Después de la oración del alba
—¿Realmente visteis lo que le pasó?
—No, señor, no lo vi —contestó el joven soldado al general Ghalib—. Estábamos a punto de intervenir para impedir que lucharan entre ellos cuando aquel marinero enorme agarró a Bilal y al otro hombre y los zarandeó hasta hacerlos entrar en razón. La verdad es que resultó bastante divertido.
—¿Quiénes ibais a intervenir? —preguntó Ghalib.
—Yo estaba de servicio en el reñidero con otro miembro de la guardia, señor. Nuestro mulazim, aquí presente, nos envió allí para evitar problemas entre la multitud.
—¿Suelen producirse problemas?
—En realidad, no. De vez en cuando, surgen disputas como consecuencia de las apuestas, pero, normalmente, se trata de riñas sin importancia. Desde que presto servicio aquí, esta es la primera vez que se ha producido una muerte relacionada con las peleas de gallos.
El mulazim se inclinó por encima de la mesa y añadió:
—General, llevo casi veinte años organizando las guardias en la puerta de Al Qantara y, cada vez que tiene lugar una pelea de gallos, lo único que hacemos es enviar a un par de hombres para que, en caso necesario, mantengan el orden. Nunca había ocurrido nada parecido en todos estos años.
—¿Qué habéis hecho respecto al asesinato? —preguntó Ghalib.
—Cuando se descubrió el cadáver, organicé la búsqueda del comerciante con el que Bilal había discutido.
—¿Lo encontrasteis?
—Desde luego —contestó el mulazim—. En realidad fue muy fácil. Nos dirigimos al zoco y el guardia aquí presente lo identificó.
—¿Cómo sabíais dónde buscarlo?
—Empezamos en la barbería de Bilal y nos encaminamos al gremio de los tejedores. El comerciante tiene una tienda de ropa a unos cuatro puestos del de Bilal.
—¿Entonces, no intentó huir de la ciudad?
—Por lo visto, no.
—¿Ha confesado el asesinato?
El mulazim soltó una risotada.
—No, pero nunca lo hacen, ¿no? Él jura que no lo hizo y que nunca lleva un cuchillo encima.
—¿Qué opináis vos, soldado?
—Bueno, él parece el asesino obvio —repuso el joven soldado—. Por lo que yo sé, nadie más quería matar a Bilal, y el comerciante parecía estar muy enfadado con él.
—¿Sabéis por qué estaba enfadado?
—No. Cuando el marinero los soltó, se escabulleron entre la multitud y no volví a ver a Bilal hasta que sacamos su cuerpo del río.
—¿Preguntasteis al comerciante por qué estaba enfadado?
El soldado negó con la cabeza.
—No, señor, no se lo preguntamos.
—¿Dónde está ahora? —preguntó el general Ghalib.
—Está en las celdas de los barracones —contestó el mulazim—. ¿Puedo preguntaros por qué estáis interesados en él, señor? ¿Creéis que esto tiene algo que ver con los otros asesinatos que estáis investigando?
—Aparentemente, no —respondió Ghalib—. Esto solo parece una discusión entre dos comerciantes que se les ha escapado de las manos, pero no hagáis nada con ese hombre hasta recibir órdenes mías. Es posible que quiera interrogarlo más tarde. ¿Está claro?
El general se dispuso a irse del cuartel.
—Sí, señor —contestó el mulazim—. Os acompañaré a la salida.