57

Después de la oración de mediodía

Hasdai ben Shaprut contemplaba el patio desde la ventana.

Alí y el general Ghalib, que estaban sentados frente a su escritorio, sabían que no debían interrumpirlo cuando estaba de aquel talante. Al final, Hasdai introdujo el tasbih en uno de los bolsillos de su túnica y se volvió hacia los dos hombres.

—¿Entonces, general, habéis encontrado a quien mató a ese tal Bilal? Se trataba de un barbero, ¿no es así?

—Exacto, señor. La barbería está junto al gremio de los vendedores de ropa, a la entrada del zoco de los perfumistas.

Mientras hablaba, el general volvió la rodilla hacia el calor del fuego y se la frotó para aliviar el dolor. Normalmente, le encantaba sentarse junto a la chimenea de la sala de trabajo del visir. La forma cóncava del fondo de la chimenea reflejaba el calor hacia la habitación y despedía un olor a resina de pino que, aquel día, se mezclaba con el de cardamomo y té de menta que habían estado bebiendo, aunque, en general, el visir y él solían hablar de cosas más placenteras que de asesinatos.

—Los guardias están convencidos de que el hombre al que han detenido es el asesino. Por lo visto, se pelearon cerca del reñidero y ese hombre, un comerciante, mató al barbero.

—¿El comerciante ha confesado el crimen?

—No, lo niega por completo, pero los guardias están seguros de que fue él.

—¿Disponen de algún testigo?

—No, señor, pero uno de los guardias lo vio discutiendo acaloradamente con Bilal antes de la pelea de gallos.

—Algo no encaja —declaró Hasdai—. ¿Habéis interrogado al comerciante?

—No he tenido tiempo, señor, porque me habéis mandado llamar. ¿Queréis que vaya ahora a interrogarlo? He ordenado a los guardias que no hagan nada con él hasta que yo les diga lo que deben hacer.

—Sí, creo que es necesario que lo interroguéis. Hay algo en todo este asunto que no acabo de entender.

—¿Qué os hace dudar?

—¿Os acordáis de cuando estábamos en las dependencias del chambelán y tomé el contenido de los bolsillos de Bilal?

—Sí, señor. Me pregunté para qué queríais aquellos objetos.

Hasdai se sentó a su escritorio y cogió dos tabas. Eran suaves al tacto y tenían una tonalidad marrón oscura que les había conferido el paso del tiempo.

Le tendió una a Ghalib.

—Examinadla con atención.

—¿Qué debo buscar exactamente? —preguntó el general—. Solo se trata de una taba vieja.

—Exacto —contestó Hasdai—, pero si observáis este borde —sostuvo en alto la otra taba y señaló un punto—, veréis una muesca que fue realizada, probablemente, con una lima.

—¡Ah, sí! —exclamó Ghalib—. Ya la veo. ¿Pero qué relevancia tiene?

—La relevancia consiste en que todas las tabas de Yusuf, el dueño de la casa de baños, están marcadas con la misma muesca. —Hasdai abrió un cajón—. Mirad —indicó tendiendo al general dos tabas más—. Estas las cogí ayer por la mañana de su casa de baños. Son idénticas y tienen la misma hendidura que esta otra. Yusuf solo permite que se juegue con sus tabas en su casa de baños. De este modo se asegura de que nadie haya añadido peso alguno a uno de sus lados o hayan sido manipuladas de ninguna otra forma. Por consiguiente, Bilal ha estado jugando en la casa de baños de Yusuf, lo que significa que puede haber una conexión entre su asesinato y el del almirante.

—¿Pero esto adónde nos conduce? —preguntó Ghalib—. Además, ya habéis dado al príncipe vuestra versión de lo que ocurrió.

—Lo sé, general, pero todavía hay algo en todo esto que no me gusta. No sé si nos conducirá a alguna parte…, pero si el comerciante que está detenido, efectivamente, asesinó a Bilal, es posible que también tuviera algo que ver con los otros asesinatos.

—Pero, señor… —empezó Ghalib.

Hasdai levantó una mano para interrumpirlo.

—Ya sé lo que vais a decir, pero antes quiero enseñaros algo.

Cogió el libro de registro de Al Mursi, que estaba encima de su escritorio, lo sostuvo en alto y señaló con él las manos de Ghalib.

—Vuestros dedos todavía están manchados de tinta. —Sonrió al general—. Parecéis un niño que acaba de llegar a su casa después de clase. ¿Qué ocurrió? Porque las huellas de los dedos son vuestras, ¿no?

Ghalib dejó la taza de té, se frotó la rodilla y le devolvió la sonrisa al visir.

—Sí que lo son. Volqué el tintero sobre el escritorio del secretario de Al Mursi. ¡La verdad es que causé un auténtico desbarajuste! Aunque no puedo decir que lo lamente. Limpiar todo aquel desaguisado le dará a aquella rata algo útil que hacer.

Hasdai volvió a dejar el libro en el escritorio, sacó el tasbih de su bolsillo y miró fijamente y durante largo rato las huellas de los pulgares del general en la cubierta de la clara piel del libro.

