Josse había ido a la corte de Ricardo de Poitiers más por los entrañables recuerdos del pasado que por esperanzas de futuro. Le habría bastado —o al menos eso creía— encontrarse en esa compañía estimulante, tan activa que la inquieta energía de Ricardo parecía impregnar a todos los cortesanos, de modo que nunca se sabía lo que iba a ocurrir de un día para otro.
Y cuando la corte no tenía que recogerlo todo y seguir a Ricardo a una parte distante de su territorio, estaba la pura exuberancia de la vida en Aquitania. Ricardo, educado en la expectativa de heredar esas ricas y coloridas tierras, se había zambullido en las costumbres de sus habitantes; había cultivado el amor a la música, a las canciones, a la poesía de los trovadores y al pensamiento libre que caracterizaba a su madre. Era su hijo hasta la médula, y la acaudalada sociedad de la corte de Poitiers reflejaba fielmente el carácter y las costumbres de ambos.
Al emprender el polvoriento y atestado camino de Hastings a Londres, Josse pensó en el cambio espectacular que se había obrado con él, simplemente por haber obedecido a un capricho repentino, por haberse unido al grupo que había cabalgado con Ricardo, aquel día, en Normandía. No se vanagloriaba, no creía que Ricardo lo hubiese escogido para esta delicada misión por los puntos fuertes que pudiera poseer. Sólo un vanidoso sin remedio lo creería. ¡Vamos! Si incluso había tenido que recordarle quién era.
No. Se trataba únicamente de que se había encontrado en el lugar apropiado en el momento oportuno.
Algo, reconoció Josse modestamente ante sí mismo, que quienquiera que fuera el ángel de la guarda que guiaba sus pasos había arreglado muy bien.
Se sentía, eso sí, muy contento de que Ricardo le hubiese encomendado la tarea. Le había dado todos los detalles, o aquellos detalles con que contaba, pues sólo podía sustentarlos en el primer informe de su madre. Lo que más había impresionado a Josse de la conversación era que a Ricardo parecía preocuparle de verdad la posibilidad de que su magnánimo gesto, el de liberar a los presos, se considerara injustificado. Que lo interpretaran mal.
«Por otra parte —se dijo Josse al poner su caballo al galope y rebasar una sobrecargada carreta que lo ahogaba con las nubes de polvo que levantaba—. A mí siempre me pareció una idea peregrina. Estoy de acuerdo con el canónigo agustino de Yorkshire… ¿cómo se llamaba? ¿Guillermo de Newburg?… quien comentó que, gracias a la supuesta clemencia de este nuevo rey, una nueva multitud de azotes había caído sobre un sufrido pueblo, libres para cometer crímenes aún peores en el futuro».
Pero quizá el nuevo rey y su madre, esa buena dama, no estaban tan familiarizados como Josse con la escoria que solía languidecer en las cárceles inglesas. A Josse no lo sorprendía en absoluto que uno de esos criminales liberados hubiese regresado a sus antiguas costumbres. Lo que sí lo asombraba, de hecho, era que no todos lo hubiesen hecho.
Según transcurría el largo y soleado día, Josse se iba sintiendo más acalorado, sucio, sediento, sudoroso y malhumorado. A media tarde empezaba a desear haberse encontrado en cualquier otro lugar cuando al rey se le había ocurrido la idea de enviar a alguien a investigar el asesinato.
—Ojalá me hallara de vuelta en Aquitania —musitó al espolear a su agotado caballo para que ascendiera la suave pero larga pendiente hacia las alturas de la zona arbolada—. Estaría relajándome en un patio sombreado, con un jarrón de buen vino junto al codo, aire perfumado en la nariz, suave música en los oídos y la perspectiva de una velada entretenida. Y una cena bonísima. Y esa bonita viuda, la de la sonrisa secreta y el hoyuelo irresistible, a quien buscaría y perseguiría…
No. Mejor no fantasear con ella, puesto que en ausencia de Josse sin duda ya habría vuelto su tentador hoyuelo hacia otro.
