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Después de la oración del crepúsculo

El joven marino de Qadis apenas podía creer que lo que veían sus ojos era real.

Sin duda, aquella era una sala única en todo el Dar al Islam, pensó el marino, una estancia llena de riquezas incalculables que iban más allá del lujo o de cualquier posición social. Debía de tratarse de la estancia más opulenta del mundo. Los pilares que sostenían el techo eran de mármol rosa de la mejor calidad y estaban rematados en arcos de herradura ribeteados con jaspe carmesí. El techo abovedado poligonal estaba revestido con pan de oro rojizo que brillaba como el fuego a la luz de las lámparas de aceite que colgaban de las paredes. Entre los pilares había paneles de mármol blanco con intrincados mosaicos de flores y follaje realizados con jade, ágata y turquesa. En el centro de la habitación, sobre la larga y baja mesa del banquete, había una fuente de oro que contenía un brillante líquido plateado que se agitaba y centelleaba despidiendo rayos de luz que danzaban por la habitación cada vez que un sirviente tocaba la mesa. Al otro extremo de esta estaba la sitr, la ondulante cortina de gruesa seda tiraz suntuosamente bordada con el nombre y los títulos del califa caligrafiados y enmarcados en magníficas representaciones de todos los tipos de flores de Al Ándalus. Detrás de esta cortina se sentaría el califa, y el sahib al sitr, el maestro de la cortina, la descorrería cuando su majestad deseara hablar a los presentes.

Entonces, como el golpe de una botavara oscilante en alta mar, una idea acudió a la mente del joven marino. Aquella habitación era pequeña e íntima y tenía el tamaño justo para acoger a los asistentes a aquel banquete, a los que el mutawali al majlis, el maestro de la sala de audiencias, había adjudicado su lugar, pero en el Alcázar debía de haber más salas tan lujosas como aquella y mucho más grandes. ¡Salas de audiencia para decenas o incluso cientos de personas! Y, desde luego, también estaba Medina Azahara. Él nunca había estado allí, pero si la mitad de los rumores eran ciertos, la magnificencia de la nueva ciudad era mayor que la del Alcázar. La mera idea de tales riquezas resultaba difícil de concebir.

Los invitados al banquete, aleccionados por el mutawali al majlis, permanecieron frente a su sitio a ambos lados de la mesa y en orden descendente de importancia desde la sitr. Hakam, el príncipe heredero, estaba al lado derecho de la mesa, en el extremo más cercano a la cortina. Frente a él se sentarían el visir Hasdai ben Shaprut y, a continuación, el chambelán, el general Ghalib, Yanus ibn Firnas, el astrónomo de la corte, el almirante Bandar, el primer vicealmirante Siraj, Miriam bint Yanus y, después, los dos jóvenes lugartenientes.

El marino de Qadis se fijó en que, aparte de los soldados, quienes montaban guardia discretamente en unos nichos de las paredes, las únicas personas que llevaban armas eran el príncipe heredero, de cuyo cinturón colgaba una daga janjar que tenía la empuñadura de oro y la vaina encastada con rubíes, y el visir, que llevaba una magnífica daga con empuñadura de jade. Aunque el mutawali al majlis les había indicado que no debían hacerlo, el marino dio una rápida ojeada alrededor. A ambos lados de la puerta había dos tarimas pequeñas. En una de ellas, la que estaba iluminada por una lámpara de bronce de intrincado diseño que colgaba del techo, había un pequeño escritorio al que se sentaba una atractiva joven ataviada como un escribano y, en la otra, un músico tocaba suavemente música clásica andalusí con un laúd.

Al oír el tintineo de una campanilla de plata, el joven marino y el resto de los invitados se pusieron firmes y el músico dejó de tocar. El maestro de la cortina la descorrió lentamente mientras todos se llevaban la mano derecha al corazón y, salvo el príncipe heredero, realizaban una profunda reverencia.

Abderramán III estaba sentado en un diván elevado cubierto con una alfombra andalusí de seda dorada y azul. Vestía una simple túnica blanca y un pequeño y ajustado turbante blanco y, por detrás de este, caía en cascada su largo cabello negro. Su barba, perfectamente recortada a lo largo de su marcada mandíbula, sobresalía en la zona de la barbilla. Aparte de su porte, el único signo de su poder era un cinto de piel bordado en oro del que colgaba una daga con empuñadura de marfil y vaina de oro. A su derecha, sobre un almohadón, había una larga espada damascena a juego.

El protocolo establecía que le correspondía al visir dar la bienvenida al califa, de modo que Hasdai proclamó:

Shalam alaikum al Nasir lidin Alá, Amir al Muminin Wa Rahmatullahi Wa Barakatuh! ¡Saludos, oh defensor de la fe de Dios, príncipe de los creyentes! ¡Que la paz sea con vos, así como también la misericordia de Alá y sus bendiciones!

El califa devolvió el formal saludo con voz grave y clara y luego nombró a todos los presentes. Los jóvenes lugartenientes sintieron pánico al oír sus nombres en boca de aquel poderoso soberano, pero se tranquilizaron cuando el califa mencionó de dónde procedían y cuánto tiempo llevaban en sus puestos. Evidentemente, había sido bien informado por el chambelán.

El califa se mostró especialmente caluroso en su saludo al general Ghalib e incluso se dirigió directamente a él manifestando su esperanza de que pronto encontrara alivio al dolor constante que le producía su rodilla herida.

