41

Después de la oración de la tarde

Después de la oración Asr, a la cristalina luz de la tarde, un flujo continuo de hombres y muchachos pasó por delante de la Gran Mezquita, salió por la Bab al Qantara, la puerta sur de la ciudad, y se apretujó para cruzar el puente romano que conducía a la otra orilla del Wadi al Jabir. Algunos transportaban grandes cestos cerrados de resistente mimbre y en su interior se oían arañazos, aleteos y el ocasional y estridente cacareo de los gallos de pelea.

Cuando la multitud cruzó el río, las bandadas de garcetas blancas que anidaban en los arbustos de la isla del Molino alzaron el vuelo, revolotearon, volvieron a posarse en tierra y volvieron a alzar el vuelo. La muchedumbre se dirigía al reñidero situado en la orilla sur del río, no lejos del muelle.

Debido a los preparativos para la guerra, el muelle estaba lleno de embarcaciones y algunos marineros se incorporaron a la procesión riéndose y dándose palmadas en la espalda unos a otros. Estaban contentos de poder disfrutar de un poco de entretenimiento y de tomarse un respiro de sus tareas.

Yazid al Haddad también formaba parte de la muchedumbre, pero no estaba nada contento. Había ordenado a su aprendiz que lo acompañara. Quizá necesitara un testigo que asegurara que había estado con él toda la tarde, de modo que ahora cruzaban juntos el río.

Detrás de la fría y vacía mirada de Yazid, las ideas se agolpaban en su mente. No tenía planeado asistir a la pelea de gallos de aquella tarde, pero, después de recibir el mensaje, no tuvo más remedio. Su mano derecha sin pulgar apretujaba en aquellos momentos el mensaje en el interior de su bolsillo. El sudor de la palma de su mano reducía el papel a pulpa, y el símbolo de tinta, a una mancha irreconocible.

Cuando le explicaron cómo era el símbolo apenas prestó atención. No quisieron dibujárselo. Un símbolo oscuro solo podía ser interpretado por los que habían acordado cuál sería su significado. Yazid recordaba que se trataba de un símbolo procedente de la cultura bereber, una transformación de una antigua representación de una diosa bárbara. Le venía a la memoria el nombre de Tanit. En realidad, no le importaba en absoluto de dónde procedía el símbolo. Para él solo significaba una cosa, que tenía que matar a todos los que estaban implicados en la trama. Se estremeció al pensar en lo que tenía que hacer. Si al menos conseguía realizar algunas apuestas, la emoción alejaría momentáneamente todo lo demás. Había logrado reunir veinte dirhams reclamando el pago de algunas pequeñas deudas y vendiendo un par de tijeras, y ahora tenía la familiar boca seca y el nudo en el estómago que sentía cuando tenía la oportunidad de apostar. O quizás era la idea de matar lo que le encogía el estómago. Fuera lo que fuera, seguramente acertaría en el pronóstico de alguno de los gallos ganadores, aunque aquella noche alguien resultaría perdedor.

Conforme se acercaban al reñidero, Yazid percibió los olores de los tenderetes de comida. El olor dulce de la carne de cabra asada mezclado con el humo de la leña llegó hasta él junto con las voces de los cantantes de zéjel y las risotadas del público. La poesía zéjel se cantaba en Al Ándalus desde tiempo inmemorial. Se trataba de canciones burlescas acompañadas de tambores y panderetas en las que el cantante improvisaba la letra al momento y la audiencia la repetía al mismo son. Las canciones de aquella noche trataban sobre hombres que se comportaban como gallos de pelea, pavoneándose y peleando entre ellos, para terminar dominados por una gallina cuando regresaban a su hogar. De uno u otro modo, todos los gallos de pelea acababan en una olla. Por el alborozo de la gente, resultaba evidente que los vendedores de arak estaban haciendo buen negocio.

Cuando pasaron por delante de los cantantes en dirección al reñidero, Yazid vio que Bilal, el barbero, iba delante de ellos. Discutía con un comerciante del zoco que, por alguna razón, lo estaba provocando.

—¿Qué haces aquí? —lo incitaba el comerciante—. ¿Crees que podrás vender algún perfume a esta gente? No parecen el tipo de personas que necesitan tus servicios. ¡Estos son hombres de verdad!

