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Antes de la oración de la tarde

Hasdai ben Shaprut estaba solo en su habitación de trabajo del Alcázar. Había regresado para poder reflexionar y, en aquellos momentos, estaba sentado, deslizando las cuentas por la cadena y mirando por la ventana a un par de pinzones que picoteaban semillas de girasol del interior de un cuenco. Sobre su escritorio, al lado del esbozo de la proclama del califa, que todavía tenía que revisar, estaban los dos frascos de ámbar gris y la lista de nombres que encontró en los aposentos del almirante Suhail.

El califa llegaría a Córdoba la tarde del día siguiente para asistir a la ceremonia de despedida del nuevo almirante de la flota y el resto de los marinos. Tanto el califa como el príncipe heredero esperaban ser informados de quién había asesinado a Suhail y, más importante aún, esperaban ver al culpable ejecutado entre perros. Hasdai se preguntaba cómo podía explicarles que el almirante había sido asesinado porque estaba involucrado en una trama para sacar de contrabando de la ciudad una importante cantidad de ámbar gris.

Mientras pensaba en todo esto, la puerta se abrió y el guardia del corredor hizo pasar al general Ghalib.

—¡Ah, general, entrad y sentaos, por favor! —exclamó Hasdai señalando un taburete—. ¿Habéis interrogado al almotacén?

—Sí, excelencia. Me ha dicho que conoció a Shahid Jalal la noche de la Ascensión de Mahoma y que cree que Jalal y Nasim se conocían por cuestiones comerciales.

—Puede que tenga razón. ¿Habéis comprobado el resto del libro de registro?

—Así es, señor, y ninguno de los nombres de la lista que encontrasteis en los aposentos del almirante aparece en él. —Ghalib dejó el libro encima del escritorio, lo abrió y señaló el nombre de Jalal—. Esta es la entrada correspondiente a Shahid Jalal, pero no consta ninguno de los otros nombres.

Hasdai examinó el libro y, después, la lista de nombres.

—En la lista hay una docena de nombres, general. He ordenado a uno de los secretarios que consulte los archivos del Alcázar por si disponemos de informes acerca de alguno de ellos, pero, de momento, no hemos obtenido ningún resultado.

El visir dejó caer el tasbih sobre el escritorio.

—Se me han ocurrido un par de ideas, señor —anunció Ghalib.

—Contadme, general, necesitamos algo.

—Veréis, señor, sabemos que Jalal guardaba una gran cantidad de ámbar gris en su almacén y sospechamos que el almirante pretendía… —Al ver la mirada del visir, el general se interrumpió y luego prosiguió—: Lo siento, señor. Sospechamos que alguien pretendía trasladar una gran cantidad de ámbar gris utilizando la red de suministros que se coordina desde el campamento Ma’aqul. He estado allí esta mañana y he comprobado que puede hacerse. Resulta difícil, pero si se dispone de las personas adecuadas, es posible. De todos modos, necesitaré que Alí lo confirme.

—Continuad —pidió Hasdai—. ¿Qué podéis decirme de los nombres?

—Bueno, señor, sacar el ámbar gris de la alhóndiga utilizando como encubrimiento la celebración de la Ascensión de Mahoma es una cosa, pero reunir esa gran cantidad de ámbar gris constituye un reto totalmente distinto.

Hasdai asintió y volvió a coger el tasbih.

—Ese hombre, señor, ese tal Shahid Jalal, ha corrido unos riesgos enormes para hacerlo.

—¿Para hacer el qué?

—Para reunir el ámbar gris, señor.

—Sí, pero los beneficios también serían enormes, general.

—Eso no lo dudo, señor, pero no creo que se tratara de una acción única, señor.

—¿A qué os referís?

—Creo que ni vos ni yo pensamos que estuviera en Córdoba en calidad de mercader, sino que debe de ser un proveedor de… bueno, de mercancías prohibidas.

—Como el ámbar gris.

—Entre otras cosas, señor. En ese caso, ¿qué querría por encima de todo?

—¿Aparte de no ser atrapado? —Hasdai suspiró—. No lo sé, general. Supongo que querría mantener su…

Hasdai se interrumpió y apoyó las manos en el escritorio. Entonces miró fijamente el libro de registro de la casa de baños y la lista de nombres del almirante y abrió los ojos como platos.

El general Ghalib cogió la lista de Suhail.

—Esa es, exactamente, la conclusión a la que he llegado, señor. Shahid Jalal querría mantener en secreto su identidad. A mi parecer, existen dos posibilidades. La primera es que todos estos nombres correspondan a la misma persona.

Hasdai sacudió la cabeza.

—Lo considero improbable, general. Si estuvo antes en Córdoba utilizando cualquiera de estos hombres, alguien podría haberlo reconocido. A menos que Al Mursi os haya mentido.

—Al Mursi me ha contado que, aunque no conoció a Jalal hasta la noche de la Ascensión de Mahoma, es posible que utilizara a varios agentes para que actuaran en su nombre. Eso explicaría el hecho de que nadie lo conozca. La segunda posibilidad es que el resto de los nombres de la lista sea el de sus agentes.

Hasdai se acarició la barba y tragó saliva de forma patente.

—¿Qué aspecto tiene?

—¿Señor?

