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Después de la oración de mediodía

Vaya, ¿así que, después de todo, habéis conseguido venir a casa a cenar?

—Sí —contestó Yanus.

Colgó su manto en un perchero y se sentó en un taburete bajo junto a la chimenea de ladrillo, en la que había dos ollas de arcilla. El contenido burbujeaba y el vapor levantaba la tapa de una de ellas produciendo un golpeteo rítmico.

—Tengo hambre. ¿Qué tenemos hoy para cenar?

Yanus se frotó las manos al calor del fuego, cogió un trapo, se inclinó hacia delante y levantó la tapa de una de las ollas. Echó el vapor hacia su cara sacudiendo la otra mano e inhaló el olor del jugo de la carne aromatizado con pimienta, lavanda y canela que escapaba de la olla.

—¡Humm, jimliyya! ¡Me encanta este estofado!

—Bueno, solo tenéis que esperar hasta que esté listo. Pasadme la jarra de murri.

Yanus sonrió a su hija y le tendió la acida salsa. Recordaba la receta de su esposa paso a paso y le enseñó a Miriam a mazar las migas de pan tostadas, mezclarlas con la miel y el membrillo e incorporar las nueces saladas, el hinojo secado al calor del fuego, el apio y las cebollas germinadas. Ella la preparaba exactamente igual que su madre.

—No voy a poner huevos en el estofado —comentó Miriam mientras vertía la aromática salsa en la olla a cucharadas.

—¿Por qué no? —preguntó su padre.

Ella interrumpió lo que estaba haciendo y señaló a su padre con la cuchara de madera.

—¡Porque vos os habéis olvidado de comprarlos! —exclamó.

—¡Vaya, lo siento! —se disculpó Yanus—. Pero no puedes culparme. Están pasando muchas cosas en este momento.

—¿Habéis hablado con Hasdai recientemente?

—No, no he tenido la oportunidad de hacerlo. Está muy ocupado preparándolo todo antes de la llegada del califa.

—¿Y qué hace el general Ghalib?

—Pasa la mayor parte del tiempo con Hasdai. Con todos los asesinatos que se han producido últimamente, tienen mucho en lo que pensar. La cojera de Ghalib parece estar empeorando. No me extrañaría que sintiera dolor constantemente.

—Por la forma en que el príncipe los hace ir de un lado a otro y a toda prisa, no me sorprendería que esté empeorando. Creo que el general es demasiado mayor para hacer lo que hace.

—No me gustaría ser la persona encargada de decírselo —comentó Yanus—. El príncipe Hakam es el único que puede decirle cuándo es el momento de que se retire.

—No demuestra tener mucha compasión, ¿no creéis?

—¿Quién, el príncipe? No, la verdad es que no. Supongo que ya sabes que la ejecución se ha llevado a cabo.

Miriam se estremeció.

—Horrible… Horrible —murmuró—. Sí, ya lo he oído. Esto lo único que hace es reforzar la reputación de Hakam.

—Bueno, aquel hombre quebrantó la ley y supongo que, como príncipe heredero, Hakam tiene que mantener el orden de alguna manera.

—Lo que en realidad me preocupa es la reputación que ya se ha labrado.

—¿El príncipe Hakam?

—Sí.

—¿A qué te refieres?

—Ha ordenado que mi alumna, Lubna, empiece a trabajar en su secretaría.

—Pero eso es bueno para ti, ¿no? —preguntó Yanus.

—No estoy preocupada por mí —contestó Miriam—, sino por ella.

—Lubna está muy capacitada para realizar esa función.

—Lo sé, pero espero que él la deje tranquila.

Yanus sonrió de medio lado.

—Yo no me preocuparía por eso, aunque si ella fuera un atractivo joven de dieciocho años, sí que estaría en peligro.

—Supongo que sí —corroboró Miriam—. Es solo que me cuesta aceptar la propensión a la crueldad del príncipe.

—Será mejor que nadie te oiga hablar así de él —advirtió Yanus—. Puede que tengas razón, pero ni siquiera Hasdai podría ayudarte si alguien se enterara de lo que piensas. Por cierto, ¿cuándo volverás a ver a Hasdai?

—La última vez que hablé con él me dijo que seguramente podrá visitarnos en cuanto los marinos hayan partido hacia Almería.

—Espero que así sea. Me encanta veros a los dos juntos.

—Humm… —murmuró Miriam—. Me pregunto cómo acabará todo esto.