Bilal se volvió hacia su provocador. La muchedumbre formó un corro alrededor de ellos. El barbero temblaba tanto que apenas podía controlar la voz, pero, de algún modo, encontró la fuerza para contestar.

—¿Quién te crees que eres hablándome de esa forma? —gritó.

Yazid esbozó una sonrisa irónica al ver que humillaban a Bilal.

—¡Puedo hablarte como quiera, sanguijuela perfumada! —vociferó el comerciante, indignado al ver que Bilal le plantaba cara, sobre todo en público.

Los mirones se habían apiñado alrededor de los dos hombres, quienes se movían en círculo uno frente al otro, como si fueran gallos de pelea. El comerciante se envalentonó y empujó a Bilal en el pecho. Algunos espectadores empezaron a azuzar a los contendientes: «¡Vamos!». «¡Adelante, no os contengáis!». «¡Atacadlo!». «¡Pegadle fuerte!».

Yazid pensó que, definitivamente, aquel no era un día de suerte para Bilal.

Los dos rivales jadeaban ante la perspectiva de la inminente pelea. Pero esta no tendría lugar. Un hombre de constitución gigantesca surgió de la multitud y se colocó entre los dos adversarios. Se trataba del arráez de un barco mercante que era azuzado, entre risas y gritos, por su tripulación, que, evidentemente, estaba borracha.

—¡Deteneos! —bramó agarrando a los dos hombres por la parte frontal de sus chilabas—. ¡Los ciudadanos de Córdoba somos gente civilizada y no queremos que vuestras trifulcas nos estropeen la tarde en el reñidero!

Para regocijo de los mirones, el gigante sacudió a Bilal y al comerciante como si se tratara de dos niños malos y, después, los soltó. Ellos se escabulleron entre la multitud. Yazid retuvo momentáneamente a su aprendiz y después reemprendió la marcha. En aquel mismo instante, un cantante de zéjel agitó su pandereta y recorrió los últimos cincuenta pasos que lo separaban del reñidero cantando unos versos acerca de dos gallitos que eran derrotados por otro mucho mayor que ellos. Los transeúntes repitieron entusiasmados los versos entre carcajadas. Mientras tanto, Yazid, con su aprendiz pegado a sus talones, consiguió abrirse paso hasta el cercado.

—¿Qué ha pasado ahí detrás? —preguntó el aprendiz.

—¡Tú cállate! —ordenó Yazid—. ¡Mantén la boca cerrada! Si vuelves a abrirla, yo mismo te la cerraré. ¿Comprendido?

El muchacho fue lo bastante listo para no contestar. Ya había visto al herrero enfurecido en el pasado y todavía conservaba las cicatrices. Sería mejor concentrarse en las peleas de gallos.

El reñidero estaba al fondo de una depresión natural, en medio de unas ruinas, cerca del margen del río. En el pasado, aquel fue un arrabal próspero de la ciudad, pero, aproximadamente un siglo atrás, fue arrasado por el amir Al Hakam I, después de que la población se amotinara. Setenta y dos personas fueron ejecutadas en aquel lugar para sofocar la revuelta y, a partir de entonces, en aquella parte de Córdoba se respiraba una atmósfera incómoda y opresiva que, de algún modo, encajaba con el sangriento espectáculo de las peleas de gallos. La densa maleza ribereña ocultaba a la vista la Gran Mezquita y el resto de la ciudad. El reñidero consistía en un recinto circular de unos veinte pasos de diámetro. El suelo era de albarro, una arcilla roja, brillante y compactada, y estaba delimitado por un muro de ladrillos que alcanzaba hasta la cintura.

Yazid miró al otro lado del cercado y vio a Bilal, quien fulminaba a todos los que lo rodeaban con la mirada, pero el espectáculo estaba a punto de empezar, así que volvió a concentrarse en el reñidero.

Dos hombres habían sacado a sus gallos de los cestos y, agarrándolos por las alas, entraron en el recinto. Aquellos eran los mejores gallos de pelea de toda Al Ándalus. Procedían de una raza que era originaria de la región costera de Sherish.

Sherish era famosa por su vino fortificado, pero también por la fiereza y vigor de sus gallos de pelea. Estos no eran gallitos de granja criados para fecundar a las gallinas, sino aves rápidas y musculosas que utilizarían sus formidables espolones y picos para hacer añicos a su adversario.

