La noche de la Ascensión de Mahoma
—Tomad —le ordenó el herrero Yazid al Haddad mientras le tendía la capa del mulazim y la falcata manchada de sangre.
—¿Y qué debo hacer con esto? —preguntó el otro hombre.
Miró el cadáver y las manos le temblaron.
—No me importa lo que hagáis, simplemente, escondedlo en algún lugar —declaró Yazid.
—¿Está muerto?
—¡Claro que está muerto! —exclamó Yazid—. Ahora, moveos. ¡Deprisa!
El hombre miró alrededor con desespero. El bullicio de las abarrotadas calles crecía y oyó voces procedentes del otro extremo del patio. Envolvió la pesada arma en la capa, colocó el fardo debajo de su brazo, se dirigió a toda prisa a los establos y lo sumergió hasta el fondo de uno de los bebederos. Esperó a que la capa se empapara y quedara hundida en el fondo gracias al peso de la falcata, esparció unas cuantas hebras de paja por la superficie del agua y regresó a las escaleras.
—¿Lo habéis escondido? —preguntó Yazid.
—Mirad, no sé qué pasa aquí y…
—Bien —lo interrumpió Yazid—, porque se supone que no debéis saberlo. De eso se trata. ¿Habéis escondido la capa y el arma?
—Sí, pero si buscan en los establos las encontrarán. El único escondite que se me ha ocurrido es un bebedero.
—No os preocupéis por eso —repuso Yazid—. De hecho, espero que las encuentren.
—¿Por qué? —preguntó el hombre con los ojos desorbitados de miedo.
—Porque cuanto más tiempo dediquen a intentar averiguar cómo han llegado hasta el bebedero la capa del cadáver y la falcata que lo ha matado, más tardarán en empezar a buscarnos. —Yazid miró alrededor—. Seguidme, deprisa.
Los dos hombres corrieron hasta la entrada principal, salieron a la calle y avanzaron en sentido contrario al de la muchedumbre, que se dirigía a la puerta de la ciudad.
—¿Por qué vamos por aquí? —preguntó el otro hombre—. La puerta está en la otra dirección.
—Lo mismo que el cabo de la guardia —contestó Yazid con los dientes apretados—. Y si ve la sangre de vuestra cara, empezará a formular preguntas. ¡Esperad! —espetó mientras sacaba una tela de su bolsillo—. Yo os la limpiaré. Tenéis varias salpicaduras de sangre.
El hombre retrocedió horrorizado al ver la sangre que Yazid le limpiaba de la cara y el cuello.
—Muy bien, ya está. Ahora, sigamos —dijo Yazid.
Los dos hombres se abrieron camino entre la multitud hasta que llegaron a un callejón que conducía a la muralla de la ciudad.
—Esperad aquí conmigo y guardad silencio.
Permanecieron en la entrada del callejón mientras un grupo de hombres que, sin lugar a dudas, habían estado bebiendo pasaron por delante de ellos tambaleándose y se alejaron lo suficiente para no oírlos.
—Ahora contadme lo que sabéis sobre lo que ha ocurrido esta noche. ¿Qué os dijeron que sucedería?
—Me ordenaron que me reuniera con un hombre en la alhóndiga. Me indicaron que querría examinar el contenido de los cajones de embalaje de uno de los almacenes y que aparecería por la puerta más lejana de la izquierda mirando hacia la entrada principal.
—¿Y después, qué?
—También me dijeron que, cuando acabara, lo llevara a mi habitación, pero vos estabais esperando a los pies de la escalera.
—¿Habéis dejado algo en vuestra habitación? —preguntó Yazid.
El hombre sacudió la cabeza.
—No. No he vuelto allí desde que me he ido para ir a jugar al ajedrez a la casa de baños.
—¿Y en la casa de baños habéis hablado con alguien?
—Sí, claro. Resulta difícil no hablar con nadie si pretendes realizar una apuesta.
—Está bien, tranquilizaos —lo calmó Yazid—. Me refiero a si os habéis presentado a alguien.
—Sí, he hecho todo lo que se me ordenó. He dicho que me llamaba Shahid Jalal y que era un mercader que estaba en la ciudad por razones de trabajo.
—Bien —declaró Yazid—. Ahora id en esa dirección. —Señaló el otro extremo del callejón, donde un camino corría paralelo a la muralla de la ciudad—. Ese camino conduce directamente a la puerta de la ciudad. Es más seguro ir por allí.
El hombre asintió y se dirigió al final del callejón.
Yazid al Haddad dio una ojeada rápida alrededor y luego lo siguió por el camino que conducía a la puerta de Al Qantara.