—Shahid Jalal, ¿qué aspecto tiene? —Hasdai hurgó en un cajón—. ¿Dónde está la descripción que nos dio Al Jaziri? ¡Ah, aquí está!

Hasdai leyó con rapidez la hoja de papel y se la tendió a Ghalib, quien también la leyó.

—Parece… bueno, señor, su aspecto es…

—Corriente, general. Su aspecto es corriente. Altura y constitución medias, cabello oscuro, barba afeitada… Su aspecto es como el de la mayoría de los habitantes de la ciudad. Podría pasar desapercibido y desaparecer fácilmente. No me extraña que nadie se haya fijado en él.

Hasdai tomó el tasbih y deslizó las cuentas por la cadena con rapidez mientras reflexionaba.

—Tenemos que enviar un mensaje a Zaffar. Quiero saber si Al Jaziri conserva los libros de registro antiguos. Si tenéis razón y estos nombres son los de los agentes de Jalal, quizás encontremos alguno de ellos en un libro anterior de la alhóndiga.

El general se puso de pie y un pinchazo en la rodilla le obligó a realizar una mueca de dolor.

—No, ahora no, general —ordenó Hasdai—. Todavía no hemos terminado aquí.

Ghalib hizo otra mueca mientras volvía a sentarse en el taburete.

—¿Lo habéis organizado todo para que Alí empiece a trabajar en el campamento? —preguntó Hasdai.

—Sí, señor. Ahora mismo está de camino hacia allí. Será el responsable de cotejar los manifiestos. Esto le permitirá saber qué mercancías se cargan en cada animal. Si la red de suministros para la guerra se utiliza para el contrabando de mercancías, podrá descubrir cómo se hace.

—Bien. Aseguraos de poneros en contacto con él con regularidad —indicó Hasdai—, no necesitamos más cadáveres en nuestras manos.

—¿Habéis averiguado algo en la casa de baños del yemení, señor? —preguntó Ghalib.

—A decir verdad, no lo sé. Yusuf ha confirmado la historia de Nasim en cuanto a que estuvo jugando a la taba con el almirante y que Antonio, el mercader de telas, se unió a ellos.

—Señor, si Al Mursi tiene razón y Nasim conocía de antes a Shahid Jalal, ¿creéis que…?

—¿Que si creo que Nasim presentó al almirante a Jalal? —acabó Hasdai.

El general asintió con la cabeza.

—Sí, esa idea ha cruzado por mi mente —contestó Hasdai mientras contemplaba los frascos de cristal del escritorio—. Y los dos frascos que encontramos en su habitación me inducen a pensar que Nasim y Jalal podrían ser los suministradores del ámbar gris. Pero me cuesta creer que el almirante estuviera involucrado en ese envío a raíz de un simple encuentro casual (si es que estuvo, de algún modo, involucrado en la trama de contrabando), porque se necesita mucho tiempo para organizar un acto de contrabando como este.

—Sí, señor, pero hace ya dos años que nos estamos preparando para la guerra, y ese sí que es tiempo suficiente para organizado.

Hasdai se levantó, apoyó las manos en la parte baja de su espalda y realizó un estiramiento.

—Antes he estado hablando con Alí en el Departamento de Coordinación de la Armada con el Ejército. En su opinión, donde hay más demanda de ámbar gris andalusí es en Damasco. También piensa que una de las naves de la flota principal podría atracar y desembarcar el ámbar gris al sur de Saida, en la costa siria. Gracias al astrolabio, esto sería un simple divertimento. Y, desde Saida, el ámbar gris podría ser fácilmente transportado a Damasco.

—Así es, señor, pero ¿qué hay de todos los…?

Hasdai levantó la mano.

—Tenéis razón, general. Habría varios cientos de testigos. Al principio, no lo tuve en cuenta, sin embargo, tampoco tuve en cuenta cierta información que recibí después de Malta.

—¿De la flota de avanzada, señor? —preguntó Ghalib.

Hasdai asintió con la cabeza.

—Al menos de lo que queda de ella, general.

—¿Señor?

—¿Recordáis la reunión que mantuvimos con Alí la noche que me contasteis lo del asesinato del almirante?

—Sí, señor, Alí nos explicó lo del ántrax que habían descubierto a las afueras de Bagdad.

Hasdai volvió a sentarse.

—Exacto. Pues bien, por lo visto tres de las cuatro naves de la avanzadilla llegaron sin problemas a Malta, pero la cuarta no fue tan afortunada. Cuando la encontraron, enseguida se dieron cuenta de que había sido infectada con ántrax. Todos los hombres, como mínimo un total de trescientos, y sus monturas han muerto.

—¿Ántrax? —preguntó Ghalib.

Hasdai realizó un gesto afirmativo.

—Una forma muy efectiva de librarse de trescientos testigos en el mar y hacer que parezca un accidente, ¿no creéis?

Ghalib exhaló un suspiro profundo y se frotó el bigote con el dorso de la mano.

—Señor, yo no…

—No, yo tampoco, general. Ahora mismo, no sé qué pensar.

Los dos hombres permanecieron sentados y en silencio durante varios minutos. Al final, Hasdai dijo:

—Enviad el mensaje a Zaffar y regresad. Y traed con vos a Nasim bin Faraj. Tenemos que averiguar hasta qué punto conocía a Shahid Jalal.