Los leños cedieron, se asentaron en el suelo de la chimenea y el fuego chisporroteó con fuerza.

—¿Echo más leña al fuego? —preguntó Ghalib.

Hasdai estaba absorto en sus pensamientos.

—¿Disculpad? —preguntó finalmente—. ¿Qué habéis dicho?

—Que si pongo más leña… al fuego —repitió Ghalib.

—Lo siento. Sí, hacedlo. Veréis, antes, cuando estaba aquí solo, me he dado cuenta de algo relacionado con las marcas de este libro.

—Como os he explicado, se trata solo de tinta —contestó Ghalib mientras cogía unos leños de un cesto y los incorporaba al fuego de la chimenea.

Alí observó atentamente al visir.

—Estas son las huellas de vuestros pulgares —explicó Hasdai.

—Exacto y, si volvéis el libro, veréis una imagen exacta de mis otros dedos —comentó el general, quien no tenía ni idea de por qué estaban manteniendo aquella conversación ni adonde conducía. Soltó una carcajada—. ¡Menudo estropicio causé!

—¿Os acordáis de las muchachas con las que hablamos en la alhóndiga? Una de ellas tenía marcas en los brazos.

—¿A la que el almirante había arañado con las uñas?

—Sí, la misma. Ella también tenía la señal exacta de unos dedos en las muñecas. Iguales que las vuestras en el libro: un pulgar en uno de los lados y los otros cuatro dedos en el otro lado.

—Sí que recuerdo haber visto esas marcas. Claro que no resulta extraño si el hombre que la agarró por los brazos tenía cierta fuerza.

—Exacto —corroboró Hasdai mirando a Ghalib a los ojos—. Esto es lo que me preocupaba, y esta mañana creo que lo he resuelto.

—¿El qué? —preguntó el general.

—¡Lo del cadáver de Shahid Jalal!

—¿Qué pasa con su cadáver?

—A Jalal lo estrangularon.

—Así es —contestó Ghalib.

—Pensad en ello —indicó Hasdai—. Si quisierais estrangularme con las manos, ¿cómo lo haríais? Levantaos y acercaos a mí.

Alí miró al general, quien gruñó al poner el peso en su pierna herida y se acercó al visir con las manos abiertas, como si quisiera estrangularlo.

—¡Exacto! —exclamó Hasdai—. ¡Mirad! Utilizaríais ambas manos y vuestros pulgares dejarían su huella en mi cuello, uno a cada lado. En el cuello de Shahid Jalal solo había una huella de pulgar en el lado izquierdo, de modo que el asesino solo utilizó una mano, la izquierda, para estrangularlo. Creo que estamos buscando a un asesino sin pulgar en la mano derecha. Y tiene que tratarse de alguien realmente fuerte para que pueda sujetar a su víctima con una sola mano y apretar hasta matarla.

—Bien —comentó Ghalib—, lo que decís tiene sentido.

—Y hay algo más —continuó el visir—. Quizás haya otra conexión con las apuestas que se realizan en la casa de baños de Yusuf. —Hasdai volvió a coger las tabas del escritorio—. Cuando estuve allí, Yusuf me contó que, antes de comprar los baños, los jugadores solían apostar uno de sus pulgares contra la paga de todo un año y también me contó que, actualmente, esas personas apuestan grandes sumas de dinero en las peleas de gallos. Así que podría ser que el asesinato del barbero y el del almirante estén relacionados.

—Señor, ¿estáis sugiriendo que deberíamos buscar a un hombre con un solo pulgar? —preguntó el general.

—Eso no es tan extraño como parece —intervino Alí—. Ayer mismo por la noche, en la tetería Al Bisharah, vi a un herrero que tenía un solo pulgar. Y, ciertamente, parecía lo bastante fuerte para realizar lo que el visir acaba de describir.

El general Ghalib suspiró y se atusó el bigote.

—¿Queréis que busque a ese herrero, señor? —preguntó.

—Todavía no —repuso Hasdai—. Primero quiero oír vuestro informe acerca del campamento Ma’aqul, Alí.

Mientras el espía hablaba, el visir hizo correr las cuentas por la cadena.

—Estoy convencido de que la suposición del general es acertada, excelencia. Si el almirante planeaba transportar ámbar gris de Córdoba a Almería, podría haberlo hecho a través del campamento. Allí disponen de camellos para transportar los pesados equipos militares y de mulas para la comida y otras provisiones. El ámbar gris podría haberse enviado en una caravana de mulas haciendo constar en el manifiesto que se trataba de tarros de mermelada.

Hasdai y el general Ghalib lo escuchaban atentamente.

—Las caravanas de mulas están formadas por ochenta animales y solo los dos de delante y los dos del final están marcados. Los otros van, simplemente, atados unos a otros. Se forman las caravanas y se conducen a las plataformas de carga situadas junto a la entrada norte, la cual comunica directamente con la carretera de Almería. Una vez en las plataformas, se anotan las letras y números de las marcas y las mercancías que les son asignadas, y luego se cargan los animales. Ayer me enseñaron cómo funcionaba todo el proceso, pero también descubrí algo interesante.

