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Después de la oración de la tarde

Ghalib odiaba hacer aquello, pero sabía que tenía que hacerlo y, cuanto antes acabara, mejor.

A pesar de que la soleada tarde contenía ya la promesa de la primavera, Ghalib subió alicaído por la calle que conducía a la puerta de Al Yahud y pasó por delante de las modestas viviendas que se apiñaban en aquella parte de la ciudad. Aquellas eran las casas de las personas corrientes de Córdoba; casas pequeñas y bien cuidadas, con patios ocultos a la vista de los transeúntes por muros altos y pesadas puertas tachonadas con hierro. Mientras caminaba, oyó los sonidos cotidianos de la vida familiar, los cuales procedían del otro lado de los muros: los mazazos de alguien moliendo el grano por aquí, los chirridos del torno de un pozo por allá, el trino de un pájaro enjaulado, la regañina de una madre a su hijo…

Siguiendo las indicaciones de uno de los hombres del chambelán, tomó la calle que conducía al acueducto y, finalmente, llegó a la puerta de la casa del mulazim Haitham. Llamó a la puerta y, mientras tiraba hacia abajo de su almilla de piel, esta se abrió.

Ghalib inclinó levemente la cabeza y dijo con amabilidad:

Shalam alaikum. ¿Sois vos la madre del mulazim Haitham de la guardia califal?

Alaikum shalam —saludó la mujer con voz baja y tensa—. Sí, señor… Soy Hadija bint Qays, la madre de Haitham. Vos debéis de ser el general Ghalib.

La mujer levantó su afligida cara y el general vio que tenía los mismos ojos verdes y penetrantes que su hijo.

—Vuestro mensajero me ha avisado de que veníais. Marhaba! ¡Bienvenido a mi hogar! Entrad, por favor.

El general se quitó el gorro de piel y lo sostuvo debajo del brazo mientras pasaba por delante de la menuda figura de la mujer, que iba vestida totalmente de negro y se cubría la cabeza con un pañuelo del mismo color.

—Entrad, señor. Entrad en el salón y os serviré una taza de té —invitó la mujer mirando hacia el suelo.

—Por favor, buena mujer, no os toméis ninguna molestia por mí —repuso el general.

Ella lo miró a la cara.

—Sois mi invitado. Traeré té —declaró.

—Gracias —contestó Ghalib.

Entró en el pequeño y acogedor salón y se sentó al lado de una mesita de madera negra.

Mientras bebían té de menta, el general preguntó:

—¿Estáis sola, Hadija?

—No —contestó ella—. Alhamdulillah, alabado sea Dios, tengo una hija que, a su vez, tiene dos hijos.

—¡Ah, sin duda las hijas constituyen una gran bendición! —exclamó Ghalib—. Insha’Allah, los nietos os servirán de mucho consuelo.

Se produjo una pausa y, finalmente, Hadija levantó la mirada y dijo:

—General Ghalib, no creo que hayáis venido para hablar de mi hija o de mis nietos. He perdido a mi único hijo y a mi hermanastro. Deberíamos hablar de ellos, ¿no creéis?

El general estiró lentamente la pierna derecha y exhaló un profundo suspiro.

—Sí —contestó—, debemos hablar de ellos. Haitham era un soldado leal y valiente. Tanto él como el almirante Suhail constituyen una gran pérdida para el califato. El visir en persona me ha pedido que os transmita sus condolencias.

—Por favor, dadle las gracias al visir en mi nombre. ¿Sabéis por qué los asesinaron, general?

—De momento solo tenemos sospechas, Hadija. Mentiría si os dijera que sabemos con exactitud por qué los mataron y quién está detrás de sus muertes.

—He oído decir que han ejecutado a un hombre en la carretera de Almería —comentó Hadija—. ¿La ejecución tiene algo que ver con los asesinatos?

—No —contestó Ghalib quizá demasiado deprisa.

—Comprendo. Os preguntaréis si sé algo acerca del posible autor.

Ghalib se frotó la dolorida rodilla y asintió.

—No tengo ni idea de quién puede ser. Todos los hombres de mi familia han servido al califa, pero hasta ahora ninguno había sido asesinado por su propia gente. Mi marido cayó en la batalla de Simancas, pero al menos estaba luchando por su majestad y por defender el califato.

Al oír mencionar la batalla de Simancas, el general se sobresaltó y abrió mucho los ojos. Fue en aquella batalla, con la que se pretendía establecer la frontera septentrional del califato y que tuvo lugar once años atrás, en 939, donde lo hirieron. La batalla constituyó una catástrofe espantosa y empezó con un eclipse total de sol que infundió terror en los corazones de ambos ejércitos.

—Yo también luché en Simancas —anunció Ghalib—. Fue horrible; una batalla muy dura. Si en ella perdisteis a vuestro esposo debéis sentiros orgullosa de él. Y también debéis sentiros orgullosa de Haitham y del almirante Suhail. Ellos también han prestado un gran servicio a su majestad. Pero debo insistir, ¿sabéis algo que pueda arrojar alguna luz sobre quién realizó esos horribles actos?

—Como os he dicho, no sé nada sobre su muerte o sobre quién puede ser el asesino. Lo que sí sé es que Suhail debía de sospechar que corría peligro.

—¿A qué os referís? —preguntó Ghalib.

—Cuando estuvo aquí, poco antes de que lo mataran, me dio una cosa y me advirtió de que, si le ocurría algo, debía asegurarme de que vos la recibíais y que debía entregárosla personalmente. El almirante me dijo que podía confiar en vos. Por eso fui a las dependencias del chambelán y pedí veros.

—¿De qué se trata? ¿Es una carta, un mensaje…?

—No —replicó Hadija—. Iré a buscarlo.

Se levantó y se dirigió a un arcón de madera cubierto con una tela que había en una esquina de la pequeña habitación. Dobló con esmero la tela y sacó del arcón un tarro de barro cocido sellado con cera de abeja.

—Tomad —declaró tendiéndoselo a Ghalib—. Desconozco su significado. Por su peso y su aspecto, parece un tarro corriente de mermelada, pero el almirante insistió en que, si le ocurría algo, yo debía asegurarme de que lo recibíais.

El general consiguió no dar muestras de la sorpresa que le había causado aquel supuesto mensaje. Tomó el tarro con ambas manos y le dio las gracias a Hadija.

—No puedo contaros de qué se trata —apuntó—, pero os aseguro que es de gran importancia y que puede ayudarnos a encontrar al asesino de vuestro hijo y del almirante. Ahora, buena mujer, debo regresar al Alcázar. Pero, antes de irme, ¿hay algo que pueda hacer por vos?

Hadija bajó la vista, suspiró y sacudió la cabeza suavemente mientras arrancaba un hilo imaginario de su falda.

—No, general, gracias. No podéis hacer nada por mí. Mi hija vendrá a buscarme antes de la oración del crepúsculo. Me quedaré con ella y su familia, y lloraremos la pérdida de su hermano y su tío.