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Después de la oración del crepúsculo

—¿Lo creéis? —preguntó el general Ghalib al visir.

Hasdai asintió con la cabeza.

—Sí, lo creo. Cuando le he contado que el resto de los tarros solo contenían mermelada de naranja se ha mostrado genuinamente sorprendido.

Ghalib resopló.

—Si tiene razón y Jalal efectivamente es oriundo de Trípoli, eso ayudaría a explicar que se enterara de la existencia del ántrax —comentó Alí—. Debieron de transportarlo en la flota del emisario bagdadí que atracó allí hace dos años camino de Al Ándalus. Dicen que la enfermedad se mantiene viva durante años.

—Así es —confirmó Hasdai.

Toqueteó su cinturón y volvió a ajustar la daga.

—¿Habéis hablado con la madre del mulazim?

—Sí, señor —contestó Ghalib—. Le he transmitido vuestras condolencias y me ha pedido que os diera las gracias. También me ha dado esto.

Ghalib sacó un frasco del interior de su capa y lo dejó encima de la mesa.

—Creo que se trata del frasco que faltaba de los tres que Nasim le dio al almirante. Por lo visto, Suhail se lo entregó a ella y le pidió que, si le ocurría algo, me lo entregara a mí personalmente. Por eso acudió al Alcázar y pidió verme. ¡Ojalá el almirante nos hubiera contado lo que estaba haciendo! Seguramente, todo habría acabado de forma distinta.

—No piense en eso, general —repuso Hasdai—, ahora ya no podemos cambiar lo que fue. —Se volvió hacia Alí—. ¿Habéis averiguado algo acerca de Jalal?

—No estoy seguro, señor —contestó Alí—. No lo he visto, pero he ido al campamento y he comprobado las caravanas de mulas que deben partir mañana.

—¿Y bien? —lo acució Hasdai.

—Veréis, señor, se me ha ocurrido que, si Jalal quería salir de Córdoba, no lo haría solo. Todo el mundo lo está buscando y, en estas circunstancias, sería una locura que intentara abandonar la ciudad.

—Lo que significa que, probablemente, sigue aquí —intervino Ghalib.

—Exacto —confirmó Alí—. También se me ha ocurrido que la caravana de mulas constituiría una forma de encubierta de escapar perfecta para él. Todas las caravanas disponen de una cuadrilla de arrieros que las conducen. Jalal lo sabe y me pregunto si no tratará de utilizar la cadena de suministros para marcharse. Las caravanas pueden cruzar sin problemas las puertas de la ciudad y cualquier punto de vigilancia porque forman parte de los preparativos de la guerra. Una vez fuera del campamento, no vuelven a ser inspeccionadas hasta que llegan a Almería. Jalal podría ir en una de ellas hasta donde quisiera y nadie se enteraría.

—Pero no podemos registrar todas las caravanas —argumentó Ghalib.

—No sé por qué no, general, aunque de todos modos no sería necesario —replicó Hasdai—. Solo tendríamos que vigilar la que transporta el cargamento de mermelada de naranja del que Alí nos ha hablado antes.

Los tres hombres se miraron. Hasdai se acercó a su escritorio y tomó un cálamo y papel.

—Muy bien —dijo—. Alí, mientras el general y yo estamos en el banquete, quiero que registréis los aposentos de los marinos. Empezad con los de Bandar. Si descubrís algo, cualquier cosa, enviadme un mensaje por medio de los mensajeros de la corte.

—Sí, señor —contestó Alí.

—Y entregad esta nota al coronel Zaffar —declaró mientras escribía—. Lo encontraréis abajo, en la sala de los oficiales. Tomad.

Hasdai le tendió la hoja de papel y Alí la tomó y leyó el mensaje.

—¿Estáis seguro de que esto funcionará, señor? —preguntó.

—Si no funciona, Alí, en menos de veinticuatro horas el almirante Bandar saldrá de Córdoba con las alabanzas del califa y los vítores del pueblo resonando en sus oídos. Bien, general, ¿estáis listo para acudir al banquete?