Preludio

Muerta, ofrecía una imagen negra, blanca y roja sobre la escasa y corta hierba de un árido julio.

Negro, por el fino hábito de lana, casi nuevo aún. El paño de la falda no mostraba remiendo alguno que revelase los años de arrodillarse y rezar, y el impecable dobladillo trasero no había sido aún desgastado por el roce con peldaños de piedra. Blanco, por el griñón y la impla que habían enmarcado el rostro, aunque el griñón ya no estaba sujeto en torno al cuello y a la barbilla, sino que había sido arrancado. Blanco también por la tez pálida, palidísima, por el rostro petrificado en una expresión de abyecto terror, expresión que conservaría hasta que la carne se pudriera, dejando sólo la calavera. Blanco por las piernas y la ingle, que habían dejado escandalosamente expuestas al levantarle de manera violenta el hábito y las enaguas. La pobre chica resultaba impúdica en la muerte, tumbada allí, despatarrada. Era como si hubiesen arreglado el cadáver deliberadamente, pues los brazos formaban líneas paralelas con las delgadas piernas abiertas.

Rojo por la sangre.

Tanta sangre.

La habían degollado con la misma idea de simetría con que habían dispuesto las extremidades. El corte empezaba junto al lóbulo de la oreja derecha y acababa justo en el de la izquierda. La herida se profundizaba más a la altura de la pequeña barbilla.

La sangre le había empapado el cuello desnudo, la garganta desnuda, y había resbalado en delgados hilillos hasta el cuello del hábito, donde la lana los había absorbido.

Había sangre asimismo en las piernas blancas. Una gran cantidad de sangre. Brillaba sobre el oscuro vello púbico y parecía empapar la cara interior de los muslos.

El sol de la mañana se alzó sobre el horizonte, y la grisácea luz del amanecer no tardó en intensificarse y hacer resaltar el negro y el blanco, en acentuar el contraste. La luz del sol cayó sobre la oscura sangre carmesí y la hizo centellear cual una gema. Un rubí, acaso, tan deslumbrante como el que estaba engarzado en la cruz de oro que yacía a unos pasos de la cara desfigurada por el terror.

La luz del día creció, y desde un lugar muy cercano un gallo joven rompió a cantar insistentemente, como resuelto a que lo oyeran. En un edificio próximo, una campana tañó; a su llamada siguieron los sonidos de la vida, según las gentes empezaban la jornada.

Un nuevo día.

El primero del número infinito de días que la muerta no vería.