como acababan de coronarla reina de Enrique II, tenía suficiente poder para hacerlo.
La abadía de Hawkenlye era espectacular. Tanto Leonor como la comunidad de Fontevraud se encargaron de que así fuera. La iglesia y la casa de las monjas, en la cima de la loma, las había diseñado un arquitecto francés y las construyeron albañiles franceses; la pièce de résistance del maestro de obras fue el tímpano sobre el portón principal de la iglesia. Al igual que muchos otros artesanos, pidió y recibió autorización para adoptar el Último Juicio como tema, y eran pocos los que contemplaban esta creación sin conmoverse.
En el centro del espacio en forma de cúpula se encontraba sentado Cristo en toda su majestad, con la mano agujereada levantada y una expresión mezcla de tristeza y severidad. Los bendecidos avanzaban hacia Él por la derecha; la Virgen María los precedía y san Pedro los guiaba suavemente desde atrás; el sol, la luna y las estrellas los bañaban con la celestial luz de la rectitud; unos ángeles tocaban la trompeta, como si dieran la bienvenida a los bondadosos que llegaban a recibir su recompensa, la de encontrarse eternamente en presencia de Dios.
A la izquierda de Cristo se hallaban los condenados.
Si las alegrías prometidas del Cielo no bastaban para convencer a los pecadores de que se enmendaran, lo habría conseguido el infierno representado en el tímpano de Hawkenlye. El reino de Satanás, visto por el maestro de obras, era un lugar de increíbles tormentos; reservaba una tortura concreta para cada uno de los siete pecados mortales. El orgullo lo personificaba un rey, desnudo salvo por la corona, al que dos demonios, horca en mano, obligaban a andar sobre carbones ardientes. La lujuria era una curvilínea mujer a la que unas ratas mordisqueaban los pechos mientras unas serpientes se deslizaban hacia el interior de sus partes pudendas. La glotonería, rotunda y de grueso trasero, tenía la cabeza sumida en un barril de excrementos. Unos diablos jorobados abrían el cráneo y sorbían los sesos de la ira, cuyo rostro deformaban la rabia y el tormento. La envidia y la avaricia, tan ocupadas anhelando las riquezas inútiles de los demás que no cuidaban su espalda, estaban a punto de ser azotadas por un cuarteto de demonios que llevaban cuerdas y afilados cuchillos en sus largas garras. A la pereza, dormida sobre un montón de leños, la estaba atando un diablo colmilludo, mientras otro prendía fuego a su hoguera.
Haciendo gala de tacto, los fundadores de la abadía también contrataron a artesanos locales además de a los franceses. Tallistas de madera ingleses trabajaron el sólido roble inglés y embellecieron el interior de la iglesia con su trabajo; se decía que la propia Leonor había donado una talla de marfil de morsa que representaba al difunto Cristo apoyado en José de Arimatea, hecha por un artesano inglés y guardada bajo llave en la tesorería. También recibió amorosa atención el santuario del valle, y hasta los sencillos aposentos de monjes y monjas eran bastante cómodos.
Una abadesa iba a administrar la nueva abadía.
Este novedoso concepto topó con considerable oposición, y no fue la menor la de los monjes del valle. Sin embargo, ya existía un precedente, y, para colmo, en la comunidad de Fontevraud. Fundada por el reformador bretón Robert d’Abrissel, que, entre otras ideas revolucionarias, creía en la supremacía de las mujeres, Fontevraud había luchado casi un siglo antes por el derecho a nombrar abadesa y había ganado. Y D’Abrissel tuvo razón. ¿Acaso las mujeres no eran mucho mejores organizadoras que los hombres, gracias a su experiencia criando a los hijos y administrando el hogar? Entonces, ¿a qué venía tanta sorpresa al ver que para el manejo de una abadía se requerían las mismas habilidades que poseía una aristócrata en el manejo de los grandes dominios de su marido?
La oposición en Hawkenlye no tenía muchas posibilidades de triunfar y acabó por desaparecer cuando la reina Leonor visitó la abadía. Le habían sugerido a un puñado de monjas maduras que poseían el talante y la experiencia necesarias para el manejo de su nueva abadía, y ella había hecho su elección con su acostumbrada rapidez y firmeza. La primera abadesa que nombró fue todo un éxito, como lo fue la segunda. En 1184, cuando hizo falta elegir a una cuarta abadesa, el precedente ya se había establecido. Leonor encontró tiempo en su ocupada agenda para regresar a Hawkenlye y examinar a las monjas que le habían propuesto. A los pocos instantes de conocer a una de ellas la escogió.
Helewise Warin, de treinta y dos años, estaba tan encantada con Leonor como ésta lo estaba con ella. Desde el momento en que fue nombrada, decidió que sería la abadesa más eficiente y más eficaz que hubiese tenido Hawkenlye.
