Día cinco, antes de la oración del alba
La mortecina luz roja de las antorchas de pino resinoso iluminaba la horripilante y fantasmagórica visión.
En el margen de la carretera que conducía a Almería, justo enfrente de la entrada del campamento Ma’aqul, estaba el madero al que habían clavado el cuerpo del mercader de telas para que todos lo vieran. A ambos lados de los restos de Antonio, que colgaban como si se tratara de un obsceno despliegue en una carnicería del zoco, había dos maderos más pequeños con los ensangrentados cadáveres de sendos perros. A la grisácea luz anterior al amanecer, una escandalosa bandada de cornejas había superado su miedo a las antorchas y ahora picoteaba los ojos y desgarraba la carne de las heridas del hombre y los dos perros.
Shahid Jalal apartó la mirada de la espantosa visión, pero no pudo evitar pensar en los últimos momentos de la vida del mercader. Antonio, probablemente rezando con los ojos cerrados, debió de oír los aullidos de los perros mientras los clavos rasgaban sus carnes y astillaban sus huesos. Debió de oír la risa de los verdugos por encima de los gritos de la multitud y el sordo golpeteo del martillo en los clavos sabiendo que pronto le llegaría el turno a él y sufriría el dolor inimaginable de ser clavado al madero. Shahid se estremeció y se arropó con el albornoz. Luego apoyó suavemente la mano en el costado de la mula que avanzaba con pesadez a su lado y se alegró de sentir la calidez de la vida a través de la tensa piel del animal.
Si todo iba bien, la caravana pronto habría recorrido un buen trecho de la ruta a Almería. Se dirigían a Al Kulaia, al este de Córdoba y, una vez allí, girarían al sur, hacia la costa.
Shahid Jalal había elaborado bien sus planes. Había incorporado su carga y las mulas adicionales a aquella caravana mientras la organizaban en el campamento Ma’aqul. Por lo que sabía, nadie se había fijado en él. Para los demás no era más que otro arriero que realizaba su trabajo. En determinado momento, el arriero jefe le había preguntado su nombre y había examinado los animales que Shahid estaba atando a la caravana, pero pareció convencido de que formaban parte de esta y que, como el resto, transportaban mermelada de naranjas amargas.
—¡Solo Dios sabe por qué necesitan tanta cantidad de mermelada! —exclamó el hombre.
—Bueno, supongo que no es solo para el viaje —contestó Shahid—. También la necesitarán para el ejército cuando lleguen a Oriente. ¡Quién sabe cuánto durará esta guerra!
—Sí, pero ¿por qué mermelada de naranja?
—Dicen que ayuda a combatir ciertas enfermedades en las campañas largas y, especialmente, en alta mar, donde no se dispone de vegetales frescos.
—Está buena mezclada con avena para desayunar —replicó el arriero jefe—, pero no soportaría tomarla todos los días. ¡En fin, sigamos! Debemos ponernos en marcha antes del alba o tendremos que esperar a después de la oración y eso nos retrasará mucho.
Mientras la caravana avanzaba con pesadez por la carretera que conducía a Al Kulaia, Shahid Jalal se sintió aliviado de dejar atrás Córdoba por fin. ¡Habían sucedido tantas cosas durante la última semana! Pensó que aquella no era forma de vivir. Todo lo que tocaba estaba relacionado con la muerte y la destrucción. ¿Cómo se había metido en aquel asunto? A menudo había maldecido el día, tantos años atrás, en que el agente de Bagdad lo abordó en la casa de baños de Trípoli, su ciudad natal. ¡Qué estúpido había sido hablando mal del califato de Al Ándalus! En realidad solo se trató de una simple bravuconería de juventud, pero lo condujo a años de crímenes y terror. El bagdadí fue realmente persuasivo y, en cuestión de unos meses, radicalizó la postura de Shahid. Tomó a un joven sencillo del zoco de Trípoli y lo convirtió en un asesino. ¿Y para qué?, se preguntó ahora Shahid. ¿Para qué? Por un puñado de dinares y la promesa de una vida fácil y cómoda cuando el califato de Abderramán III hubiera sido derrocado. ¡Pero bueno!, pensó Shahid, ¿qué posibilidades había de que los bereberes acabaran con el califato de Al Ándalus? Ahora lo había visto de cerca. Su ejército no conocía parangón en el Dar al Islam y sus fuerzas navales eran colosales. Podrían vencer a los bereberes en el mar antes incluso de que pudieran poner pie en tierra andalusí. Además, ahora se habían aliado con los jázaros y, si sus planes navales tenían éxito, podían arrasar el califato de Bagdad y aplastar sus tropas contra la frontera persa. En las teterías de Córdoba era común contar la ocurrencia de que las fuerzas de Al Ándalus estrujarían a las de Bagdad como si se tratara de una naranja amarga. Al recordarlo, Shahid soltó una risotada. Él se arriesgaba a ser ejecutado por introducir el mortal ántrax en la flota andalusí exactamente en aquello…, en frascos de mermelada de naranjas amargas. ¡Si tan siquiera lo sospecharan!
