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Después de la oración del alba

—¡Sentaos, almirante! Vuestras idas y venidas no conseguirán que nos hagan entrar antes.

El comportamiento de Bandar bin Sadiq sacaba de sus casillas a Hasdai ben Shaprut, quien se tranquilizó deslizando lentamente las cuentas del tasbih.

—Si estáis en este estado, ¿cómo podréis hablar coherentemente al príncipe heredero cuando nos haga entrar? Sentaos y calmaos.

El guardia que vigilaba la puerta de la sala de audiencias privada del príncipe esbozó una sonrisita de suficiencia. Había visto muchas cosas a lo largo de su vida, pero aquella era la primera vez que veía que regañaban a un almirante como si se tratara de un niño travieso.

La imponente puerta de caoba tachonada de bronce se abrió y Bandar se levantó de golpe como si esperara que el príncipe Hakam en persona la hubiera abierto.

—Su alteza os recibirá ahora, vuestra excelencia —anunció la hermosísima joven que apareció en el umbral.

Realizó una profunda reverencia al visir y otra al almirante. Al inclinarse, los hilos de plata de su túnica azul oscura brillaron a la límpida luz matutina que entraba por la ventana del corredor y un largo mechón de su brillante cabello negro escapó del pañuelo rosa que cubría su cabeza y desaparecía en el interior del cuello de su túnica.

Hasdai hizo acopio de su experiencia como diplomático para ocultar su admiración, pero Bandar estaba atónito.

El visir asintió y la saludó.

Shalam aleikum, Lubna bint Marwan.

Aleikum shalam, excelencia…, almirante. Por favor, seguidme.

Después de cruzar la antesala detrás de Lubna, Bandar se apartó a un lado para permitir que Hasdai entrara primero en la sala de audiencias del príncipe. Sus ojos se encontraron con los de Hasdai y el ceño fruncido del visir hizo que Bandar recobrara la compostura.

El príncipe Hakam, vestido con ropa de montar, estaba sentado en un diván cubierto de almohadones situado cerca de un ardiente fuego. Sus medias de color pardo desaparecían en el interior de unas botas de piel marrón claro, y una daga persa colgaba del cinturón de su camisa, que le llegaba a la altura de los muslos. Su pequeño turbante rojo y dorado brillaba a la luz de las llamas.

Un tapiz ricamente bordado que representaba escenas de la caza del venado en las Alpujarras cubría, en aquellos momentos, las puertas del balcón lo que provocaba que la habitación pareciera pequeña e íntima a pesar de la luz que entraba por las altas y amplias ventanas. Un segundo diván y una mesa baja y redonda de madera de alcanfor estaban situados delante del tapiz, y en la sala también había un escritorio y un taburete.

El visir y el almirante realizaron una reverencia con la mano derecha sobre el corazón y el príncipe se levantó.

Shalam aleikum, visir Hasdai…, almirante Bandar.

Aleikum shalam, alteza —respondió Hasdai satisfecho de que Bandar fuera lo bastante prudente para no decir nada.

—Por favor, sentaos —indicó el príncipe Hakam señalando el segundo diván—. Creo que ya conocéis a Lubna bint Marwan, visir. Se ha incorporado al personal a mi servicio y levantará acta de la reunión. Según tengo entendido, habéis venido a tratar asuntos de importancia.

—Así es, alteza —respondió Hasdai—. Asuntos que pueden afectar la integridad del califato.

—Entonces obviemos las formalidades. Contadme.

—Alteza, hemos descubierto un complot contra la flota. Nuestros enemigos han atacado y destruido una de las naves de la flotilla de avanzada y han matado a la tripulación, los soldados y los animales.

—¿Cómo han hecho algo así?

—Introduciendo una peste en la nave, alteza —explicó Hasdai, y pasó a contarle lo de las vasijas de ántrax—. Tenemos razones para creer que hay vasijas con ántrax en algunas, si no en todas, las naves de la flota, alteza.

El príncipe se volvió hacia Bandar.

—¿Cuál es vuestra valoración de la situación, almirante?

—Creo, alteza, que deberíamos aplazar la partida de la flota hasta que hayamos registrado a fondo todas las naves. Estoy convencido de que encontraremos esas vasijas. Cuando lo hagamos, deberemos manejarlas con extremo cuidado y destruirlas con fuego por completo a riesgo de iniciar una plaga que podría aniquilar la totalidad de la población de la base naval en Almería.