Esta resolución se debía en gran parte a un loable deseo de no fallarle a la reina, de que no lamentara ni un solo momento haberla escogido.
Pero también se debía a su propio orgullo.
Sabía que en una monja no cabía el orgullo. ¿Y acaso no recordaba el castigo cada vez que entraba en la iglesia y miraba el tímpano del Juicio Final? «Sin embargo —razonaba su intelecto (otra costumbre que una monja debía abandonar, sobre todo cuando se oponía a la obediencia y a la humildad)—, ya no soy una mera monja. Soy una abadesa; de mí depende una comunidad inmediata de casi cien hermanas, quince monjes y veinte hermanos legos, sin contar la población de esta pequeña pero próspera villa».
Si el orgullo le permitía hacer bien su trabajo, concluyó, entonces sería orgullosa. La comunidad se beneficiaría sin duda de su decisión de no fallar ni a la reina ni a sí misma. Y si ese orgullo constituía una fea mancha en su alma, una mancha que le acarreara andar desnuda por toda la eternidad sobre las llamas del purgatorio, ése era el precio que tendría que pagar.
Quizá una alma caritativa la recordara en sus oraciones o mandara celebrar un par de misas para ella.
A Josse le indicaron cómo llegar a la abadía de Hawkenlye. Aunque las señas se le habían antojado algo imprecisas, al alcanzar la cima de la loma se percató de que eran adecuadas. Desde allí veía el alto tejado inclinado de la iglesia de la abadía, y a partir de allí el camino le resultó fácil.
Cerca de la entrada miró alrededor. A su izquierda, el bosque se había extendido hasta casi topar con el camino, si bien a la derecha habían cortado árboles y matojos. Una parte del terreno estaba cultivado y otra se dedicaba al pastoreo. Los corderos de un reducido rebaño levantaron nerviosamente la cabeza al paso de Josse, y éste distinguió, atada a un poste, una cabra y su cría, ya crecidita, correteando en torno a ella. A lo lejos, donde el terreno despejado cedía nuevamente el paso al bosque circundante, vislumbró unas casas agrupadas, desde una de las cuales ascendía una fina espiral de humo en el aire quieto de la mañana.
El pastoreo descendía hacia un estrecho valle, donde Josse vio el tejado de un edificio pequeño con una gran cruz en un extremo. Al lado de esta construcción se hallaba otra, más larga y achaparrada. Por lo que le habían dicho de la comunidad de Hawkenlye, supuso que se trataba del santuario de Nuestra Señora en el manantial y de la casa de los monjes.
Se iba aproximando al imponente portón de la abadía. Al llegar él a la altura del muro periférico, una monja salió de una pequeña estancia en una torre rinconera y le preguntó cómo se llamaba y qué lo llevaba allí.
Josse estaba preparado para esto. Nadie exigía que uno se identificara ni inquiría por sus motivos cuando uno se registraba en una posada de una villa de mercado, pero en un convento la situación era distinta. Metió la mano debajo de la túnica y sacó los papeles que le había dado el secretario del rey, uno de los cuales ostentaba el sello personal del mismísimo Ricardo.
Esto bastó a la portera, que hizo una especie de reverencia y dijo:
—Me imagino que querréis hablar con la abadesa Helewise. —Señaló un patio enclaustrado adjunto a la gran iglesia—. La encontraréis allí. Que una de ellas os enseñe el camino.
Ellas, según se percató Josse, eran un grupo de tres monjas que se dirigían, casi como deslizándose, del claustro al templo. Con un gesto de la cabeza dio las gracias a la portera, desmontó y, guiando al caballo, se acercó hacia las monjas. Una de ellas cogió las riendas con una mano poco firme y a todas luces renuente, mientras otra se ofrecía a llevarlo al despacho de la abadesa.
Josse la siguió, observándolo todo, aunque intentaba que no resultara demasiado evidente.
Su guía le susurró:
—¿Quién le digo que la busca?
Él se lo dijo.
La monja se adelantó con un ligero ademán de disculpa, pasó debajo del arco para entrar en el patio y, atravesando el claustro, abrió una puerta. Josse le oyó murmurar algo a la ocupante de la estancia, aunque no pudo captar las palabras, tras lo cual la monja le hizo un gesto para que se adentrara y, una vez cumplida su misión, pasó a su lado casi furtivamente y cerró la puerta.
La abadesa Helewise había alzado la vista mientras la monja hablaba. Inmóvil en su silla, estudió a Josse, que se había quedado de pie delante de ella. Su rostro, enmarcado por una almidonada tela blanca debajo de un velo negro, era de rasgos firmes, cejas bien dibujadas, grandes ojos grises y boca ancha que parecía sonreír con facilidad.