Ya era de día y, desde su posición cerca de la retaguardia de la caravana, Shahid Jalal avistó la larga hilera de mulas que serpenteaba en la distancia con el arriero jefe a la cabeza, sosteniendo el ronzal del primer animal. También vio a los otros tres arrieros, que caminaban con sus bastones junto a sus mulas. Fue entonces cuando oyó el golpeteo de los cascos de unos caballos procedentes de Córdoba.
Los cuatro jinetes pasaron al galope por su lado haciendo que las mulas retrocedieran y cocearan. Se detuvieron a la cabecera de la caravana. Shahid Jalal vio que uno de ellos se inclinaba para hablar con el arriero jefe y la sangre se le heló en las venas al ver que el hombre se volvía y señalaba el final de la hilera. Los jinetes obligaron a sus monturas a dar media vuelta y uno de ellos aupó al arriero jefe ayudándolo a montar en la parte posterior de su silla. Segundos más tarde, Shahid Jalal estaba acorralado por cuatro caballos contra una de las mulas.
—¡Ese es, coronel Zaffar! —exclamó el arriero mientras descendía del caballo—. Y esas cuatro mulas son las que ha incorporado a la caravana.
—Cortad las cuerdas y apartadlas de la caravana —ordenó Zaffar mientras desmontaba de su caballo. Agarró a Shahid por el brazo y se volvió hacia uno de los soldados—. Ata a este hombre de pies y manos. Regresa a Córdoba con nosotros. Veamos —continuó—, ¿qué lleváis aquí?
Zaffar desenvainó su daga y rasgó la tela arpillera que protegía la carga en la albarda de una de las mulas. Introdujo la mano y sacó un tarro de cerámica sellado con cera de abeja. Sostuvo el tarro debajo de la nariz de Shahid y se dispuso a rasgar la cera con la hoja de la daga.
—Veamos lo que contiene este tarro. Lo abriremos.
A Shahid se le desorbitaron los ojos mientras levantaba las muñecas atadas para protegerse la cara. Dio un traspié y chocó con la mula, que se estremeció y coceó mientras Shahid resbalaba hasta el suelo.
—¡No! —gritó—. ¡No la abráis! ¡No la abráis! Se trata de…
Zaffar mantuvo la daga pegada a la acera.
—¿De qué se trata? —preguntó.
Se arrodilló y acercó el tarro a la cara de Shahid mientras empezaba a rasgar la cera.
—¡No! ¡No lo hagáis! ¡Está lleno de peste! Es… ¡Es ántrax! ¡Está lleno de ántrax!
—¿De verdad? —preguntó Zaffar mientras seguía rasgando la cera.
Shahid se hizo un ovillo y, cuando la cera se desprendió del tarro, el distintivo olor a naranja amarga flotó en el aire.
—Descubriréis que —declaró Zaffar mientras volcaba el pegajoso contenido del tarro en el suelo frente a la cara de Shahid—, gracias al arriero, que lleva ayudándonos desde ayer, lo que tenéis aquí son cuatro cajones de mermelada de naranjas amargas que el visir en persona nos ordenó cambiar por vuestro cargamento de ántrax. Aunque debo decir que, teniendo en cuenta lo que os espera en Córdoba, quizás hubiera sido mejor para vos que los tarros contuvieran ántrax.
Shahid Jalal gimoteó como un perro mientras Zaffar se ponía en pie y ordenaba a sus hombres:
—¡Llevémoslo de vuelta a Córdoba!