Después de la oración de mediodía
El porteador avanzaba penosamente pero sin detenerse por el abarrotado zoco de la metalurgia.
—¡Abrid paso! ¡Cuidad vuestras espaldas! ¡Cuidad vuestras espaldas! ¡Abrid paso! —gritaba mientras caminaba.
De los extremos de la percha que llevaba sobre los hombros colgaban sendos cestos llenos de martillos, cadenas de hierro y hoces. Los trabajadores del zoco se hacían a un lado para esquivar los oscilantes cestos mientras el porteador se abría paso por las claustrofóbicas callejuelas cubiertas de carbonilla. Un olor a azufre flotaba en el aire y el siseo burbujeante que producía el metal incandescente al ser sumergido en las cubas de agua se mezclaba con el incesante y estridente golpeteo de los martillos contra los yunques.
—¡Silencio! —exclamó el hombre del albornoz de lana negra cuando el porteador pasaba por delante de la cortina de tela de arpillera de la entrada. Agarró a Yazid al Haddad por el hombro y lo empujó hacia el fondo de la tienda—. ¡Callaos y entrad en el patio! Allí nadie nos oirá.
Los dos hombres entraron en el recinto al aire libre que se encontraba al fondo de la tienda y donde estaba la forja. Allí seguro que ningún viandante podría oírlos.
—¿Tenéis idea del tiempo que llevamos planeando esto? —preguntó el hombre del albornoz mientras se quitaba la capucha.
El aprendiz de Yazid, que estaba detrás de la cuba, se apretujó contra el suelo. Cuando su patrón y el hombre del albornoz entraron en el patio no lo vieron, y ahora no iba a dejarse ver. Se quedó tan quieto como pudo, esforzándose en dominar su respiración mientras el corazón le martilleaba las costillas. Oyó que Yazid contestaba despacio y deliberadamente.
—Sí, creo que tengo una ligera idea. Y he hecho todo lo que me habéis pedido. ¡Todo! ¿Me oís? He cumplido todos los encargos que me habéis enviado a través del muchacho mendigo. El almirante…, el hombre de la alhóndiga que fingía ser vos…, Bilal el barbero, quien me ayudó a trasladar los cajones a la alhóndiga… ¡Me he encargado de todos ellos!
—¿Y ahora, después de todo esto, cuando estamos tan cerca del final queréis retiraros?
Yazid asintió y cogió un martillo que estaba encima del yunque.
—Ya no podemos hacer nada más. Nasim y Antonio están muertos, o como si lo estuvieran. Todas las pruebas indican que el trato salió mal y, cuando el califa se dirija al pueblo mañana, vos estaréis a salvo lejos de Córdoba. Todos creerán que el culpable es el almirante. —Se secó la boca con el dorso de la mano—. Así que, efectivamente, quiero retirarme. Quiero mi dinero y no volver a formar parte de esta trama. No quiero acabar como Antonio, clavado a un madero en la carretera que conduce a Almería.
El hombre del albornoz lanzó una mirada airada a Yazid que duró lo bastante para que el herrero apartara la suya. Yazid volvió a dejar el martillo en el yunque.
—Me prometisteis que cuidaríais de mí —declaró volviendo a mirar al hombre del albornoz negro.
—Y lo dije de verdad —replicó este—. Al fin y al cabo, somos familia.
Yazid se frotó la nuca con la mano derecha, la que carecía de pulgar.
—Sí, supongo que lo somos.
—¿Os acordáis de dos años atrás, cuando aquel grupo de bagdadís se escapó de la prisión del Alcázar? Había soldados por toda la campiña buscándolos, pero fuisteis vos, Yazid, quien encontrasteis una ruta segura para que yo pudiera venir a Córdoba.
Yazid asintió y levantó la mirada.
—Sí, me acuerdo de eso.
—Y cuando el califa impuso restricciones para el traslado de ciertas mercancías, fuisteis vos quien me consiguió un puesto en el campamento Ma’aqul. Y yo no he olvidado nada de eso. Sois mi primo e hicimos un trato.
Yazid esbozó una débil sonrisa.
—¿Quiere eso decir que os ocuparéis de mí?
—¡Oh, sí, Yazid, me ocuparé muy bien de vos!
Desde su escondite, detrás de la cuba de agua, el aprendiz de Yazid oyó el tintineo que produjo el martillo al rozar el yunque cuando el hombre del albornoz de lana lo agarró. Después oyó que su patrón gritaba, «¡No!» y, a continuación, conforme el hombre golpeaba una y otra vez la cabeza de Yazid con el martillo, oyó tres crujidos espeluznantes, como los que produce un melón al ser partido con un hacha.
El aprendiz contuvo el aliento durante lo que le pareció una eternidad. Oyó el soplido que soltó Shahid Jalal al levantar el martillo por encima de su hombro y un último crujido cuando lo hundió con fuerza en el cráneo del herrero.
El muchacho se quedó paralizado y aterrorizado mientras Shahid Jalal jadeaba y se enderezaba.
—Te dije que me ocuparía de ti —masculló Shahid.
Se cubrió la cabeza con la capucha hasta los ojos, atravesó el patio y la tienda, y salió a la callejuela.