Después de la oración de mediodía
—¡Que Dios destruya vuestra casa! ¡Escoria! —gritaba Ghalib una y otra vez a pleno pulmón.
El joven soldado, que estaba claramente aterrado, contempló cómo el general de la guardia del califa se retorcía de dolor en el suelo embaldosado del cuarto de guardia. La espada y la daga del general chocaban contra las baldosas del suelo acrecentando el estruendo. El general sacudió la pierna, y su pie golpeó la pata de una mesa lanzando tazas y jarras de agua contra el suelo.
La puerta se abrió de golpe y el arráez de la guardia entró a toda prisa con la mano apoyada en la empuñadura de su espada.
—¿Qué demonios ocurre aquí? —gritó antes de reconocer a su superior.
Ghalib estaba ahora hecho un ovillo entre el montón de pedazos de loza y se abrazaba la rodilla derecha gimoteando como un perro al que estuvieran azotando.
—¡Señor…! ¡Señor…! ¡Se trata del general, señor!
—I Alá! —exclamó el arráez—. Eso ya lo veo, pero en el nombre de Dios, ¿qué le has hecho?
—Nada, señor. Él estaba detrás de la puerta cuando he entrado. La he abierto deprisa y creo que le he golpeado la pierna.
—¡Ve enseguida a las dependencias médicas! y pide que te den un frasco de corteza de sauce y tintura de jugo de amapola. Y trae también una botella de arak, agua muy fría y unos trapos limpios.
El arráez se arrodilló junto a Ghalib y lo agarró suavemente de los hombros.
—General Ghalib, señor, soy yo, el arráez Hussein —declaró con calma—. Sé lo que os ocurre y he ordenado que os traigan algo para el dolor. No tardarán en traerlo.
—Ya podéis dejar de disculparos, joven —declaró Ghalib ojeroso y con la mirada turbia debido a la combinación de los medicamentos y el arak—. Si, durante un solo segundo, creyera que lo habíais hecho deliberadamente, ya estaríais muerto. Acercaos y tomad un trago conmigo.
El general consiguió esbozar una media sonrisa que no ayudó a levantar el ánimo del desdichado soldado que estaba sentado frente a él. El joven tomó el vaso de arak con mano temblorosa y lo vació de un solo trago.
—El arráez Hussein estaba conmigo en la frontera norte cuando la punta de la lanza se hizo añicos en mi rodilla. Aunque entonces todavía no habíais sido ascendido a arráez, ¿no, Hussein?
Ghalib quitó los trapos húmedos de su rodilla y los dejó en un banco que tenía al lado.
—No, señor, entonces no era mucho mayor que el soldado Suleiman, aquí presente. Aquella fue una campaña realmente dura.
Los tres hombres permanecieron en silencio unos instantes y Hussein añadió:
—Señor, ¿puedo preguntaros por qué habéis venido? No visitáis las celdas con frecuencia.
—Gracias a Dios, no. He venido para interrogar al hombre que está detenido por el asesinato de la pelea de gallos.
—¿El comerciante?
—Exacto.
El arráez se volvió hacia Suleiman.
—Sabes de quién se trata, ¿no?
—Sí, señor.
—Ve a buscarlo y después déjanos a solas con él —ordenó Ghalib.
Cuando volvieron a llevarse al comerciante a su celda, Ghalib se dirigió al arráez Hussein.
—¿Qué opináis? —le preguntó.
—No creo que lo hiciera él, señor. Uno solo tiene que mirarlo para darse cuenta de que no tiene el coraje que se necesita para hacer lo que le hicieron a Bilal.
—Creo que tenéis razón —corroboró el general—. La discusión que mantuvo con Bilal no fue realmente importante. Fue lo bastante seria para pegarse con él, pero no tanto como para matarlo. Creo que se enojó al ver a Bilal divirtiéndose con lo que él consideraba su dinero. Si el marino no los hubiera separado, podrían haber intercambiado unos cuantos tortazos, pero eso habría sido todo.
—¿Creéis lo que ha dicho respecto a que había visto a alguien meterse entre los arbustos con Bilal?
—Sí, sí que lo creo. Y también creo lo que ha dicho acerca de que estaba demasiado asustado cuando los guardias lo arrestaron para mencionar ese hecho. Evidentemente, se trata de un hombre tímido que se vio empujado a una confrontación cuando vio a Bilal en el reñidero. Estoy casi seguro de que no mató a Bilal. Además, nunca se había metido en problemas hasta ahora.
—En ese caso, señor, ¿qué queréis que hagamos con él? —preguntó Hussein.
—De momento será mejor mantenerlo aquí. Al menos así sabremos dónde está. Ahora debo regresar al Alcázar para hablar con el visir.
—¿Cómo está vuestra rodilla, señor? ¿Podréis ir caminando hasta allí? Si os sirve de ayuda, podría conseguiros el palo de una lanza para que lo utilizarais como bastón.
Por la mirada que le lanzó el general, Hussein supo inmediatamente que había dicho lo que no debía.
—¡Vaya! —exclamó el general—. ¡No es suficiente con que el visir quiera abrirme la rodilla y hurgar en ella para sacar los pedazos de metal! ¡Ahora vos queréis que vaya por las calles con un bastón, como si fuera un lisiado!
—Lo sient…
—¡No os disculpéis! Ya he recibido bastantes disculpas hoy del joven Suleiman. Solo dadme ese jugo de amapola. Me tomaré otra taza y podré regresar al Alcázar…, ¡sin un bastón!