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Antes de la oración de la tarde

Simón, el propietario de la tetería Al Bisharah, conocía a la gente. Había visto y oído a todo tipo de personas en su tetería: cristianos como él, judíos y musulmanes; soldados y comerciantes; lugareños y viajantes procedentes de lugares remotos.

En las teterías, la gente hablaba; sobre todo de noche, cuando el arak corría como el agua. Entonces la gente comentaba cosas que habría sido mejor mantener en secreto: qué matrimonio estaba fracasando; quién estaba sufriendo enormes pérdidas en el negocio; la caída de las defensas en la frontera norte; qué hacía el príncipe en su harem masculino…, y en el femenino; que el visir pasaba cada día más tiempo con la hija del astrónomo de la corte…

Simón era lo bastante listo para no opinar sobre estas cuestiones y, simplemente, escuchaba, asentía con la cabeza y servía más beraid, té o arak. En aquel momento, sin embargo, estaba siendo interrogado por un tal Alí. No conseguía descifrar qué tipo de persona era. Se trataba de un hombre de constitución menuda y compacta que sabía escuchar y, al mismo tiempo, estaba muy pendiente de lo que ocurría a su alrededor. Le explicó a Simón que lo enviaba el visir. Pero Simón sí que sabía algo de Alí a ciencia cierta; sabía que no era alguien que uno deseara tener como enemigo.

—Por aquí viene un hombre que no tiene pulgar en la mano derecha —dijo Alí—. ¿Sabéis quién es y dónde puedo encontrarlo?

—Creo que sé a quién os referís —contestó Simón—. Se llama Yazid y es herrero.

—¿Cómo puede ser herrero si no tiene pulgar en la mano derecha? —preguntó Alí.

—Dicen que tiene un aprendiz que realiza el trabajo pesado. Además, solo hace artículos pequeños y delicados, como navajas de afeitar y lancetas.

—¿Sabéis dónde está su tienda?

—Sí, está en el zoco de la metalurgia, justo enfrente de la calle que comunica la puerta de Al Amir con la de Al Jabar.

Alí se levantó, sacó unas monedas de su bolsillo, las dejó encima de la mesa y se terminó el té de menta.

Shukran. Gracias. Ma as salaam —declaró.

Y salió de la tetería.

Simón sacudió levemente la cabeza mientras recogía las monedas, el vaso y el plato que había en la mesa.

Alí no tardó mucho en localizar la herrería de Yazid. Supo que la había encontrado cuando vio una navaja de afeitar gigante colgando encima de la cortina de tela de arpillera que servía de puerta a la tienda.

Se detuvo frente a la cortina e introdujo la mano en el bolsillo de su chilaba. En el interior había un corte a través del cual pudo tocar la bolsa que colgaba de su cinturón y que contenía una barra de hierro corta y pesada con cuatro agujeros. Alí metió los dedos en los agujeros y cerró el puño. Aquella arma de lucha cuerpo a cuerpo confería un poder enorme a los puñetazos y había salvado la vida de Alí en más de una ocasión.

Apartó la cortina y asomó con cuidado la cabeza permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la penumbra del interior de la tienda antes de atravesar el umbral. Miró alrededor y percibió la habitual acumulación de cosas de las tiendas que vendían artículos de metal y el olor acre del hierro forjado.

Fue entonces cuando oyó los sollozos, que procedían del patio posterior de la tienda. Alí apretó con fuerza el puño y se acercó sigilosamente a la entrada del patio. Allí, junto al yunque, estaba el aprendiz de Yazid, sentado en el suelo, al lado del cuerpo de su patrón. El muchacho se rodeaba las rodillas con los brazos y se balanceaba adelante y atrás mientras sollozaba desconsoladamente.

Yazid tenía los ojos abiertos y la cabeza partida como una calabaza. El martillo todavía estaba hundido en su cráneo y el mango señalaba hacia el lloroso aprendiz, quien tenía los pies hundidos en el charco de sangre oscura que brotaba de las espantosas heridas de Yazid.

Alí se acercó al muchacho y le tocó el hombro. El aprendiz apoyó las manos en el suelo, se levantó con dificultad y se quedó de pie, delante de Alí, con los dedos chorreando sangre del cadáver. Parecía que los ojos fueran a salírsele de las órbitas.

—¿Lo has hecho tú? —preguntó Alí soltando el arma de su bolsillo y señalando el cadáver.

El muchacho cayó de rodillas.

—No, supongo que no —murmuró Alí.

—¡Señor! ¡Señor! ¡Está muerto! —exclamó el aprendiz y a continuación inhaló una larga y temblorosa bocanada de aire.

—No creo que haya ninguna duda al respecto —comentó Alí.

—¡Oí cómo sucedía, señor! —exclamó el muchacho, y volvió a levantarse—. ¡Fue con el martillo, señor!

—Creo que en eso, probablemente, también tengas razón —comentó Alí, y tuvo que esforzarse para no echarse a reír—. Entonces, ¿si no fuiste tú, quién lo hizo?

—Fue un bereber, señor; un hombre vestido como un bereber.

—¿Vestía un albornoz negro?

—Sí, señor.

—Será mejor que vengas conmigo.

El muchacho miró a Alí y retrocedió atemorizado.

—¿Quién sois vos? ¿Por qué queréis que os acompañe?

—Trabajo para el visir. El querrá hablar contigo.

—¿Cómo sé que lo que decís es verdad?

Alí introdujo una mano en el bolsillo y, cuando la sacó, blandió el arma de los nudillos frente a la cara del aprendiz.

—Confía en mí —declaró con voz clara y grave—. Tú eliges: puedes venir conmigo al Alcázar como un buen chico o puedo llevarte a rastras tirándote del cabello después de haberte golpeado con esto. ¿Qué prefieres?

El aprendiz volvió a caer de rodillas gimoteando y asintiendo con la cabeza.

—Buena elección —declaró Alí—. Ahora cálmate, lávate con el agua de la cuba y, cuando hayas terminado, iremos al Alcázar. No creo que al visir le gustara verte cubierto de sangre.

—Ahora ya no tiene sentido enviar a un guardia para que vigile los movimientos de Yazid al Haddad, excelencia —declaró Alí mientras se sentaba en un taburete en la sala de trabajo del visir.

—¿Por qué no? —preguntó Hasdai.

—Porque no se va a mover. Yace junto al yunque de su tienda con el cráneo destrozado.

—¡Ah! ¿Y sabemos quién es el responsable? —preguntó Hasdai.

—Creo que sí, excelencia. He dejado al aprendiz de Yazid en la sala de guardia. El vio al asesino brevemente y oyó cómo le aplastaba la cabeza a su patrón.