Sin embargo, de momento no sonreía.
De no haber sabido que era imposible, Josse habría dicho que lo esperaba: su rostro calmado no denotaba sorpresa, ni se veía curiosidad alguna en sus ojos.
—Josse d’Acquin —dijo la abadesa, repitiendo sin duda lo que le había dicho la monja—. ¿Y qué es lo que deseáis de nosotras, Josse d’Acquin?
Él le entregó los papeles y dejó que hablaran por él. Si el sello real impresionó tanto a la abadesa Helewise como a su portera, no lo demostró, sino que lo rompió, abrió la carta y la leyó de principio a fin.
Entonces la dobló y la alisó con una mano sorprendentemente cuadrada y fuerte (Josse siempre se había imaginado que las manos de las monjas eran pálidas y largas, más propias para las oraciones que para cascar nueces), y lo miró.
—Supuse que tarde o temprano llegaría alguien como vos. No me cabe duda de que deseáis que os explique lo que sé de Gunnora de Winnowlands. ¿Es así?
—Sí, señora. —¿Acaso debía dirigirse asía una abadesa? En todo caso, ella no pareció molestarse.
La cara de la abadesa, tensada por un esfuerzo interior, se relajó de repente y durante un instante casi pareció que iba a sonreír.
—Sentaos, milord. ¿Puedo ofreceros algo para refrescaros? —Posó una mano sobre una campanita de latón—. Es un largo camino desde la corte del rey Ricardo. —La sonrisa resultaba ya inconfundible.
—No he venido directamente de allí. —Josse correspondió a la sonrisa, tiró de la silla que le indicaba y se sentó—. Pero, sí, os agradecería algo con que refrescarme.
Otra de las costumbres castrenses de Josse consistía en nunca rechazar comida y bebida cuando se las ofrecían, puesto que nunca se sabía cuándo iban a ofrecerle más.
La abadesa Helewise tocó la campanita y pidió cerveza y pan a la monja que se presentó. Una vez servido el refrigerio —el pan aún caliente e inesperadamente sabroso y un trozo de fuerte queso que Josse supuso sería de cabra—, la abadesa tomó la palabra.
—Gunnora llevaba poco menos de un año con nosotras y no puedo decir que su aceptación en la comunidad fuese un éxito total. En nuestro primer encuentro parecía devota y declaró con fervor que estaba segura de su vocación. Pero… —Las oscuras cejas se juntaron—. Pero faltaba algo; algo sonaba falso. —Echó una ojeada a Josse y esbozó de nuevo una sonrisilla—. Sin duda me pediréis que os lo explique mejor, mas me temo que no puedo hacerlo. Sólo puedo decir que Gunnora poseía, en general, un talante que no se adecuaba a la vida en un convento. Decía lo que debía decir, pero no le salía del corazón. Como resultado, no encajaba y, naturalmente, como se daba cuenta, no era feliz. —Se corrigió de inmediato—. Diría más bien que no parecía feliz, ya que no confió ni en mí, ni, que yo sepa, en ninguna de las demás hermanas.
—Ya veo. —Josse trató en vano de absorber el rápido y esquemático esbozo de la monja muerta. Le costaba adaptarse, pues hasta ese momento no era más que eso, una monja muerta, y ahora, de pronto, se convertía en persona. Una persona que no era muy feliz—. ¿Tenía alguna amiga aquí? —preguntó, más por decir algo que por interés real. Después de todo, ¿importaba?
—No. —La abadesa Helewise no dudó—. Bueno, no hasta…
La interrumpió una llamada a la puerta, seguida casi de inmediato por la entrada de una monja regordeta de unos cincuenta años.
—Abadesa Helewise, siento irrumpir así, pero… ¡Oh! Lo siento.
Con la cara roja de vergüenza, la monja retrocedió y salió.
—¿Puedo presentaros a la encargada de la enfermería, sor Eufemia? —dijo la abadesa con tranquilidad—. Eufemia, entrad. Os presento a Josse d’Acquin. —Josse se puso en pie y se inclinó—. Ha venido de la corte de los Plantagenet. Quiere oír todo lo que podamos decirle sobre la pobre Gunnora.
—¿Ah, sí? —Los ojos de sor Eufemia se abrieron de par en par—. ¿Para qué?
La abadesa Helewise echó una mirada a Josse, en la que le preguntaba: «¿Se lo digo yo o se lo decís vos?». Al no recibir respuesta, dijo:
—Porque el rey Ricardo tiene una doble necesidad de entender lo que yace tras el asesinato, Eufemia. Por una parte, ella formaba parte de nuestra comunidad de Hawkenlye y la madre del rey, la reina Leonor, tiene vínculos muy estrechos con esta casa. Por otra, fue con el fin de dar a conocer la reputación de bondad y clemencia de nuestro nuevo soberano que liberaron a cierto número de presos, uno de los cuales es probable que haya cometido esta ignominia con nuestra hermana.
