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Después de la oración del crepúsculo

Después de la puesta del sol y de la oración Magrib, la clientela de la tetería Al Bisharah cambiaba. Los porteadores y comerciantes del zoco que bebían té y comían sustanciosos bocados para soportar el trabajo diario eran reemplazados por clientes que estaban interesados en otro tipo de bebida, la que se tomaba para divertirse, inspirarse u olvidar.

Como cristiano, Simón, el propietario de la tetería, pagaba las tasas que le permitían servir vino y arak, y él y muchos ciudadanos de Córdoba hacían buen uso de su concesión.

Cualquier persona que pasara por el gremio de los especieros en la oscuridad, enseguida localizaría la tetería Al Bisharah por el torrente de luz, música y risas que llegaba a la calle a través de su puerta de doble batiente. La mayor parte de las noches, un grupo de músicos de zéjel se instalaban con sus instrumentos en una plataforma situada al fondo de la tetería. El rabab, el violín de dos cuerdas que se tocaba en posición vertical, entonaba una melodía mientras la pandereta y la tabla marcaban el ritmo, y el laúd, el rey de los instrumentos, que era tocado por un músico ciego, aportaba las florituras que hacían que la audiencia acompañara los versos cómicos de los cantantes con los pies y dando palmadas.

Por las noches, Simón no tenía tiempo de servir té y charlar con los clientes porque estaba demasiado ocupado en su papel de jmmar, sirviendo los exquisitos vinos de Sherish y Málaga y vasos de arak, el licor que se elaboraba destilando uva o caña de azúcar. Con las bebidas, Simón suministraba frutos secos tostados, vegetales encurtidos, aceitunas o dátiles servidos en platillos.

Aquella noche, la tetería estaba muy concurrida. En una de las mesas del centro de la abarrotada sala, un grupo de comerciantes del zoco hablaba de los asesinatos, que, recientemente, habían pasado a ser del dominio público.

Una mesa cercana estaba ocupada por cinco de los llamados poetas mujun de Córdoba. Se reunían en la tetería casi todas las noches para leer sus obras, que consistían en versos de amor subidos de tono y alabanzas del alcohol y la diversión. A veces, los poetas alborotaban demasiado y Simón tenía que utilizar su imponente figura para restablecer el orden.

Cerca de la puerta había una mesa pequeña con un taburete. Un hombre que vestía un albornoz negro con capucha estaba allí sentado y sostenía un vaso de jerez en la mano. Movía la cabeza como una corneja y observaba, una a una, las otras mesas. Parecía estar atento a todas las conversaciones.

A ambos lados de la plataforma de los músicos había mesas. A una de ellas estaban sentados los marinos, que, habiendo terminado la formación, habían decidido que aquella era la noche adecuada para celebrar una zambra. Se emborracharían, brindarían por el recientemente desaparecido almirante y cantarían unas cuantas canciones de los viejos tiempos. Por uno o dos dirhams, los músicos los acompañarían. La otra mesa situada al otro lado de la plataforma estaba ocupada por Alí, quien había decidido tomar un vaso de vino para relajarse después de la jornada en el campamento Ma’aqul. El hombre del albornoz negro de la entrada lo intrigaba. ¿Era una coincidencia que también estuviera en la tetería en aquel momento?

Alí no llevaba mucho tiempo allí cuando se le unió un herrero que, según le dijo, se llamaba Yazid. El herrero entró en la tetería dando traspiés, recuperó momentáneamente el equilibrio apoyándose en la barra y avanzó dando empellones a los clientes hasta que se dejó caer con pesadez en uno de los taburetes de la mesa de Alí. Había bebido arak de sobra para varios días.

—¿Queréis un arak? —le preguntó a Alí arrastrando las palabras y levantando un vaso de la mesa.

—No, gracias —contestó Alí—. Tengo bastante con este vino de Málaga.

—El vino de Málaga tampoco está mal —admitió el herrero mientras se tambaleaba en el taburete—, pero no ayuda a olvidar.

—A mí no me gusta olvidar —replicó Alí preguntándose cuánto tiempo permanecería aquel idiota en su mesa.

—¿Veis esto? —preguntó el herrero levantando la mano derecha—. ¿Veis el dedo pulgar?

—No —repuso Alí—, no lo veo porque no está. ¿Qué ocurrió? ¿Os olvidasteis?

—¿Olvidarme de qué? —preguntó Yazid.

—De retirar la mano a tiempo —contestó Alí mientras bebía un sorbo de vino.

Yazid sacudió la cabeza con ímpetu y lanzó a Alí una mirada confusa y con los ojos muy abiertos.

—¡No sé de qué me estáis hablando! —gritó Yazid—. Beberé otro vaso. —Se volvió y gritó—: ¡Simón! ¡Simón, venid! ¡Traedme más arak!

Mientras Simón se acercaba a la mesa con el arak, un par de mercaderes se volvieron y lanzaron una mirada airada a Yazid.

—¿Vosotros dos qué miráis? —gritó Yazid—. ¿Acaso estáis hablando de mí?

—¡Vamos, vamos! —lo tranquilizó Simón—. Calmaos, nadie está hablando de vos, pero con el alboroto que estáis armando no me extraña que os miren.

Simón hizo una señal a los músicos y ellos tocaron una pieza de baile en la que el instrumentista ciego interpretó la melodía principal con su laúd.

Los marinos enseguida empezaron a dar palmadas y patadas en el suelo al compás de la música.

—Sí que están hablando de mí, ¿no? —insistió Yazid en voz alta.

Simón miró a Alí, quien se encogió de hombros y enarcó las cejas.

—En realidad, están hablando de un asesinato —explicó Simón.

Yazid pareció despejarse un poco.

—¿Un asesinato? ¿Qué asesinato?

—Han encontrado un cadáver cerca de la alhóndiga —explicó Simón—. Dicen que se trata de uno de los huéspedes. Alguien llamado Shahid Jalal.

—¿Qué habéis dicho? No he podido oíros a causa de la música —vociferó Yazid.

—¡Shahid Jalal! —exclamó Simón lo bastante alto para que lo oyeran todos los presentes—. Lo han asesinado.

Los mercaderes asintieron en señal de confirmación y el hombre del albornoz negro levantó un poco la cabeza para mirar a Simón.

—¡Bueno, eso no tiene nada que ver conmigo! —exclamó Yazid. Se bebió de un trago el arak y sacó unas monedas del bolsillo de su chilaba con la mano izquierda—. ¡Tomad! Esto será suficiente para lo que he bebido —declaró mientras lanzaba las monedas sobre la mesa—. Ahora me voy.

Alí miró a Simón y volvió a encogerse de hombros mientras Yazid se ponía de pie y se dirigía a la puerta a trompicones. Se quedó unos instantes en la entrada tambaleándose, cuando un niño mendigo pasó junto a él y se dirigió directamente al hombre vestido de negro. Mientras el resto de la clientela observaba cómo el herrero desaparecía en la noche, Alí se dio cuenta de que la moneda que el hombre le daba al niño estaba envuelta en un pedazo de papel.