Después de la oración del alba
—¡Ah, general Ghalib, almirante Bandar, entrad! No estaba durmiendo, solo estaba descansando los ojos.
Los dos hombres que estaban en la puerta de la sala de trabajo del visir se miraron y entraron.
El general Ghalib sonrió.
—No os preocupéis, señor, yo también necesito descansar los ojos más ahora que cuando era joven —declaró el general—. Últimamente hemos permanecido despiertos muchos días hasta altas horas de la noche y, además, aquí hace mucho calor debido al fuego. ¿Queréis que abra la ventana?
—Sí, dejemos que entre un poco de aire fresco. Después iremos juntos a las dependencias del chambelán. ¿Habéis recibido el informe de hoy, general?
—No, todavía no. Creo que están pasando muchas cosas en estos momentos y no me extraña que no pueda tener los informes a tiempo. ¿Esa es la causa de que queráis ir a verlo?
—Bueno, entre otras cosas sí, pero, ahora mismo, lo más importante es que envíe el mensaje del almirante Bandar a Almería para que registren las naves de la flota en busca del ántrax.
Hasdai sostuvo en alto una carpeta de piel roja del tipo que utilizaba el califa para comunicarse con él.
—También tengo que hablar con el chambelán respecto a esto.
—¿Se trata de la proclama del califa?
—No, se trata de un mensaje de su majestad en el que me comunica que desea reunirse conmigo nada más llegar de Medina Azahara. Supongo que desea ultimar los detalles de su proclama. En cuanto a los informes, comprendo la tardanza del chambelán, pero debo decirle que tiene que entregárnoslos a tiempo. Mirad hoy, por ejemplo. ¡No puedo reunirme con el califa sin haber leído primero el informe del chambelán!
El general y el almirante asintieron en señal de comprensión.
—Vayamos ya a sus dependencias. Y volved a cerrar la ventana, por favor.
Cuando los tres hombres entraron en las dependencias del chambelán, los secretarios se pusieron de pie, los saludaron y realizaron una reverencia. Hasdai correspondió a su saludo con un gesto de la mano y ellos regresaron a sus tareas. El visir, el general y el almirante entraron en la sala de trabajo del chambelán.
—Buenos días, chambelán, ¿cómo estáis hoy?
Antes de contestar, el chambelán miró al almirante y se preguntó por qué estaba allí.
—Debo reconocer que en estos momentos estamos un poco desbordados. Hay muchas tareas pendientes y, como de costumbre, no dispongo del personal suficiente. Justo ahora acabo de terminar los informes para vos y el general. —Sostuvo en alto dos documentos—. Afortunadamente, no hay muchas novedades. Si hubiera ocurrido algo importante habría intentado terminarlos antes. Por favor, aceptad mis disculpas por el retraso.
—Será mejor que nos entreguéis los informes a tiempo y dejéis que seamos nosotros los que decidamos qué es y qué no es importante —dijo el general Ghalib mientras tomaba los documentos.
—Exacto —corroboró el visir, y, bajando la voz, añadió—: El almirante Bandar y yo tenemos instrucciones para vos que deben guardarse en el más absoluto de los secretos, chambelán. Vayamos a vuestro compartimento de seguridad.
Los tres hombres entraron en el compartimento y cerraron la puerta mientras Ghalib se sentaba cerca de una mesa en la que había un montón de ropa sucia y húmeda que apestaba a las aguas del río. El general se masajeó la rodilla y se preguntó qué hacía aquella ropa en las dependencias del chambelán.
Minutos después, la puerta del compartimento se abrió y los tres hombres salieron.
—En cuanto termine esta reunión, enviaré las aves mensajeras —anunció el chambelán evidentemente consternado.
—Bien —respondió el almirante Bandar, y se volvió hacia Hasdai—. Con vuestro permiso, excelencia, desearía reunirme con mis hombres para planificar la partida.
—Desde luego —contestó el visir—. Ya podéis iros.
El almirante se marchó y el chambelán dijo:
—General Ghalib, debo pediros disculpas.
—¿Por qué? —preguntó el general.
—Tengo aquí una solicitud que ha llegado demasiado tarde para incluirla en el informe.
—¿De qué se trata?
—La madre del mulazim Haitham ha pedido veros.
El general exhaló un profundo suspiro.
—Sí, claro que la veré, de hecho, ya había pensado hacerlo. Le enviaré un mensaje para concertar una cita.
El visir se volvió hacia el chambelán.
—Bueno, creo que ya hemos terminado. A menos que se os ocurra algo más, general.
—Sí, tengo otra cuestión pendiente, señor.
El general señaló con la cabeza el montón de ropa de la mesa.
—¿Qué hace esta ropa en vuestras dependencias? —preguntó.
El chambelán miró a Hasdai, quien, simplemente, enarcó las cejas respaldando la pregunta de Ghalib.
—¡Ah, eso! —exclamó el chambelán—. No creo que sea importante.
—¡Otra vez volvéis a decidir lo que es importante y lo que no lo es! —exclamó el general—. Y, si no es importante, ¿por qué está aquí apestando vuestras dependencias?
Hasdai no pudo evitar sonreír al percibir el desasosiego del chambelán y declaró:
—Contadle al general por qué tenéis aquí esta ropa.
—Me la ha traído el cabo de la guardia de la puerta de Al Qantara. Pertenece a un hombre al que sacaron del río ayer.
—¿Se ahogó? —preguntó el general. Se puso en pie y levantó la ropa con la punta de su daga. Se apoyó en una pierna y soltó un gruñido—. La parte delantera está hecha jirones y esas son, obviamente, manchas de sangre.
—Así es —confirmó el chambelán—. Lo destriparon antes de echarlo al río.
—¿Dónde está ahora el cadáver? —preguntó Hasdai.
—Ya lo han enterrado. El guardia se ha encargado de ello.
—¿Había algo en los bolsillos?
—Solo unas tabas, unos cuantos dirhams y unas monedas de cobre.
—¿Tabas, decís?
—Exacto. Aquí están.
El chambelán cogió un cuenco de su escritorio y se lo entregó a Hasdai, quien examinó los huesos y las monedas.
—¿Se sabe quién era ese hombre? —preguntó Ghalib.
—Se trataba de un barbero llamado Bilal bin Safwan. Tenía una tienda junto al gremio de los tejedores, a la entrada del zoco de los perfumistas.
—¿El zoco de los perfumistas? —preguntó Hasdai.
—Exacto. ¿Puedo preguntar si eso es relevante?
El general miró al visir.
—Podéis preguntarlo —replicó—, pero no os lo diremos. Al menos, de momento. ¿El cabo que os trajo la ropa está hoy de guardia?
—Debería estarlo, sí —contestó el chambelán.
Ghalib y el visir volvieron a mirarse a los ojos, y Hasdai asintió con la cabeza.
—Creo que hablaré con él —comentó el general.
—Desde luego —confirmó Hasdai—, pero antes enviad un mensaje a Alí ordenándole que se reúna con nosotros aquí más tarde. Quiero saber qué ha descubierto en el campamento, si es que ha descubierto algo.
Ghalib asintió con la cabeza.
Hasdai levantó en alto el cuenco que contenía las tabas y el dinero.
—Esto me lo llevo —le indicó al chambelán.