Josse no recordaba que los documentos de la corte de Ricardo expresaran ninguna de estas razones, y esto elevó notablemente su opinión sobre la abadesa Helewise.
La encargada de la enfermería parecía cada vez más turbada.
—¡Abadesa, es justamente de nuestra pobre doncella que he de hablar con vos! Sólo que… —exclamó, y miró intencionadamente a Josse.
—Esperaré fuera —sugirió éste.
—No —contestó la abadesa, en un tono que daba a entender que estaba acostumbrada a que la obedecieran—. Sea lo que sea que tenga que decir Eufemia, tendré que repetíroslo. Es mejor que lo escuchéis directamente de ella. Eufemia…
Josse sintió pena por la hermana, que obviamente no esperaba ni deseaba más público que la abadesa.
—No es fácil… —empezó, dando largas.
—De eso estoy segura. —La abadesa se mostró inflexible—. Por favor, intentadlo.
—Sé que no debí hacerlo —soltó de sopetón la hermana—, y me ha pesado en la conciencia desde entonces. No puedo soportarlo, de verdad, ¡ya no lo aguanto, creedme! Tengo que decírselo a alguien. Confesaré y haré penitencia, no me importa, me sentiré aliviada. Haré de buena gana cualquier cosa que se me diga, ¡por muy duro que sea!
—Bien —repuso la abadesa cuando la encargada de la enfermería se interrumpió por fin para respirar—. Ahora, ¿qué es lo que no deberíais haber hecho?
—No debí examinarla. Mis intenciones eran buenas, de veras. De todos modos, me dejé dominar por la curiosidad.
—¿Cómo? —preguntó con paciencia la abadesa—. Creo que debéis explicaros, Eufemia. ¿Os referís a Gunnora?
—¡Por supuesto! Eso he dicho, ¿no? Estaba preparándola… ¡Oh, fue terrible! Esa horrible herida en su cuello… me hizo llorar, os lo aseguro.
—Habéis hecho bien —le dijo la abadesa en tono más afable—. No pudo haber sido una tarea fácil.
—¡No lo fue, eso seguro! De todos modos, una vez que acabé de arreglar la parte superior, se me ocurrió que debía… —Con delicadeza hizo una pausa.
—Seguid, Eufemia. Nuestro visitante conoce, estoy segura, la otra indignidad perpetrada en nuestra difunta hermana. Decíais que ibais a lavar las heridas y magulladuras causadas por la violación y…
—De eso se trata, justamente. ¡No hubo violación! —la interrumpió la encargada de la enfermería.
—¿Qué? —La abadesa y Josse hablaron al unísono.
—Tuvo que haberla —prosiguió la abadesa—. Los muslos y la ingle estaban empapados en sangre.
—Sin duda os equivocáis —comentó con gentileza Josse—. Es muy comprensible, sor Eufemia. Después de todo, debió de ser un trabajo espeluznante.
—No me equivoco. —Eufemia habló con dignidad—. Puede que no sepa mucho, milord, pero sí conozco los genitales femeninos. Fui comadrona antes de entrar en el claustro y he visto más vaginas que vos cenas calientes. ¡Oh! —Habiendo recordado dónde se encontraba, se sonrojó y se cubrió la boca con una mano—. Perdonadme, abadesa Helewise —murmuró—, no pretendía ser grosera.
—Claro que no —respondió afablemente la abadesa—. Continuad. Nos estabais explicando que estáis familiarizada con las partes pudendas de la anatomía femenina.
—Sí, eso es. Veréis, el himen estaba intacto. Completamente intacto. —Eufemia guardó un silencio que nadie llenó—. Estaba virgo intacta al morir —añadió—. Nadie la había violado, ni durante el asalto ni nunca.
—Pero ¿y la sangre? —preguntó Josse—. ¿Qué hay de la sangre?
—Supongo que era de la garganta —repuso Eufemia en voz baja—. Quienquiera que la haya asesinado, cogió sangre de su garganta y se la untó, se la untó allí abajo. La dejó ahí, con las faldas subidas, las piernas abiertas, cubierta de sangre.
Sobre la habitación descendió un silencio, en tanto todos pensaban en esta afirmación.
—Alguien la mató —dijo por fin la abadesa—, e hizo que pareciera que también la había violado.
—Porque el asesinato —agregó Josse— y el asesinato con violación son dos crímenes distintos.
La mirada de la abadesa se encontró con la de él. Asintió pausadamente con la cabeza.
—Dos crímenes muy distintos —convino.