Después de la oración del crepúsculo
Hasdai ben Shaprut se cubrió la boca y la nariz con una tela aromatizada con lavanda y con la otra mano intentó tranquilizarse tocando la suave superficie de las cuentas y deslizándolas por la cadena de plata. Realizó una seña al coronel Zaffar.
Zaffar bajó la tela de algodón dejando al descubierto la cabeza y el torso de Shahid Jalal. El visir contuvo las arcadas que sintió al percibir el olor que despedía el cadáver.
—¿Dónde decís que lo habéis encontrado? —preguntó el general Ghalib mientras examinaba el cuerpo que estaba sobre una mesa larga en uno de los almacenes de la alhóndiga.
Habían colocado varias antorchas de pino brea alrededor de la mesa y su oscilante luz iluminó los morados del cuello de la víctima.
—En una zona de espesa maleza situada detrás del edificio —explicó Zaffar—. No lejos del camino que va paralelo a la muralla de la ciudad y que conduce a la puerta de Al Jadid. Uno de los soldados lo encontró entre los arbustos. Un perro lo puso sobre aviso. El animal se estaba comiendo el cadáver. Las…, las partes bajas, señor. ¿Queréis verlo? —preguntó, y se dispuso a bajar más la tela.
—¡No será necesario, gracias! —exclamó Hasdai con rapidez.
—Si fuera verano, lo habríamos encontrado mucho antes por el olor —explicó Zaffar—. Pero gracias al frío que hace, el cuerpo no está muy descompuesto.
—Creo que el olor es ya lo bastante pestilente —comentó Hasdai a través de la tela.
—¿Cuánto tiempo creéis que llevaba en la maleza, señor? —preguntó Ghalib.
—Resulta difícil saberlo, general —contestó el visir—, pero por el color de los labios yo diría que lleva tanto tiempo muerto como el almirante.
—¿Creéis que ha permanecido entre los arbustos todo este tiempo? —preguntó el general.
—Posiblemente —aventuró el visir—. ¿Estaba tumbado boca arriba, coronel?
—Sí, señor.
—Tenéis razón en cuanto al frío, coronel, pero resulta decepcionante que no lo encontráramos antes.
Zaffar bajó la mirada al suelo.
—No os preocupéis, coronel —lo tranquilizó Hasdai—. No os culpo a vos. Vuestros hombres y vos habéis realizado un buen trabajo. De hecho, si habéis descubierto el cadáver es porque habéis hecho más de lo que os habíamos pedido. ¿Estáis seguro de que allí no había nada más?
—Sí, señor —repuso Zaffar—. Hemos inspeccionado todo el camino a lo largo de la muralla de la ciudad y no hemos encontrado nada.
Hasdai observó el cadáver. El olor le provocaba náuseas, pero su curiosidad fue mayor que el deseo de introducir aire fresco en sus pulmones.
—Resulta interesante que no tenga ninguna herida de arma —comentó.
—¿Creéis que los asesinó la misma persona? —preguntó Ghalib.
—No lo sé —repuso Hasdai—. De ser así, resulta extraño que el asesino no utilizara la falcata del mulazim para matar a los dos hombres. Pero si nos enfrentamos a dos asesinos, esto reforzaría vuestra teoría, general.
—¿Os referís al hecho de que sea Jalal quién asesinó al almirante?
Hasdai asintió con la cabeza.
—En efecto —contestó Hasdai—, aunque no estoy seguro del todo. Si el almirante planeaba comprar el ámbar gris a Jalal, ¿por qué habría de matarlo Jalal? Su teoría me convencería más si Jalal hubiera desaparecido con el ámbar gris y con el supuesto dinero del almirante, pero encontrarlo muerto a poca distancia de donde fue asesinado el almirante no tiene mucho sentido. ¡Acercad la luz, coronel! —ordenó—. Quiero examinar de cerca las marcas de su cuello.
El general Ghalib y el visir examinaron el cadáver mientras el coronel Zaffar sostenía una de las antorchas por encima de la cara de Shahid Jalal.
