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Después de la oración de la tarde

Durante más de un siglo y medio, la Gran Mezquita de Córdoba había sido el centro de la vida religiosa, académica y social de la capital andalusí. Fue fundada por Abderramán I, el antepasado del califa omeya del momento, quien huyó de Siria y se estableció en Al Ándalus después de que los abasíes, cuyo soberano era ahora el califa de Bagdad, masacraran a toda su familia.

Después de la oración Asr, Abderramán III, califa de Córdoba, Amir al Muminin, príncipe de los creyentes, se dirigiría a su pueblo en la Gran Mezquita.

El califa habló desde un diván que habían colocado junto a la qibla. En una tarima más baja y situada a su derecha, estaba Hakam, el príncipe heredero, y, a su izquierda, el visir Hasdai ben Shaprut. Bandar bin Sadiq, el almirante de la flota; Siraj bin Bahram, y los otros dos lugartenientes estaban sentados entre el príncipe y el visir, extraordinariamente protegidos por miembros de la guardia califal que eran comandados por el general Ghalib y el coronel Zaffar. La vasta sala de oración de la mezquita, con su bosque de columnas y sus elevados arcos rojos y blancos, se hallaba atestada de gente y el aire estaba impregnado del humo del incienso.

Bismillah al Raham —empezó el califa—. Gentes de Al Ándalus, hoy emprendemos un nuevo camino. Nuestra flota está a punto de partir hacia Siria para establecer, de una vez por todas, que constituimos el auténtico califato y vengar la matanza de los omeyas del año 750.

»Nuestro enemigo, el que se denomina a sí mismo califa de Bagdad, pronto entrará en combate contra las fuerzas de nuestros aliados los jázaros. Hemos jurado apoyar a los jázaros en esta importante batalla y ya conocéis las restricciones que nos hemos visto obligados a imponeros para preparar esta trascendental campaña. Hemos considerado oportuno presentaros a los oficiales que comandarán nuestra flota y asegurarán su llegada a la costa de Siria.

Cuando el califa interrumpió su proclama, se produjo un murmullo de voces que clamaron: «Allahu Akbar! ¡Dios es grande!», el cual fue creciendo en intensidad a medida que el califa nombraba a los comandantes y oficiales, y los exhortaba a cumplir con su deber sabiendo que las gentes de Córdoba apoyaban totalmente su labor.

Cuando Abderramán terminó su proclama y salió de la mezquita rodeado de su escolta, hasta los mismos pilares de la sala parecieron temblar por la acometida de las voces unidas de diez mil personas que gritaban, una y otra vez: «Labbaik! ¡Estamos preparados!». «Allahu Akbar! Allahu Akbar! ¡Dios es grande!».

Los presentes recordarían aquella proclama durante el resto de sus vidas. Especialmente, los que estaban más cerca de los oficiales y pudieron ver al almirante de la flota, el cual estaba tan emocionado por la ocasión que lo único que pudo hacer fue contemplar, desconcertado, el suelo que tenía frente a los pies.

Después de la proclama del califa, los ánimos del pueblo se mantendrían elevados con la corrida de toros que se celebraría como tributo a los marinos. El espectáculo tendría lugar en el maidan al ziryab, donde se había construido un ruedo provisional.

Las gradas de bastos tablones de madera se estaban llenando con las familias que se saludaban a voces, bebían vino de los odres y comían frutos secos mientras vigilaban que los niños no cayeran por los huecos que separaban las hileras de asientos. Los mozos de la plaza alisaban la arena arrastrando pesados rastrillos de madera por la superficie.

Un hombre con un martillo recorría el contorno comprobando que la barrera fuera sólida y las puertas estuvieran bien cerradas. De vez en cuando, remachaba algún clavo o prestaba especial atención al resistente listón de madera que rodeaba la plaza por debajo de la altura de la cintura y que, en caso necesario, permitiría salir del ruedo con precipitación. Gracias al listón, los toreros podrían saltar la barrera y escapar del peligro.

Debajo de las gradas del extremo norte, justo enfrente de la tribuna cubierta con dosel de seda donde se sentaría el califa, estaban los compartimentos de los que procedían los bramidos de las cuatro bestias astadas que golpeaban las paredes de madera haciendo temblar toda la estructura. El olor de la resina mezclado con el acre de los animales aumentaba la excitación de la multitud, que chillaba a cada trompazo de los animales en los toriles.

Yanus y Miriam tomaron asiento en la grada sur, justo a la derecha de la tribuna califal, y hasta ellos llegaron, también, los bramidos de los toros. Miriam quería estar lo bastante cerca de Hasdai, quien se sentaría en la tribuna, para poder verlo. Después de saludar a sus vecinos y sentarse, Miriam se volvió para hablar con su padre.

—Ahora no —le advirtió Yanus levantando la mano—. Mira, los músicos ya han llegado. El espectáculo va a empezar.