—¿De qué se trata? —preguntó el general.

—Las caravanas de mulas están formadas por ochenta animales, pero una tenía cuatro mulas más.

—Quizá las querían para transportar un excedente o por si alguna mula había llegado cojeando y no podía continuar el viaje. No me parece tan extraño que el comisario de guerra quisiera contar con animales de más.

—Sí, señor, lo comprendo —repuso Alí—, pero hay algo muy extraño en este asunto.

—¿De qué se trata? —preguntó Hasdai.

—Bueno, en primer lugar, si los animales eran para reemplazar a los que llegaran enfermos o heridos, los habrían devuelto, porque todos estaban sanos. Además, hay escasez de alimento para las bestias de carga y cualquier animal adicional implica más gastos para el comisario de guerra.

—¿Y qué más? —preguntó Ghalib.

Alí se volvió hacia el general.

—En segundo lugar, las cuatro mulas sobrantes no figuran en el manifiesto de mañana ni en el apéndice de animales de reserva. Entonces cotejé los almacenes con el manifiesto y encontré algo que debéis saber.

Ghalib miró al visir y este le indicó a Alí que continuara con un gesto de la mano mientras deslizaba las cuentas por la cadena con la otra.

Alí se secó la boca con el dorso de la mano.

—En los almacenes encontré un envío de mermelada de naranjas amargas que no estaba asignado a ninguna de las caravanas.

Ghalib miró de nuevo al visir, quien volvió a dejar el tasbih en el escritorio.

—Continuad —lo acució Hasdai.

—Señor, el asesinato del almirante no es ningún secreto y, debido a las teterías, tampoco lo es el descubrimiento del cadáver de Jalal. Por otro lado, ahora sabemos que el almirante y Jalal, los dos muertos, eran, probablemente, los dos agentes principales de la banda de contrabandistas. Por otra parte, antes he visto que han ajusticiado a Antonio entre dos perros a la entrada del campamento Ma’aqul, de modo que es probable que en estos momentos él también esté muerto…

—Eso espero por su bien —murmuró Ghalib.

—Dejad que Alí termine, general —lo amonestó Hasdai.

—Estamos suponiendo que, al menos aquí en Córdoba, el almirante, Shahid Jalal y los dos agentes son los únicos implicados en la trama de contrabando. Parecemos dar por supuesto que no hay nadie más involucrado, pero ¿y si no fuera ese el caso? ¿Y si hubiera más gente implicada? Sé que el ámbar gris que planeaban sacar de contrabando utilizando las mulas adicionales está en vuestras manos. Sin embargo, lo que resulta extraño es que, a pesar de que todos esos hombres están muertos…

—¡Alguien sigue coordinando la operación! —exclamó Hasdai.

Alí asintió.

—Exacto, señor. Y, puesto que vos tenéis el ámbar gris, ¿qué esperan transportar en esas mulas adicionales?

—¿Recordáis lo que Nasim nos contó acerca del ámbar gris, excelencia? —preguntó el general.

Hasdai asintió con la cabeza.

—Sí, lo recuerdo. Nos contó que el ámbar gris del almacén solo constituía una parte del envío. Yo había deducido que el resto ya se encontraba en la flota y que esta era la última entrega.

El visir volvió a coger el tasbih y se sentó unos instantes mientras intentaba extraer una conclusión del razonamiento de Alí.

—General —dijo finalmente.

—¿Sí, señor?

—Me pregunto si no habremos analizado lo ocurrido desde una perspectiva equivocada.

—¿A qué os referís, señor?

—Todavía no estoy completamente seguro —respondió el visir—. Tengo que estudiarlo a fondo. Me alegro de que todavía dispongamos de algo de tiempo antes de la celebración del califa de esta noche. Alí, ¿sabéis quién es ese herrero?

—No, señor, pero puedo averiguarlo fácilmente. Ayer por la noche organizó tal barullo en la tetería que más de uno se acordará de él, y Simón, el propietario, probablemente sabrá dónde puedo encontrarlo.

—Bien —contestó Hasdai—. Ahora, general Ghalib, id a interrogar al comerciante que está en la prisión. Sonsacadle toda la información que podáis acerca de Bilal y reuníos aquí conmigo y con Alí después de la oración. Pero antes enviad a otro de vuestros hombres a la alhóndiga, alguien en quien confiéis absolutamente y que no haya estado allí antes para que no lo reconozcan en caso de que alguien esté vigilando el lugar. Ordenadle que se vista como uno de los trabajadores de la alhóndiga y que registre los almacenes meticulosamente.

El visir cerró los ojos y, mientras deslizaba las cuentas por la cadena, recordó lo que el joven marino le había contado anteriormente.

—Si Alí tiene razón y todavía hay más personas involucradas en la trama, estas saben más de lo que nosotros sabemos. Quiero averiguar qué hay exactamente en los almacenes.

Hasdai contempló el fuego unos instantes y continuó:

—Regresad los dos aquí en cuanto hayáis realizado las tareas que os he encomendado. Tengo la impresión de que esta noche todavía tenemos mucho que hacer, pero quiero estar absolutamente seguro antes de decir nada más.