Con Yanus ibn Firnas se mostró sumamente cordial y comentó que había mantenido tratos recientes con él y su hija Miriam en relación con la construcción del nuevo observatorio de Medina Azahara. El califa era, obviamente, un gran admirador de todas las cuestiones relacionadas con la ciencia, y era un gran entendido y muy exigente en su deseo de contar con los instrumentos científicos más modernos tanto en Córdoba como en Medina Azahara.

Después de dar la bienvenida a sus invitados, el califa habló a Bandar y a los marinos de su inminente misión.

—Almirante Bandar, nos sentimos afortunados de contar con oficiales de vuestra experiencia para comandar nuestra flota naval. El príncipe Hakam actuó sabiamente al nombraros almirante de la flota tras el desafortunado fallecimiento del almirante Suhail y estamos convencidos de que responderéis dignamente a los retos que se presentan ante vos, que comandaréis sabiamente nuestra flota hasta Oriente y que cumpliréis con honor vuestro cometido en la inminente campaña.

»En cuanto a vos, el resto de los marinos, el califato de Córdoba se encuentra en un momento en su historia en el que depende de vos en cuanto a su futuro. El éxito de la alianza que hemos establecido en Oriente depende del resultado de vuestra misión. Con vuestras habilidades, vuestra dedicación al deber y los conocimientos que habéis adquirido gracias a las enseñanzas del astrónomo de la corte y su ayudante, conseguiréis conducir sanos y salvos, insha’Allah, a nuestros ejércitos al campo de batalla. Os encontráis frente a un cometido vital y os estamos agradecidos por la parte que vais a representar en él.

»Ahora nos complace invitaros a comer y beber con nos para celebrar vuestra partida.

Cuando el califa terminó de hablar, levantó la mano derecha como señal de inicio del banquete y el músico volvió a tocar el laúd.

En los años venideros, el marino de Qadis contaría la historia del banquete a sus hijos y, posteriormente, a sus nietos. Les hablaría de los quemadores de incienso de bronce con piedras preciosas incrustadas que tenían forma de halcón y que se pasaban de invitado a invitado para que perfumaran sus ropas antes de empezar a comer; les explicaría que al califa le servían la comida en una fuente de plata en su diván. ¡Y qué comida! El tabahajah de cordero condimentado con la oscura salsa murri y servido con mostaza verde, ruda y cilantro; el delicado pollo aderezado con azafrán y cilantro y relleno con una mezcla de huevos de codorniz y migas de pan tostadas y condimentadas con pimienta; el badinjan muhassa de berenjena, nueces y cebolletas; el al mudawar preparado con lentejas escaldadas y verduras frescas estofadas con vinagre de vino sazonado con canela, y todo servido en platos de cerámica vistosamente decorados en tonos azules y blancos.

Para beber había vinos fuertes, arak de caña de azúcar de Sherish, vinos dulces de Málaga y exquisitos vinos de melaza negra del valle del Wadi Shawsh, el río salado que los cristianos llamaban Guadajoz. Pero lo más destacado del banquete llegó con los postres. Les sirvieron sukkariyya, un delicioso dulce elaborado con azúcar y agua de rosas y salpicado de almendras tostadas y troceadas; hulwas de todas las variedades y sabores y, para terminar, lo mejor de todo, unos deliciosos sharbas de granada, limón y naranjas amargas enfriados con nieve traída de las elevadas sierras por grupos de corredores. ¡Sin duda se trató de un banquete magnífico!

Durante la comida, el califa solo conversó con el visir Hasdai ben Shaprut y el príncipe Hakam. No comió mucho y a menudo se reclinó en los almohadones de su diván, simplemente, observando a sus invitados mientras estos expresaban su asombro por los excelentes manjares y bebidas que les servían. Evidentemente, ninguno de ellos osó mirar directamente a los ojos al califa o entablar con él una conversación, y Abderramán pareció sentirse satisfecho de ser el espléndido proveedor de aquel generoso banquete.

Mientras los invitados tomaban los sharbas, el califa levantó la mano derecha hasta la altura de su hombro y, una vez más, la campanilla de plata silenció al músico. Los invitados se levantaron sin hacer ruido y, salvo el príncipe Hakam, se volvieron, como antes, hacia el califa y, con la mano en el corazón, realizaron una profunda reverencia en honor del califa, quien se marchó tras pronunciar una simple despedida.

Allah maakum. Fee aman illah. Adiós y que Dios esté con vosotros.

Cuando el califa finalizó el saludo, el sahib al sitr corrió la tupida cortina y entonces el príncipe Hakam se dirigió a los invitados:

Bismillah ir Raham ir Rahim. Almirante, marinos, su majestad el califa me ha pedido que os reitere sus mejores deseos para vuestra misión. También me ha pedido que agradezca al astrónomo de la corte y a su ayudante la gran labor que han realizado con el nuevo instrumento de navegación que os ayudará a llevar a buen término vuestro viaje. Ahora, continuad, por favor.

Cuando el príncipe se sentó, los criados sirvieron más sharbas y vino dulce. Entonces el marino de Qadis vio que un mensajero de la corte entraba en la habitación y entregaba a Hasdai ben Shaprut un pedazo de papel doblado. El visir lo leyó inmediatamente y sacó el tasbih de su bolsillo. Luego se reclinó en el asiento y manipuló las cuentas durante un rato hasta que, finalmente, se inclinó hacia delante y le dijo algo al príncipe heredero, quien enseguida se puso de pie, saludó de una forma maquinal a los invitados y salió de la habitación.

Entonces el chambelán habló en voz baja con el visir y el maestro de la sala de audiencias y, a continuación, se volvió hacia los comensales y dijo:

—Honorables…, Miriam bint Yanus, ahora debemos pediros que abandonéis la sala de audiencias.