Tres trompetistas se situaron delante de la tribuna y la vigorosa música de una fanfarria rasgó el aire. Las agudas notas fueron acallando los gritos de la multitud hasta convertirlos en un murmullo, pero los toros siguieron bramando y produciendo ruido con sus empellones. El califa, el príncipe heredero y el visir tomaron asiento en la tribuna mientras el almirante, el vicealmirante primero, los vicealmirantes y su escolta militar, incluidos el general Ghalib y el coronel Zaffar, se sentaron en la grada inferior.

Yanus se inclinó hacia Miriam.

—El almirante Bandar parece estar divirtiéndose —comentó.

—Sí, parece…

El clamor de la multitud la interrumpió mientras la puerta del extremo opuesto de la plaza se abría y el alguacil, el subordinado del chambelán encargado de los eventos de la plaza, entraba a lomos de su montura. Condujo al galope su enorme caballo negro hasta el centro del ruedo, se detuvo de golpe y, rodeado de una nube de arena, levantó la mano derecha para saludar al califa. A continuación, dio la bienvenida a la multitud en nombre de Abderramán III y, en medio de las ovaciones de los espectadores, recorrió la plaza haciendo avanzar al caballo con paso de costado y tirando de las riendas con la mano izquierda. Después, espoleó al animal y abandonó de nuevo la plaza al galope.

Un llameante cohete chino se elevó en el cielo con un estruendo dejando tras de sí una estela de denso humo blanco. Muy por encima de la clamorosa multitud, el cohete estalló en medio de una gran llamarada y regó la plaza con una lluvia de chispas doradas. Esta fue la señal para que entrara Elías ibn Mardanis, el primer rejoneador, el criador de caballos mozárabes que proveía a la guardia del califa de los mejores sementales andalusís. Montaba un magnífico caballo rucio con arreos de piel rojiza. Detrás de él caminaban los capeadores, que iban vestidos con túnicas cortas acolchadas de seda roja, calzas atadas con tiras de piel y zapatillas blandas. Llevaban, sobre los hombros, sendos capotes de algodón tupido de color magenta que utilizarían para posicionar al toro a conveniencia del rejoneador. Elías sostenía en la mano derecha una lanza de madera de roble con hoja de acero larga y plana que, al final, utilizaría para matar al toro.

Sonó una trompeta y un toro de lidia andalusí cruzó el portón como una exhalación mientras la multitud profería exclamaciones ahogadas. El animal debía de pesar unos veinte aqfizah, que era más de lo que pesaban Elías y su caballo juntos. Sus afilados y curvados pitones resplandecieron a la luz del sol.

El toro galopó hasta el centro de la plaza, se detuvo, pateó el suelo, sacudió sus magníficos pitones y soltó un poderoso bramido de desafío mientras los músculos de su morrillo se ondulaban como seda negra al sol de la tarde.

Elías tendió la lanza al mozo de espadas que esperaba detrás de la barrera e hizo avanzar lentamente a su caballo encarando su costado izquierdo hacia el toro mientras los capeadores lo seguían en formación de arco. Mantuvo las riendas cortas con la mano izquierda mientras, con la derecha, sostenía una escarapela de papel rojo sujeta a una puya en forma de anzuelo. Los hombres de su cuadrilla mantenían los capotes extendidos delante de ellos mientras percibían la textura de la arena a través de la piel blanda de sus zapatillas.

Elías se acercó al piafante toro mientras agitaba el brazo derecho de arriba abajo tentando al animal con el movimiento de la escarapela. Entonces el toro embistió, con la cabeza baja y apuntando los pitones directamente el vientre del caballo. Elías hizo retroceder dos pasos a su montura, la obligó a empinarse y, cuando el toro pasó por debajo del caballo, se inclinó a la derecha y clavó con firmeza la escarapela en su cerviz. Los espectadores se levantaron todos a una y gritaron: «I Alá! ¡Ole!», mientras el toro clavaba los cuernos en el vacío que antes ocupaban el caballo y su jinete. Los capeadores se colocaron delante del rejoneador y agitaron los capotes para llamar la atención del toro, quien sacudía la cabeza de lado a lado intentando liberarse de la escarapela.

