La noche de la Ascensión de Mahoma
Cuando el almirante Suhail salió de la habitación y entró en el patio de la alhóndiga, su aliento flotó unos instantes en el frío aire y fue brevemente iluminado por la luna, que asomó entre las nubes. Antes de dirigirse a la zona de los almacenes de seguridad, el almirante se detuvo un momento, introdujo la mano en sus ropas y sus dedos rozaron la empuñadura de la falcata del mulazim. Todavía se oía la algarabía de los ciudadanos que recorrían las calles disfrutando de los festejos de la Ascensión de Mahoma. Cuando llegó a la zona de los almacenes, la puerta se abrió un poco. El almirante vislumbró el parpadeo de la llama de una antorcha al otro lado de la puerta y un hombre le hizo señas para que entrara.
—Supongo que querréis examinar los tarros —sugirió el hombre después de cerrar la puerta.
—¿Vos sois Shahid Jalal? —preguntó el almirante.
—Así es.
—Bien, entonces sí, quiero ver los tarros.
El hombre señaló con la cabeza uno de los almacenes.
—Están en ese almacén —indicó.
Le entregó la antorcha al almirante y se inclinó para abrir la puerta. Esta crujió al abrirse y el hombre señaló el interior del almacén con un gesto.
—Está todo ahí dentro —declaró—. Vedlo vos mismo.
El almirante intentó abrir uno de los cajones de embalaje, pero la tapa no cedía, de modo que cogió la falcata y la utilizó como palanca para desclavarla. Sacó uno de los tarros de barro y, utilizando las largas uñas de su mano derecha, rasgó el sello de cera de abeja. Después introdujo un dedo en el tarro, lo mojó en la mermelada de naranjas amargas y se lo llevó a la boca. Satisfecho con la comprobación, volcó el tarro, lo sacudió y el contenido cayó sobre la tapa del cajón produciendo un ruido de succión. Después acercó la antorcha a la tapa y contempló durante unos instantes el frasco de cristal que había entre la mermelada. Incluso a la tenue luz de la antorcha, se dio cuenta de que se trataba de uno de los frascos de ámbar gris. Limpió el frasco con la mano, lo abrió y olió el contenido.
—Está todo ahí —explicó el hombre—. Si lo deseáis, podéis contar los frascos.
—No será necesario —repuso Suhail mientras se limpiaba las manos con la paja del embalaje—. Si falta alguno, os encontraré.
El hombre asintió con la cabeza.
—Entonces finalicemos la operación. Tomad, será mejor que no os la olvidéis —le advirtió mientras le tendía la falcata.
El almirante introdujo la pesada arma en su cinturón y, después de cerrar el almacén, los dos hombres volvieron al patio.
—¿Lo trasladaréis esta noche? —preguntó el hombre camino de las escaleras que había en la esquina opuesta del patio.
—Así es —contestó el almirante—. Los festejos de esta noche constituyen la única oportunidad que tengo de trasladar los cajones de embalaje sin levantar sospechas.
—Entonces será mejor que vayamos deprisa, la multitud pronto empezará a dispersarse. —Señaló la oscura entrada en arco que había al pie de las escaleras—. Mi habitación está por aquí.
Cuando el almirante atravesó el arco, una figura surgió de la oscuridad y, sin darle tiempo a reaccionar, le propinó un fuerte puñetazo en el estómago. El almirante cayó de rodillas a causa del dolor y notó que sacaban la falcata del cinturón. Lo último que vio fue el reflejo de la luna en la pesada hoja del arma antes de que le rompiera el cráneo.