Después de la oración de la noche
Los soldados condujeron a Antonio, el mercader de telas de Sevilla, al interior de la habitación, y Hasdai lo observó con atención. El general Ghalib señaló un taburete que había en el centro de la habitación. Antonio tragó saliva con dificultad, lanzó una mirada rápida al visir y se sentó.
Cuando, dos días antes, lo había interrogado por primera vez, Ghalib pensó que parecía un hombre tímido y asustado que había tenido la desgracia de verse atrapado en una situación terrible, pero el hombre que estaba sentado frente a él en aquel momento era diferente. Parecía más duro y totalmente consciente de lo que ocurría.
El chasquido de las cuentas de Hasdai apenas podía oírse debido a la lluvia, que azotaba las ventanas de la sala de trabajo de Al Jaziri. Hasdai arrastró un taburete por el suelo y se sentó delante de Antonio. El mercader de telas lo miró a los ojos unos segundos y luego bajó la mirada al suelo.
—Seré breve —anunció el visir con voz pausada.
Antonio inhaló hondo y sus rollizas mejillas temblaron.
—Sé lo de Shahid Jalal, sé lo del ámbar gris y sé que estáis implicado en la trama que pretendía sacarlo de contrabando de Córdoba.
Antonio se mordió el labio inferior y agarró con fuerza los lados del taburete.
—Lo que no sé —continuó Hasdai— es qué salió mal. Sé que el almirante vino a la alhóndiga para encontrarse con vos y completar el acuerdo. Entonces, por alguna razón fue brutalmente asesinado en el patio. También sé que el hombre que teníais que presentarle fue, asimismo, asesinado, y su cuerpo, abandonado entre los arbustos que flanquean el camino que conduce a la muralla de la ciudad.
Antonio no dijo nada.
Hasdai se interrumpió brevemente y luego continuó.
—Vuestra implicación en la trama os costará la vida —dijo—. Si me contáis lo que sucedió, os doy mi palabra de que no sufriréis ningún dolor, pero si rehusáis contármelo, no podré ayudaros.
Antonio se secó la boca con el dorso de la mano y miró primero al general, y luego al visir.
Después de una larga pausa, declaró:
—No tengo ni idea de lo que estáis hablando.
El general Ghalib se dispuso a intervenir, pero una mirada del visir lo obligó a guardar silencio.
Hasdai se volvió de nuevo hacia Antonio y deslizó las cuentas por la cadena durante varios minutos.
Antonio sostuvo su mirada mientras Hasdai esperaba descubrir en sus ojos alguna señal de que cambiaría de actitud. Pero no percibió nada.
—Muy bien, mañana veréis vuestro último amanecer —anunció Hasdai.
—Puedo intentar hacerlo hablar, señor —propuso Ghalib cuando se quedó a solas con el visir.
Hasdai suspiró y sacudió la cabeza.
—Él ha hecho su elección. Ahora le corresponde a su dios juzgarlo —declaró Hasdai, y dejó el tasbih sobre el escritorio de Al Jaziri—. Aseguraos de que los hombres de Zaffar sigan manteniendo vigilada la alhóndiga. Las restricciones a los huéspedes deben continuar hasta que Bandar y sus hombres partan hacia Almería.
—Sí, señor —contestó Ghalib.
—Y aseguraos de que nadie entre en el almacén de Jalal sin vuestro permiso. No quiero que le ocurra nada al ámbar gris.
El general asintió.
—¿Qué le diréis al príncipe?
Hasdai suspiró y se frotó la nuca.
—Todavía no estoy seguro. Primero quiero hablar con Bandar y los marinos. Convocadlos a acudir a mi sala de trabajo mañana por la mañana. Después de hablar con ellos, Bandar y yo informaremos al príncipe de lo ocurrido.
—¿Qué creéis que sucedió, señor? —preguntó Ghalib.
Mientras alisaba su ralo cabello castaño y se ponía su kipá, Hasdai dijo:
—Sinceramente, general, no tengo ni idea.