—Según decís, en vuestra opinión murió estrangulado —comentó el visir.
—Así es, señor —contestó Zaffar—. Observad las marcas que tiene debajo de la barbilla. Pero también lo golpearon en la cabeza por detrás. Mirad.
Zaffar levantó la cabeza del muerto y mostró una depresión sanguinolenta en la parte trasera del cráneo que, evidentemente, había sido objeto de la atención de insectos y gusanos mientras el cuerpo estuvo entre los arbustos.
—Volved a bajarle la cabeza —pidió Hasdai mientras se preparaba para la siguiente parte del examen—. Os diré con certeza si ha sido estrangulado o no.
—¿Cómo, señor? —preguntó Zaffar.
Hasdai introdujo el tasbih y la tela aromatizada en su bolsillo y tomó la antorcha que sostenía Zaffar. Se inclinó sobre el cadáver y señaló la parte superior del cuello de Jalal.
—Aquí, justo debajo de la barbilla, todos tenemos un hueso que tiene la forma de una herradura de caballo. Cuando se estrangula a alguien con las manos, ese hueso se rompe inevitablemente. Pero antes de que lo examine, quiero que os fijéis en esas marcas que tiene en el cuello. Obviamente, se trata de morados. ¿Os resultan extrañas?
El coronel Zaffar y el general Ghalib se inclinaron para examinar el cuello del cadáver. El coronel se frotó suavemente el antebrazo.
—¿A qué os referís con «extrañas», señor? —preguntó Ghalib.
Hasdai siguió contemplando fijamente las marcas.
—No lo sé, general, no estoy seguro —contestó—, pero hay algo extraño en estas marcas. Aunque no sé de qué se trata —añadió sacudiendo la cabeza—. En cualquier caso, comprobemos si ha sido o no estrangulado.
Devolvió la antorcha a Zaffar y colocó los dedos debajo de la barbilla del muerto. Mientras buscaba el hueso de herradura, levantó la vista hacia el techo.
—En efecto —confirmó finalmente—. Como sospechaba, el hueso está roto. Este hombre ha sido estrangulado.
En aquel momento, un soldado entró en el almacén y se acercó a la mesa.
—¿Qué ocurre? —preguntó el general Ghalib.
El soldado realizó una breve reverencia al visir y, luego, se dirigió al general.
—Señor, como ordenasteis, las tres muchachas esperan en la sala de trabajo de Abbas al Jaziri. Tan pronto hayáis terminado de interrogarlas, llevaremos a Antonio, el mercader de telas, a vuestra presencia.
—Bien —contestó Ghalib—. ¿Hemos terminado aquí, señor? ¿Nos vamos?
Hasdai asintió lentamente y, luego, se volvió hacia Zaffar.
—Coronel, con la primera luz del alba cabalgad a Medina Azahara y preparad la escolta que acompañará al califa a Córdoba. Como sabéis, esto significa que pasaréis la mayor parte del día a caballo.
Zaffar asintió.
—Sí, señor.
—¿Vuestro brazo está curado para el viaje? —preguntó Hasdai.
El coronel enseguida dejó caer el brazo al costado y se enderezó.
—Estoy bien, excelencia. Me honra que os intereséis por mí, pero estaré en forma para el viaje.
Hasdai sonrió.
—Bien. —Se volvió hacia el general y añadió—: Vayamos a hablar con las muchachas. Pero primero debo lavarme las manos.
—Entonces, ¿qué os ocurrió en los brazos? —preguntó el visir con amabilidad.
La muchacha se sonrojó e intentó ocultar los morados y los arañazos de sus antebrazos.
—Os prometo que no os haré daño —la tranquilizó Hasdai—. Imitadme. —Extendió el brazo y volvió la palma de la mano hacia el suelo—. Solo quiero comprobar que estáis bien. Quizá pueda limpiar un poco vuestras heridas para que no os duelan más.
La muchacha extendió lentamente los brazos y permitió que el visir examinara sus heridas.
—¿Cómo os las hicisteis? —preguntó Hasdai.