Así pues, dirigió sus pensamientos a sus propias tierras, a Acquin y a su sólido hogar familiar. Quizá los edificios chatos y el patio rodeado de gruesos muros no fuesen muy elegantes, pero eran seguros. Las puertas eran de roble sólido con barras de hierro. En épocas de peligro, en el espacioso patio cabían no sólo la familia, sino también la mayoría de los labriegos que tenían derecho a pedir protección a su señor. No es que esto ocurriera a menudo, pues, oculto en un pliegue del protegido valle del río Aa, Acquin se encontraba lo bastante alejado de los caminos trillados para que, por lo general, el peligro pasara de largo.
Ocupado pensando en sus hermanos, sus cuñadas y sus numerosos sobrinos y sobrinas, Josse se sorprendió al descubrir que se hallaba en la cima del bajo monte por el que había ascendido tan laboriosamente. Tiró de las riendas y oteó el valle de Medway, que se abría frente a sus ojos. Allá, a su izquierda, en el lindero del gran bosque, lo esperaba su destino, la abadía de Hawkenlye, junto con su abadesa. Ricardo había dado la impresión de tenerle miedo a la abadesa. La repentina proximidad, tanto de la abadía como de su ama, despejó la mente de Josse con rápida eficacia. Se enderezó, azuzó a su adormilada montura y apretó el paso a un enérgico trote, camino abajo, hacia Tonbridge.
Había decidido no acudir a la abadía antes de averiguar lo que decía la gente sobre el asesinato. Primero quería conocer las conclusiones a que estaba llegando la población en general, y comprobar si Ricardo tenía razón al suponer que se culpaba a uno de los malditos presos liberados. El propio Josse tenía que reconocer que esto parecía lo más probable. Era lo que él habría pensado si no hubieran acabado de ascenderlo al puesto de investigador, vedándole así un juicio tan precipitado y superficial.
Aunque más bullicioso y más poblado, Tonbridge estaba más o menos como lo recordaba, de una breve visita hacía más de una década. El elegante castillo, situado en la loma con vistas al cruce de Medway, pertenecía aún a la familia del hombre que lo había construido: Ricardo, señor de Bienfaite y de Orbec. Este Ricardo —bisnieto de otro Ricardo, duque de Normandía— había luchado junto a su primo Guillermo de Normandía en la batalla de Hastings. Su recompensa, cuando Guillermo ascendió al trono, fue realmente generosa: los castillos de Tonbridge y de Clare, en el condado de Suffolk, no eran sino una mínima parte de las dos centenas de feudos ingleses conquistados.
Ya fuera por el deseo de estar a la moda o por falta de imaginación, la familia seguía con entusiasmo la nueva costumbre de dar a los sucesivos primogénitos el nombre de su padre. De modo que un forastero ignorante que llegara a Tonbridge y deseara preguntar por su señor, no se equivocaría si preguntaba por Ricardo. Ricardo FitzRoger, el señor actual, había heredado el título y el dominio de su padre en 1183. Ahora, al cabo de seis años, Josse observó las obvias señales de que la familia seguía prosperando.
Al entrar en la ciudad vio que el tráfico se incrementaba. Una recua de mulas mal cargadas había dejado caer el contenido de un fardo que, por el olor que desprendía, debía de contener pieles mal curtidas. Los dos chicos que la llevaban iban perdiendo rápidamente los estribos y el control de la recua. Sorteando el obstáculo, Josse se preguntó cuánto tardarían en restablecer el orden y qué castigo les impondrían por el caos. Acaso tuvieran suerte y se libraran con un par de sopapos.