Uno de los hombres sostuvo en alto su gallo y dio una vuelta al recinto mostrándolo a la audiencia y levantando murmullos de aprobación. Se trataba de un gallo blanco plateado, con una cola de enormes plumas arqueadas de color azul oscuro. Su plumaje brilló a la luz de la tarde mientras el ave cacareaba, flexionaba sus poderosas patas y arañaba el aire con sus garras intentando liberarse.

El otro gallo era tan impresionante como el primero, pero sus plumas eran de un reluciente color rojizo y tenía la cresta negra y las plumas de la cola de una tonalidad marrón clara. También cacareó y se retorció mientras su propietario lo mostraba dando una vuelta al recinto.

Los propietarios encararon a los gallos, que se revolvieron deseando abalanzarse el uno sobre el otro. Fue entonces cuando empezaron las apuestas, que se efectuaban directamente, de hombre a hombre. Se apostaba a qué gallo mataría al otro.

Todos se consideraban unos expertos y se producían acaloradas discusiones sobre qué gallo ganaría. Lo único que había que hacer para apostar era encontrar a alguien que no estuviera de acuerdo con el propio criterio sobre cuál sería el vencedor. Cuando la gente terminó de apostar, el barullo cesó y el único ruido que se oyó fue el cacareo de los gallos, que seguían estando en el centro del reñidero, sujetos por sus dueños. Entonces los soltaron.

Los gallos se abalanzaron uno sobre el otro y las plumas de sus cuellos se encresparon como capas de jinetes al galope. Se alzaron en el aire para atacar con los espolones, aletearon, propinaron patadas y se picotearon hasta que la sangre brotó de sus heridas.

Finalmente, el gallo blanco consiguió tumbar al rojo sobre su espalda y cacareó triunfante mientras le sujetaba la cabeza con una de sus garras y le picoteaba con furia los ojos y el cuello. En cuestión de segundos, todo había terminado. El gallo blanco había ganado y los jugadores que habían apostado a favor del rojo maldijeron su suerte. Yazid se sintió complacido. Había duplicado su dinero, pero todavía sentía el nudo en el estómago. Echó una ojeada al recinto, pero no vio al barbero por ningún lado. «Lo encontraré», pensó Yazid.

El aprendiz del herrero no conseguía apartar la vista del reñidero. Aquella tarde se celebraban ocho peleas más y, hacia la cuarta o la quinta, el muchacho se volvió para comentarle a Yazid que uno de los gallos, uno enorme y negro como el carbón, era un ganador seguro, pero su patrón había desaparecido. El muchacho no le dio importancia a este hecho y volvió a concentrarse en la pelea. El gallo negro efectivamente ganó y el muchacho maldijo no haber tenido dinero para apostar.

Cuando se estaba celebrando la última pelea, Yazid regresó. Resultaba evidente que se había tomado un par de vasos de arak para relajar su estómago y tenía cerca de ochenta dirhams en el bolsillo. Mientras emprendían el camino de regreso a Córdoba con el resto de la multitud para llegar a tiempo de rezar la oración Magrib, el aprendiz se fijó en que, a causa del licor, su patrón sonreía de forma perenne, pero fue lo bastante listo para no comentar nada.

Cuando se aproximaban al río, vieron que un grupo de personas se había apiñado en medio del puente y miraba por encima del parapeto al tiempo que señalaba hacia abajo.

—Algo ocurre en el agua —comentó el muchacho a Yazid—. Vayamos a ver de qué se trata.

Se abrieron paso hasta el centro del puente y luego a través de la multitud y miraron por encima del parapeto. Un cuerpo flotaba boca abajo en el agua. La corriente lo empujaba contra el dique de la isla, donde graznaban las garcetas. Su chilaba estaba hecha jirones y ondeaba en la superficie junto con las entrañas del difunto. Dos de los guardias de la Bab al Qantara intentaban, sin éxito, sacar el cadáver del agua con palos y ganchos. En uno de sus intentos, voltearon el cuerpo boca arriba.

—¡Mirad, se trata de vuestro amigo el barbero! —exclamó el aprendiz señalando el cuerpo.

Se volvió hacia Yazid, pero el herrero avanzaba a empellones entre la boquiabierta multitud en dirección a la puerta de Al Qantara. En un abrir y cerrar de ojos, había desaparecido.