40

Antes de la oración de la tarde

Hasdai ben Shaprut miró por la ventana y contempló las sombras que se iban alargando segundo a segundo. Detrás de él, al otro lado de la habitación, Nasim bin Faraj, el comerciante de perfumes, estaba sentado con la cabeza entre las manos. Había permanecido en la prisión del Alcázar con la única compañía del carcelero de Ghalib y sabía que su ejecución era inminente. Levantó la cabeza e intentó utilizar la manga de su chilaba para secar las lágrimas que empañaban sus ojos.

—¿No hay ninguna otra solución? —preguntó con voz quebrada.

El visir negó con la cabeza.

—No —declaró—. A menos que me contéis todo lo que sabéis, no puedo hacer nada más para ayudaros. Los frascos que encontramos en los aposentos del almirante proceden de vuestra tienda. La daga que encontramos en la casa de baños y que fue utilizada para matar al mulazim os pertenece. Así que el príncipe insistirá en que seáis ejecutado. Pero cómo suceda depende de vos. Si me ayudáis, os doy mi palabra de que vuestra muerte será rápida e indolora. Si no, seréis clavado en un madero entre perros.

Nasim se balanceó de atrás adelante en el taburete. Levantó los ojos y su mirada se encontró con la de Ghalib.

—¿Qué elegís? —preguntó el general con voz significativa.

Mientras Nasim miraba con fijeza a Ghalib, no se oyó nada salvo el chasquido regular de las cuentas de Hasdai y la acuciante llamada del muecín, que convocaba a los creyentes a la oración Asr.

Hasdai se volvió de espaldas a la ventana y miró a Nasim.

—Me encargaré de que se os permita rezar —declaró.

Nasim se secó de nuevo los ojos y asintió con la cabeza.

—Os contaré lo que sé.

Una vez finalizada la oración Asr, y cuando el sirviente se llevó la bandeja con lo que quedaba del té con limón, Hasdai realizó una señal a Ghalib con la cabeza.

—Leed esta lista. ¿Por qué no aparece vuestro nombre en ella? —preguntó Ghalib.

—Sí que aparece —repuso Nasim—. Aquí, este soy yo —declaró señalando un nombre de la lista—. Jalal se comunicaba conmigo utilizando este nombre.

—¿Qué sabéis de los otros componentes de la lista? —preguntó Hasdai.

—No conozco a ninguno de esos hombres, pero sí que he visto los nombres anteriormente. Les he enviado paquetes.

El general Ghalib se dispuso a contestar, pero una mirada del visir se lo impidió.

—¿Esto formaba parte del acuerdo? —preguntó Hasdai.

Nasim asintió con la cabeza.

—Nunca llegamos a conocernos. Así lo ordenó Jalal. No quería que conociéramos la totalidad del plan, solo nuestra parte. Según él, así sería más seguro.

—¿Cuánto tiempo tardasteis en reunir todo el ámbar gris? —preguntó Hasdai.

—Tardamos medio año en reunir el ámbar gris que está en la alhóndiga. Mi labor consistía en suministrar los frascos de cristal. Tenía que parecer un envío de mermelada de naranjas amargas, pero dentro de cada tarro de barro cocido de mermelada había un frasco pequeño con ámbar gris.

—¿Cómo lo trasladabais de un lugar a otro? —preguntó Ghalib.

—Cada vez que había un festival o una celebración importante, trasladábamos una pequeña cantidad. Como las calles estaban abarrotadas de gente, y las puertas de la ciudad, abiertas, resultaba fácil. Cada vez que trasladábamos una remesa, los primeros doce tarros que constituían la primera capa de un cajón de embalaje estaban llenos de mermelada. De este modo, si alguien revisaba el cajón, no nos descubría. Nadie se preocupa por un cargamento de mermelada de naranjas amargas.

—¿Cuándo conocisteis al almirante? —preguntó Hasdai.

Nasim se secó otra vez los ojos y soltó una risa seca.

—No sabía que era un almirante hasta que me lo dijisteis ayer. Para ser sincero, no sabía quién aparecería en la tienda.

—No lo entiendo. ¿Entonces, cómo sabíais con quién debíais hablar? —preguntó Ghalib.