La ventaja de tener una familia poderosa como señores de la región significaba que habitualmente la ley y el orden se mantenían mejor aquí que en algunas de las zonas menos vigiladas del reino. A Josse le habría gustado saber qué pensaban el señor y su séquito del asesinato en Hawkenlye. ¿Estarían llevando a cabo una investigación propia? ¿No sería preferible morderse la lengua y ocultar el hecho de que venía de parte del nuevo rey?
Sí, decidió. Sin duda. No se le ocurría nada que pudiera despertar más el resentimiento y la animosidad del amo y señor del castillo de Tonbridge que la llegada de un usurpador convencido de saber más acerca de los lugareños que alguien nacido y criado allí. Y, para colmo, un usurpador forastero. Josse no se hacía muchas ilusiones acerca del valor que podía tener el hecho de que su madre fuese inglesa.
Adoptó, pues, la costumbre que solía adoptar cuando viajaba: se acercó a la posada en la que vio más ires y venires. Situados a unos cincuenta o sesenta pasos de la orilla del río, los altos portones que daban a la calle se encontraban abiertos de par en par, y Josse distinguió el patio. Había señales de que, aunque fuera un poco tarde, los criados del hostal estaban limpiando la fila de establos.
Cuando Josse pidió alojamiento, un hombre de rostro enjuto que llevaba un bieldo bien cargado lo saludó con un preocupado gesto de la cabeza. Dejando el bieldo, cogió el caballo de Josse y le señaló una puerta, al otro lado del patio, cuyo escalón de piedra habían desgastado miles de pares de pies. En el interior, en un largo pasillo con baldosas de piedra, una mujer bien dotada que apenas pasaba la mediana edad gritaba órdenes a dos atemorizadas mozas.
—… y no tardéis todo el día. ¡Hay mucho por hacer aquí! ¿Sí?
Al darse cuenta de que el «¿sí?» se lo había dirigido a él, Josse contestó:
—Tengo entendido que podéis ofrecerme alojamiento para la noche y una comida, ¿verdad, señora?
La mujer lo miró de arriba abajo.
—No sois de por aquí, ¿verdad?
—No.
Josse se preguntó cómo lo sabía. Aunque no hablaba inglés a menudo, estaba seguro de que su acento foráneo no era muy pronunciado.
—Eso pensé. —La posadera asintió, como felicitándose, y señaló la túnica de Josse con una mano enrojecida—. Por aquí no conseguimos tintes tan vivos, eso seguro, por muy cerca que estemos de Londres y el buen gusto de sus habitantes. —Alzó sus penetrantes ojos castaños y los clavó en el rostro de Josse—. Yo diría que habéis estado viajando por el sur.
—Tendríais razón. —Josse se pasó los dedos por el ribete bordado—. De hecho, estoy bastante complacido con este trabajo.
—Mmm. —Ahora lo miraba con expresión extrañada, como si el apreciar una bonita tela no fuese nada viril—. Bueno, tengo un cuarto. Pero tendréis que pagarlo por adelantado. ¡No quiero forasteros que se largan con el amanecer y desaparecen sin pagar su cuenta!
Forastero. Efectivamente, Josse no se había equivocado. Sonrió y sacó su bolsa de dinero.
—¿Cuánto quiere?
La habitación era adecuada, aunque contenía dos camastros más. Si la posada abría sus puertas a más huéspedes esa noche, tendría que compartir el cuarto. No es que le molestara, en realidad, con tal de que no roncaran.
Una de las mozas le llevó una jofaina y una jarra de agua —no podría haber dicho que estaba caliente, precisamente—, y Josse se dedicó a quitarse el polvo del viaje. Luego, en vista de que había viajado sin parar durante varios días, se permitió el lujo de dormir una hora. Por suerte, poseía la capacidad habitual en los soldados de conciliar el sueño casi a voluntad, pues en la posada retumbaba la algarabía de una velada ajetreada y el camino parecía invadido por carretas de ruedas rechinantes y personas que no sabían hablar, si no era a gritos.
