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Antes de la oración de la tarde

—¡No veo la hora de irme de aquí! Ya estoy harto de este lugar. Me sentiré dichoso cuando mañana emprendamos el camino de vuelta a Almería.

Mientras hablaba, el joven marino de Qadis metía con ímpetu su ropa en una bolsa de lona. Su colega de Adra, que estaba sentado en la cama, asintió en señal de conformidad.

—Sí —afirmó—, a mí me ocurre lo mismo. Yo ya he empacado mis cosas. También ansío regresar a Almería. Desde que perdimos al almirante Suhail, se respira una atmósfera extraña en este lugar. Me alegraré de estar de vuelta en una ciudad marinera. Para mi gusto, aquí hay demasiadas pruebas de la presencia del ejército.

—¿Qué opinas del general Ghalib?

—Es un auténtico malnacido, de esto no cabe duda —contestó el marino de Qadis—. De todos modos, yo nunca me fiaría de nadie que estuviera tan cerca del visir.

—El visir también es un individuo extraño, ¿no crees? ¿Cómo puede un doctor judío haber alcanzado esa posición? Sin duda debe de contar con el favor del califa.

—Lo que me resulta más extraño en él es la relación que mantiene con la hija del astrónomo de la corte. Todo el mundo habla de ello.

—¡Ah, ella, la ilustre y omnipotente doña Miriam! De todos modos, tiene encanto, ¿no crees?

El hombre de Adra soltó una carcajada.

—Bueno, debo decir a favor del doctor judío que tiene buen gusto. ¡Ella tiene un culo estupendo!

Su colega río en señal de conformidad y declaró:

—De cualquier manera, tienes que admitir que ella es toda una experta en astronomía y matemáticas. Y nos ha enseñado muy bien.

—Esa es otra de las diferencias entre Córdoba y Almería. Aquí las mujeres hacen un montón de cosas que no hacen en las provincias. Por ejemplo, en un lugar como Qadis nunca verías a una mujer enseñando a hombres. No estoy seguro de que eso sea bueno. Me alegraré cuando estemos en alta mar, de vuelta en un mundo de hombres.

—Me pregunto si ella estará.

—¿En la recepción? Supongo que sí. La verdad es que no me apetece nada ir.

—A mí tampoco. Podría irme de Córdoba tan tranquilo sin conocer al califa o al príncipe heredero.

—De todos modos, será un verdadero acontecimiento. ¡Para que nos hayan dado a todos ropa nueva! Estas túnicas y las capas deben de haber costado una fortuna. ¡Y las sandalias son magníficas! Nunca había visto una piel como esta —exclamó el hombre de Adra.

—Algunos hombres de aquí, de la capital, visten ropas como estas todos los días. Debe de ser fantástico ser rico. En fin, cambiémonos ya de ropa. Bandar quiere que nos reunamos en su habitación antes de la recepción. Creo que tiene una botella de arak y ha dicho que quería que bebiéramos juntos antes de ir a las dependencias del califa.

—Espero que no me dirija la palabra —comentó el hombre de Adra.

—¿Quién? ¿El califa? ¿Por qué? Solo es un hombre como nosotros —repuso el hombre de Qadis—. Además, nos necesita. Sin nosotros, la campaña de oriente fracasaría. Necesita marinos que tripulen las naves de la flota y la lleven hasta allí, si no nunca podría ganarle la batalla a Bagdad.

—Supongo que tienes razón. ¡Vamos, lavémonos y pongámonos esas elegantes vestiduras! —exclamó el hombre de Adra soltando una carcajada—. Nos vemos en la habitación de Bandar.

El hombre de Qadis también soltó una carcajada.

—¡Almirante Bandar, por favor! Ahora es el almirante Bandar. ¡No lo olvides!

Bandar sirvió vasos de arak para él mismo y sus tres colegas.

—Quería dirigirme a todos vosotros antes de la recepción. El visir me ha comunicado un par de cosas que debéis saber. La primera es que nos presentarán personalmente al califa. El visir Hasdai me ha advertido de que no debemos iniciar ninguna clase de conversación con él. Si el califa quiere hablar con nosotros, nos formulará directamente las preguntas que desee. De todos modos, quien hablará más será el príncipe heredero. Debéis tener presente que él está al corriente de todos los preparativos navales y militares. No le habléis de tácticas ni comentéis nada acerca de los nuevos astrolabios o las cartas náuticas. Y, en ningún caso, le habléis de Miriam, la hija del astrónomo de la corte.

Bandar se volvió hacia el marino de Adra, quien había soltado una risotada.

—¿Qué os ocurre a vos? ¿Acaso he dicho algo divertido? ¿No, verdad? Será mejor que en la recepción os comportéis debidamente. Recordad que el príncipe Hakam ha hecho ejecutar a un hombre esta misma mañana y puede hacer lo mismo con vos si no actuáis como es debido.

—Lo siento, señor —contestó el marino—, es solo que…

—¡Es solo que… nada! —soltó el vicealmirante Siraj bin Bahram—. ¡Así que callaos y dejad que el almirante Bandar hable!

—Sí, señor. Lo siento, señor —se disculpó el aleccionado joven mientras bajaba la vista hacia su vaso de arak.

—A la ceremonia asistirá, al menos, una mujer —continuó Bandar—. Se llama Lubna y trabaja como escribiente en la secretaría del príncipe. Levantará un acta de la recepción y no debéis relacionaros con ella de ningún modo. ¿Está claro?

Los tres hombres murmuraron su comprensión de la situación.

—Bien —prosiguió Bandar—, ahora, antes de irnos, quiero daros las gracias a todos. Estos últimos días, con la pérdida del almirante Suhail y las clases sobre los nuevos instrumentos y las cartas náuticas, hemos pasado por muchas vicisitudes, pero todos habéis respondido muy bien a las circunstancias. —Miró fijamente al joven de Adra—. El asunto que nos ocupa es realmente serio. —Se detuvo, tomó su almanaque astronómico y lo blandió por encima del hombro—. Con la información que contienen los almanaques, podemos convertirnos en los mejores navegantes del Dar al Islam y cumplir con nuestro deber hacia el califa.

Bandar dejó el almanaque sobre la mesa de golpe y un pedazo de papel salió revoloteando de él y aterrizó a los pies de su lugarteniente, quien lo cogió.

Bandar se lo arrebató a la velocidad del rayo, pero justo antes de que se lo quitara, Siraj consiguió ver que la diminuta letra del texto estaba encabezada por un curioso símbolo. Un símbolo que había visto antes, cuando viajó a territorio bereber, en Ifriqiya.