—Jalal me indicó que los días previos a la celebración de la Ascensión de Mahoma un hombre visitaría mi tienda en varias ocasiones. El último día, compraría perfume para su mujer y me hablaría del juego de la taba. Así lo sabría.

—¿Qué ocurrió a continuación? —preguntó Hasdai sin poder creer lo que estaba oyendo.

—A continuación tenía que entregarle tres frascos. Dos los encontrasteis en su habitación, pero no sé dónde está el tercero. Después tenía que invitarlo a jugar a la taba en la casa de baños del viejo yemení.

—¿Y cómo os encontraríais con Jalal?

—Jalal me dijo que si el hombre acudía a la casa de baños, yo tenía que reunirme con él y confirmarle que el trato seguía adelante.

—¿Entonces os encontrasteis con Jalal en los baños de Al Mursi, el almotacén?

Nasim asintió con la cabeza.

—Sí, la noche de la Ascensión de Mahoma.

—Todo esto me parece muy rebuscado —masculló Ghalib.

—Efectivamente, lo es. El ámbar gris que Jalal tiene aquí en Córdoba constituye solo una pequeña parte del envío total. Los hombres de la lista se han pasado casi dos años buscándolo, ocultándolo entre la mermelada de naranjas amargas y esperando el momento oportuno para trasladarlo.

Mientras Nasim hablaba, Hasdai abrió mucho los ojos y el chasquido de las cuentas se aceleró.

—¿Me estáis diciendo que el ámbar gris de la alhóndiga es solo una parte de la remesa que Jalal estaba reuniendo para el almirante?

—Así es. Por el número de frascos que he suministrado, diría que, como mínimo, la cantidad es cinco veces mayor.

Ghalib y Hasdai se miraron.

—¿Dónde está el resto? —preguntó Hasdai.

Nasim se encogió de hombros.

—Sinceramente, no lo sé. Yo solo suministraba los frascos. Nunca me contaron qué hacían con ellos.

—¿Qué ocurrió cuando os encontrasteis con Jalal en los baños? —preguntó Ghalib.

—Le conté que el hombre había ido a mi tienda como estaba planeado. También le dije que le había entregado los frascos y que él había acudido a jugar a la taba.

—¿Qué contestó Jalal?

—Nada. De eso se trataba. Yo no debía saber en qué consistía el resto del plan.

—¿Y cómo sabría el almirante lo que debía hacer a continuación? —preguntó Ghalib.

Nasim bajó la mirada al suelo y después miró al visir.

—¿No resulta obvio? —preguntó.

—Está claro que no —soltó Ghalib—. Quizá vos…

—General, por favor… —lo interrumpió Hasdai. Deslizó las cuentas por la cadena mientras miraba fijamente a Nasim—. Entonces apareció el otro hombre, ¿no es así? —indicó.

Nasim asintió.

—Sí, Jalal me explicó que durante la partida de la taba un hombre pediría unirse al juego. Yo supuse que también trabajaba para Jalal y que informaría al almirante sobre lo que ocurriría después.

—¿Qué ocurriría después?

—Esto es lo que intento deciros, señor. No lo sé —repitió Nasim.

—Jalal os dijo que el otro hombre era un mercader de telas de Sevilla, ¿no? —inquirió Hasdai.

Nasim asintió con la cabeza.

—Sí, aunque, probablemente, no sea cierto. Trabaja para Jalal, pero no como mercader de telas.

Hasdai ben Shaprut sacudió la cabeza, se levantó e hizo una seña al general.

—Habéis sido de mucha ayuda —declaró finalmente—. Os conducirán de regreso a la celda y me encargaré de que os permitan asistir a la oración Magrib.

El general Ghalib abrió la puerta y habló brevemente con el guardia que esperaba en el corredor. Nasim se levantó y volvió a secarse los ojos.

—Aquel hombre, el que fue asesinado en los baños… Yo no lo maté. Debéis creerme, señor —explicó.

Hasdai lo observó durante unos segundos y después hizo una señal con la mano para que los guardias se lo llevaran. Cuando la puerta se cerró, volvió a sentarse y se frotó los ojos con los nudillos de las manos.

—General —declaró finalmente—, quiero que corráis la voz de que Nasim ha muerto a manos de sus guardias cuando intentaba escapar. Aseguraos de que la noticia se extiende por el zoco.