Al despertar se sentía mucho mejor. Con la mente alerta e impaciente, bajó a mezclarse con los lugareños.
—En mi opinión, no tiene sentido esta liberación en masa de ladrones, matones, violadores y otros… Sí, gracias, me gustaría.
En respuesta a la mirada inquisitiva de Josse y al dedo que señalaba la jarra de cerveza vacía, el hombre la empujó hacia el muchacho encargado de la barra para que se la volviera a llenar. Era la primera persona con quien Josse había trabado conversación, y no le había hecho falta mucho para empezar a hablar. Acaso si lo lubricaba con una segunda jarra de cerveza podría sonsacarle algunas revelaciones interesantes.
—Veréis, es como le dije a mi mujer. —El hombre se apoyó en la pared y se acomodó, diríase que preparándose para una larga sesión—. No sirve de nada esperar que la gente cambie, ¿no os parece? Quiero decir, un ladrón no cambia de condición: ése es mi lema.
—Bueno, es una manera de verlo —aceptó Josse—. Pero estamos hablando de un asesinato, ¿no? ¿De verdad es seguro que a la monja la mató un preso liberado, cuando la mayoría de los que salieron libres estaban presos por delitos menores? Por violación de las leyes forestales, eso es lo que yo he oído.
El hombre lo miró con expresión de lástima.
—Me gustaría saber quién más habría hecho algo tan mezquino. Vamos, tiene sentido, ¿no?
—Sí, supongo que sí —respondió Josse, que no lo suponía en absoluto.
—Decidme si no es probable —continuó el hombre, ya metido de lleno en la conversación— que a uno de esos rufianes se le subiera la libertad a la cabeza… y a otras partes, ya me entendéis —dirigió una mirada de soslayo a Josse y se puso un dedo junto a la nariz—. Al toparse con una cosita en hábito caminando sola en plena noche, no puede resistirse y se abalanza sobre ella, le levanta las faldas, revela toda esa suave carne joven, luego los muslos blancos y regordetes, y luego hace con ella todas las maldades que se le antojan. —Los ojos del hombre casi se le salían de pura lujuria; la prominente nuez de su delgado cuello se movió rápidamente un par de veces, de arriba abajo, mientras tragaba—. Luego, cuando empieza a gritar pidiendo socorro, le corta el gaznate, tanto para hacerla callar como para que no pueda señalarlo y culparlo. Ahí lo tenéis, señor, eso fue lo que pasó. —Tomó otro largo trago de cerveza, eructó y añadió—: Exactamente eso.
—Mmm, me imagino que estáis en lo cierto. —Josse dominó su disgusto y se apoyó amistosamente en el trozo adjunto de pared—. Supongo, entonces, que la clemencia del rey Ricardo no ha caído muy bien por aquí, ¿eh? Sobre todo ahora que ha ocurrido ese brutal asesinato.
—Yo no sé nada de ese rey Ricardo. El rey Enrique, ése sí que estuvo bien, y su reina es una mujer preciosa. Una pena que no sea esa pareja la que lleve las riendas todavía, eso es lo que yo digo.
—Se habla muy bien del rey Ricardo.
—¿Quién? —espetó el hombre—. Nadie sabe nada de él. Al menos no por aquí. Preguntádselo a quien queráis. —Hizo un gesto que parecía querer abarcar a todos los parroquianos—. Es un desconocido, ¡eso es lo que es!
—Matthew tiene razón —declaró un recién llegado que esperaba a que lo sirvieran, y varios bebedores cercanos gruñeron su aprobación y asintieron con la cabeza—. Está muy bien que la reina Leonor ande por el país diciéndonos lo buen rey que va a ser, y no la culpo… Después de todo, es su hijo…
—Dios bendiga a la reina Leonor —dijo alguien, y algunos se unieron lealmente a sus alabanzas.
