La noche de la Ascensión de Mahoma
—Desearía que me permitierais ir con vos —declaró el mulazim Haitham frente a la puerta de la casa de baños del yemení.
—Hazme caso, Haitham —replicó el almirante Suhail—, Jalal espera a una persona sola. Debo encontrarme con el mercader de telas tal y como hemos acordado y él me presentará a Jalal. Si vienes conmigo, todos sospecharán.
Haitham se encogió de hombros y el almirante sonrió.
—¡Eres igual que tu padre! —exclamó.
El almirante abrió la mirilla de la puerta y el ruido de las abarrotadas calles aumentó mientras el olor a humo de los tenderetes ambulantes de kebabs invadía la entrada. El almirante echó una ojeada al exterior y experimentó un escalofrío.
—Tomad —ofreció Haitham—, llevaos mi capa.
—Gracias.
—Y llevaos también esto —propuso Haitham.
Desenvainó una espada corta de hoja curva y pesada que era más ancha en el extremo que en la empuñadura y se la tendió a su tío.
—¿Qué es esto? —preguntó el almirante—. ¿Un hacha de guerra?
—No, se trata de una falcata. Es mi arma personal. Encargué que la forjaran para mí en el zoco de la metalurgia. Por favor, tío, lleváosla.
El almirante sonrió y agarró a su sobrino por los hombros.
—Guárdate el arma, Haitham, te prometo que estaré bien.
—Estoy preocupado por vos —declaró Haitham volviendo a guardar la pesada espada en su vaina.
—Mira, llevo elaborando este plan desde hace un año y ahora no puedo detenerme —explicó el almirante Suhail—. Tengo que ver el ámbar gris por mí mismo. El resto de los envíos está siendo cargado ahora mismo en la flota principal. Este es el último.
Haitham asintió.
—Por favor, tened cuidado.
—Lo tendré. Si no he regresado al alba, haz lo que hemos acordado. Y no te preocupes, todo habrá acabado muy pronto. Solo tengo que ver el ámbar gris personalmente y este asunto habrá terminado.
Haitham asintió con la cabeza y los dos hombres se abrazaron.
El almirante abrió la puerta de la casa de baños, permaneció en la entrada unos segundos y después se sumergió en las bulliciosas calles que estaban abarrotadas de parranderos.
Cuando dobló una esquina y desapareció en una callejuela secundaria, una figura que permanecía oculta en las sombras agarró con fuerza la daga que guardaba en el interior de su manto y abrió sigilosamente la puerta de la casa de baños.