—Fue él —respondió la muchacha en voz baja.
—¿Quién, el almirante? —preguntó Hasdai.
La muchacha negó con la cabeza.
—Al principio, no —contestó.
—¿Qué queréis decir?
La muchacha intentó retirar los brazos y Hasdai la soltó.
—Os prometo que solo quiero dar un vistazo a las heridas —insistió Hasdai.
—Los morados me los hizo el otro hombre, el mercader de telas. Se puso muy violento y me agarró de los brazos con mucha fuerza. Y no me soltaba. El almirante le gritaba que me dejara, pero como se negó, el almirante lo apartó de mí. Fue entonces cuando recibí los arañazos. El almirante fue muy amable y no paró de decirme que sentía mucho haberme hecho daño.
La muchacha extendió uno de los brazos.
—¿Por qué se disculpaba el almirante? —preguntó Hasdai poniendo especial cuidado en no tocar las rojas heridas.
—Fue él quien me causó los arañazos, señor. No quería hacerlo, pero tenía las uñas de una de sus manos muy largas. Veréis, tocaba el laúd y necesitaba llevar las uñas de la mano derecha largas.
—Comprendo —respondió Hasdai—. El general aquí presente ya me comentó que le habíais explicado que el almirante tocó el laúd para vos y vuestras compañeras. —Hasdai miró a las otras dos muchachas y ellas asintieron con la cabeza—. ¿El almirante os dijo algo?
—No mucho, señor —contestó una de las muchachas.
—Pero debisteis hablar de algo —insistió Hasdai—. Según creo, eso es todo lo que hicisteis, hablar.
Las tres muchachas asintieron.
—Así es, señor —contestó la muchacha de los arañazos.
—¿Y de qué hablasteis? —preguntó Hasdai.
Las muchachas se miraron y bajaron la cabeza.
Hasdai lanzó una mirada a Ghalib, quien asintió y se dirigió a la puerta. Habló brevemente con uno de los soldados que esperaba fuera y después cerró la puerta dejando a Hasdai y las muchachas a solas.
—Supongo que sabéis que el almirante ha sido asesinado.
Las muchachas asintieron.
—Y también sabréis que, posiblemente, fuisteis las últimas personas en verlo con vida. Bueno, aparte del asesino.
Las muchachas se miraron.
—Está bien —repuso finalmente Hasdai—. Ya podéis volver a vuestras habitaciones.
Mientras las muchachas se dirigían a la puerta, el visir alargó el brazo hacia una de ellas, le tocó suavemente el codo y dijo:
—Aseguraos de mantener las heridas limpias y secas.
Ella sonrió y asintió con la cabeza.
El general Ghalib mantuvo la puerta abierta para que salieran las muchachas y, después, entró y la cerró.
—Algo salió mal —comentó Hasdai.
—¿Señor?
—Me refiero al trato —aclaró Hasdai—. Algo salió mal y eso les costó la vida al almirante y a Shahid Jalal. Según Nasim, el almirante habló con Antonio en la casa de baños del yemení durante la partida de la taba. Si Nasim nos ha dicho la verdad, Antonio debió de dar al almirante las últimas instrucciones acerca del ámbar gris y Shahid Jalal. El almirante vino aquí, a la alhóndiga, la noche de la Ascensión de Mahoma para encontrarse con Jalal y comprar el ámbar gris. —Deslizó las cuentas por la cadena—. Su plan consistía en sacar el ámbar gris de la alhóndiga y transportarlo al campamento Ma’aqul. Una vez allí, dividirían el cargamento en pequeñas cantidades, las enviarían a Almería y las cargarían en la flota. Pero, en lugar de todo esto, el almirante y Shahid Jalal fueron asesinados y el ámbar gris sigue aquí, en la alhóndiga.
Ghalib suspiró.
—¿Qué queréis hacer ahora, señor?
El visir deslizó las cuentas por la cadena durante unos instantes y luego guardó el tasbih en su bolsillo.
—Quiero hablar con el mercader de telas. Le daré la misma alternativa que a Nasim.