—De todos modos, a mime parece que no hemos pensado bien en lo que ha pasado aquí —agregó el recién llegado y acercó más la cabeza a la de Josse, como si temiera que unos oídos nada amistosos captaran sus palabras—. No tenemos pruebas, y yo no soy de los que condenan a alguien antes de que lo juzguen, pero…
—Antes de que lo hayan detenido —interpuso otra voz, acompañada por unas cuantas y breves carcajadas.
—… pero es sospechoso, ¿no? Una pacífica comunidad, la de Hawkenlye, allá arriba; pacífica, sin problemas, sin violencia durante más años de los que podemos contar, y de repente se abren las puertas de todas las cárceles del país, y a una monja que no se mete con nadie, que no amenaza a nadie, ¡la violan y la asesinan y le cortan el gaznate de oreja a oreja como si fuera un cerdo! —Se cruzó de brazos, como si su conclusión no pudiese rebatirse—. Vamos, ¿quién más querría matar a una monja?
Efectivamente, ¿quién?, se preguntó Josse.
—No parece tan mal que un nuevo rey, y, como decís, uno que es casi un desconocido, empiece su reinado con un gesto de clemencia, ¿no? —sugirió, tanteando el ambiente—. Un gesto muy cristiano. ¿Acaso Cristo, nuestro Señor, no condenó a los que no visitaban a los enfermos y a los prisioneros?
Uno o dos de los más piadosos se persignaron y alguien murmuró:
—Amén.
—Visitarlos es una cosa —alegó otra voz en tono hosco—, pero no es sensato soltarlos a todos, ¡ni siquiera para un cristiano!
—Y no es muy justo para con nosotros —añadió la mujer rechoncha que había franqueado el paso a Josse. Había aparecido detrás de la barra y estaba llenando una enorme jarra de cerveza—. Nosotras, las mujeres, no nos sentiremos seguras de noche en nuestras camas sabiendo que ese villano anda por ahí suelto. ¿Quién será la siguiente? —Miró a todos los presentes con los ojos abiertos de par en par, como si temiera que un violador asesino estuviese a punto de asaltarla—. ¡Eso digo yo!
—Tendría que estar desesperado —rezongó alguien detrás de Josse, aunque demasiado bajo para que ella lo oyera. Sin embargo, algunos hombres sí lo oyeron y soltaron risillas socarronas.
—Primero tendría que encontrar el camino —dijo un ronco susurro—. Tendría que echarse una ventosidad para que lo encontrara, supongo.
—Sería un camino muy trillado cuando lo encontrara —añadió otro—. Nuestra querida Anne no se ganó el dinero para este lugar cosiendo ropa ni vendiendo sus mercancías en el mercado de Tonbridge.
—Las vendía detrás del mercado de Tonbridge —dijo el primero—. ¡Boca arriba entre los arbustos!
Josse se unió a las risas. Sin duda a Anne no se le había escapado del todo la obscenidad, aunque no pareció molestarla. Quizá, pese al respetable trabajo de posadera que ahora ostentaba, no prescindía de alguna que otra incursión en su antigua profesión. Josse le echó una ojeada. Era guapa aún, si bien un tanto entradita en carnes. En cualquier caso, le deseó buena suerte.
Se apartó de la barra y encontró un lugar en el largo banco que contorneaba tres paredes de la cervecería. Los parroquianos ya habían perdido las inhibiciones; después de todo, había sido un día cálido y polvoriento, y no había nada como una cerveza para aliviar una garganta reseca y rasposa. Josse escuchó, pues, varias conversaciones a su alrededor.