Se produjo un profundo silencio salpicado, únicamente, por el chirrido del cálamo de Lubna al deslizarse sobre el papel. Entonces el príncipe habló:

—Tenéis razón, almirante. La totalidad de la flota debe ser registrada. Debemos aplazar su partida hasta que tengamos la certeza de que nuestros hombres están a salvo de esa peste. Visir, una vez finalizada la reunión, enviad inmediatamente un mensaje en mi nombre al mando naval en Almería. Almirante, os hago responsable de que la búsqueda se organice de forma efectiva y de que las vasijas sean destruidas en su totalidad. ¿Disponéis de algún hombre en Almería a quien podáis confiar este cometido?

—Sí, alteza, conozco a un viejo y sabio comandante que estoy seguro de que realizará con acierto el cometido. El general Ghalib lo conoce porque estaba encargado de los suministros del ejército durante las campañas en la frontera norte.

—Bien. El califa no recibirá con agrado este giro en los acontecimientos. Evidentemente, esto constituye una victoria de Bagdad incluso antes de que hayamos reunido a nuestras tropas. Yo mismo informaré al califa de la situación y le explicaré las acciones que se están llevando a cabo. Almirante Bandar, en cuanto vuestro comandante haya evaluado la situación, estableceremos una nueva fecha de partida para la flota. Os corresponderá a vos tomar esa decisión. ¿Está claro?

—Perfectamente claro, alteza.

—Visir Hasdai, tengo entendido que queréis hablar conmigo de otra cuestión.

—Así es, alteza. Está relacionada con Suhail bin Ahmad, el anterior almirante de la flota.

—Sí, el que fue asesinado. ¿Qué ocurre con él?

—Alteza, sospechamos que el almirante estaba involucrado en una importante red de contrabando que contravenía, directamente, un decreto de su majestad el califa y que esta actividad condujo a su asesinato.

—¿Cuál era el objeto del contrabando?

—El ámbar gris, alteza. Pretendían utilizar las caravanas del campamento Ma’aqul para transportar el ámbar gris a Almería, donde sería embarcado en una de las naves de la flota y exportado a Oriente.

De nuevo se produjo un silencio en la habitación salpicado por los chirridos del cálamo de Lubna y luego incluso ese ruido cesó.

Después de largos instantes, durante los que el príncipe contempló el tapiz que colgaba detrás de Hasdai y Bandar, Hakam exhaló un hondo suspiro y habló con una voz que dejaba traslucir su evidente furia.

—El Surak an Nisa del venerado Corán nos dice que Alá no ama a los traidores. Nosotros confiamos en Suhail bin Ahmad. Fue nombrado almirante de la flota por su majestad el califa. Mi padre confiaba en él. Sin duda hay verdad en el proverbio que dice que la confianza abre las puertas a la traición. Pero ¿qué podemos hacer? El hombre ya está muerto. ¿Hay más personas implicadas en esta traición…, en esta desobediencia absoluta a los mandados del califa?

Se produjo otro silencio durante el que Hasdai fue dolorosamente consciente de que estaba a punto de condenar a un hombre a una de las muertes más terribles. El cálamo de Lubna siguió deslizándose sobre el papel.

—Sí, alteza —contestó Hasdai.

—Explicaos —lo acució el príncipe heredero.

—Tenemos, o más bien teníamos, dos hombres en custodia que estaban asociados con Suhail bin Ahmad, alteza.

—¿Qué queréis decir con que «teníamos en custodia»? ¿Quiénes son y dónde están ahora?

—Uno es o, mejor dicho, era un perfumista del zoco. Se llamaba Nasim. Intentó escapar y los guardias que lo custodiaban lo mataron.

Mientras hablaba, Hasdai procuró no mirar a Bandar, porque este sabía que lo que decía no era verdad. De nuevo Hasdai se sintió satisfecho al comprobar que Bandar tenía el sentido común de no intervenir. El joven almirante aprendía diplomacia deprisa.

—¡Lástima! —exclamó el príncipe—. Dos ejecuciones suelen concentrar más la atención del pueblo que una sola. ¿Y el segundo traidor o, mejor dicho, el tercero?

—Se trata de un mercader de telas cristiano de Sevilla, alteza.

—¿Todavía lo tenéis bajo custodia?

—Sí, alteza.

—¡Entonces ejecutadlo enseguida! ¡Ahora! Entre perros y a las puertas del campamento Ma’aqul. Ese tal Antonio ansiaba utilizar la carretera a Almería. Pues bien, ¡le concederemos su deseo! ¡Que así sea! Esto es todo. Ya podéis marcharos.