A los gritos de «¡Hey, toro… toro!», el animal se volvió hacia los capeadores. Escarbó el suelo con las pezuñas y acometió contra uno de los capotes, pero, el capeador lo retiró hábilmente a tiempo dejando al animal cabeceando en el aire con sus terroríficos cuernos. Una vez más, lo hicieron volverse bruscamente, pero en esta ocasión el toro se encaró a Elías, quien se acercaba con una vara corta rematada con una bandera. El toro arremetió contra la bandera, pero el caballo se apartó y el toro se encontró de nuevo corneando el aire. La lidia estaba en pleno apogeo y la multitud se había puesto en pie. Elías sostuvo la bandera delante del hocico del animal y espoleó a su caballo dando una vuelta al ruedo mientras el toro cabeceaba sin cesar intentando empitonar la bandera que Elías mantenía, tentadoramente, fuera de su alcance. Entonces el jinete arqueó la espalda hacia atrás acercando la bandera lo más posible a su montura y, cuando llegó al extremo sur del ruedo, dio media vuelta. El toro se detuvo indeciso. La lengua le colgaba fuera de la boca y jadeaba con pesadez, pero seguía levantando la cabeza y bufando en señal de desafío. Aprendía deprisa, demasiado deprisa, y no estaba dispuesto a seguir embistiendo los capotes o la bandera. Ahora embestiría a los hombres. Había llegado la hora de matar.

Mientras Elías tomaba la lanza con punta de acero, los capeadores hostigaron al toro una y otra vez haciendo que bajara la cabeza más y más hasta que, en uno de los pases, el astado animal hundió los cuernos en la arena y cayó sobre su lomo, aunque enseguida volvió a incorporarse, con la agilidad de un luchador profesional, e intentó dar una cornada al capeador que había realizado el pase. Esta maniobra no fue del agrado de los espectadores, quienes silbaron y abuchearon al capeador que había hecho caer al animal. Sin embargo, aquel había realizado una buena faena, porque ahora el toro mantenía la cabeza baja y Elías podría matarlo con la lanza.

Mientras la multitud seguía gritando «¡Toro! ¡Toro!», los capeadores condujeron al animal al extremo norte del ruedo, donde dos de ellos siguieron llamando su atención con los capotes y manteniendo su cabeza baja. Elías se acercó haciendo avanzar a su caballo rucio al paso mientras el tercer capeador caminaba detrás de él preparado para atraer al toro en caso de que el caballo resultara herido. Cuando se encontraba a dos cuerpos equinos de distancia del toro, Elías ordenó a su cuadrilla que se retirara. El toro concentró la mirada en el caballo, bajó la cabeza, escarbó el suelo, embistió y, cuando la lanza de hoja larga se hundió entre sus omoplatos y le seccionó la aorta, cayó muerto.

Los espectadores estaban eufóricos: vitoreaban y agitaban sus turbantes en el aire pidiendo al califa que concediera los trofeos al rejoneador. Después de deliberar, el califa enseñó un pañuelo blanco e hizo una señal al alguacil. Este galopó hasta el abatido toro, desenvainó su daga, cortó las dos orejas del animal y se las entregó a Elías ibn Mardanis, quien las ofreció al clamoroso público mientras su caballo rucio daba vueltas en el centro del ruedo. Los mulilleros retiraron al toro de la plaza y el criador cristiano de caballos recorrió el ruedo con paso tranquilo aceptando los vítores de la multitud hasta que, finalmente, lanzó las orejas a las gradas del lado sur.

Mientras tenía lugar toda esta excitación, Miriam, que había presenciado muchos espectáculos como aquel en su vida, no pudo apartar los ojos del almirante de la flota. Finalmente, agarró el brazo de su padre y se inclinó hacia él.

—Mirad a Bandar —indicó—. Está a punto de ir a la guerra, pero parece que no tenga la menor preocupación. Sin embargo, el general Ghalib y el coronel…

—¿Te refieres a Zaffar? —preguntó Yanus.

—Sí, exacto, Zaffar —contestó Miriam—. Parecen dos perros apaleados. ¿Sabéis qué ocurre?

—La verdad es que no tengo la menor idea —repuso Yanus—. Hasdai también ha estado actuando de forma extraña últimamente. Su actitud debe de estar relacionada con los asesinatos que han tenido lugar recientemente. —Entonces se acercó mucho a su hija y añadió, susurrándole al oído—: Siempre ocurre lo mismo cuando el califa se encuentra con Hakam en el Alcázar. La tensión que hay entre ellos se palpa en el aire.

—En fin, pronto todo habrá terminado —repuso Miriam—. Bandar y los marinos abandonarán la ciudad justo después de la corrida.

—Así es —contestó Yanus—. Mientras tanto, disfrutemos de los tres toros siguientes. El otro rejoneador de hoy es un arráez de la caballería califal. Debe de ser bueno. ¡Y probablemente montará uno de los caballos de Elías ibn Mardanis!

El general Ghalib se inclinó hacia el coronel Zaffar para evitar que alguien más lo oyera.

—¿Qué opináis de todo esto?

—¿De qué, de la corrida de toros?

I Alá! —murmuró Ghalib—. ¡No, idiota! Me refiero a lo que ocurre con Bandar.

—Claro, lo siento, señor —contestó Zaffar—. La verdad es que no tengo ni idea. Se diría que planean dejarlo salirse con la suya. ¿Por qué si no estaría aquí? Deben de necesitarlo para acaudillar la flota hasta Latakia.