Más tarde pensó que parecía como si nunca antes se hubiera producido ningún asesinato por allí. No podía ser algo tan poco corriente, ¿o sí? Tonbridge era un pueblo ajetreado y siempre lo había sido. El mercado atraía a todo tipo de gentes, y además estaba el río, así como el principal camino a Londres, que cruzaba en pleno centro del pueblo. Para colmo, estaba el bosque de Wealden, y, como todo el mundo sabía, allí sucedían toda suerte de cosas raras. Hasta Josse, cuyas estancias en Inglaterra, cuando era mozalbete, transcurrían a una treintena de kilómetros de allí, conocía la negra reputación del bosque. Era como todos los lugares antiguos: sus numerosos habitantes anteriores lo habían llenado con sus propios misterios y leyendas, y nadie estaba dispuesto a separar los hechos de la imaginación.
La abadía de Hawkenlye se hallaba justo en las afueras del bosque. ¿Tendrían razón estos hombres? ¿Sería este asesinato sencillamente obra de un criminal liberado, que se había abalanzado sobre la primera mujer con quien se había topado, para luego huir al refugio del gran terreno boscoso?
Tal vez sí.
«Pero no estoy aquí para formarme un juicio al respecto —se dijo Josse—. Mi misión consiste en cortar de cuajo este triste ultraje al inicio del reinado del rey Ricardo».
«Y sólo Dios sabe cómo voy a conseguirlo, sólo el buen Dios lo sabe».
Siguió sentado otra hora, bebiendo el contenido de la misma jarra, pues no deseaba enturbiar su mente con otra cerveza, por muy tentador que fuera. Hiciera lo que hiciera la posadera una vez apagadas las lámparas y sin que nadie mirara, sabía cómo aguantar la cerveza.
Por fin, los parroquianos se dispersaron. Pocos estaban borrachos perdidos, pero casi todos habían consumido suficiente para volverse parlanchines. Y, cosa que deprimió a Josse, pocos tenían algo bueno que decir en cuanto a las perspectivas de su nuevo rey.
¿Cuan acertados eran como indicio los chismes de cervecería? ¿Reflejaban lo que pensaba la población en su conjunto, o acaso los más cultos y capaces de reflexionar se reservaban el juicio?
Esta idea supuso una lucecita de esperanza, aunque Josse la descartó casi en cuanto se le ocurrió. Quizá hubiese algunos hombres sabios y prudentes, sí, pero sin duda eran pocos. Los hombres que habían estado en la cervecería esa noche representaban a la gran masa del pueblo inglés, aquélla a la que el gesto de Leonor y Ricardo pretendía impresionar.
Josse apartó esta deprimente conclusión y se concentró en un plan de acción para el día siguiente. ¿Quedarse en Tonbridge y hacer más preguntas? Su presencia y su interés podrían llegar a oídos de los Clare. ¿Era esto lo que quería?
No. Si había de satisfacer las esperanzas del rey, no debía dejarse ver demasiado. Debía trabajar tras bambalinas. De haber deseado una investigación pública, Ricardo no habría encomendado la misión a un forastero como Josse, sino que habría encargado a los Clare que lo resolvieran.
Dejó, pues, su jarra vacía, se puso en pie y se despidió con un gesto de la cabeza de los escasos bebedores que quedaban. Subió a su habitación y se alegró al ver que los otros dos camastros se encontraban vacíos. Se quitó las botas y, una vez desnudo, se metió en la cama y se tapó con la ligera manta.
Entonces apagó la vela y cerró los ojos.
Sabía lo que iba a hacer por la mañana. Subiría a la loma y se encaminaría a la abadía de Hawkenlye. A una de las monjas del convento la habían asesinado, y él ya estaba preparado para ir a la escena del crimen.
Los hombres con los que había hablado y a los que había escuchado esa noche le habían planteado, sin saberlo, varias preguntas, a las que no respondía su versión apresurada y simplista de lo que debía de haber ocurrido. Josse dejó que las preguntas flotaran unos minutos en su mente, les dio vueltas y conjeturó algunas posibles conclusiones.
Pero era demasiado pronto, sí, demasiado pronto, para hallar soluciones.
De modo que puso la mente en blanco, se volvió de lado y no tardó nada en conciliar el sueño.