Antes de la oración de la tarde
—¿En qué puedo serviros, señor? —preguntó Al Mursi, el almotacén—. Mi secretario me ha indicado que deseabais hablar conmigo acerca del libro de registro.
Como si quisiera poner énfasis en sus palabras, señaló con su bastón el libro manchado de tinta que estaba delante de Ghalib.
Los dos hombres estaban en una antesala en el ala administrativa del Alcázar. Mientras Al Mursi jugueteaba con el enorme anillo de rubí que adornaba uno de sus rollizos dedos, oyó el jaleo de los secretarios del chambelán, que trajinaban de un lado a otro por el corredor.
—En concreto quiero que me habléis de Shahid Jalal —repuso Ghalib—. ¿Qué podéis contarme de ese hombre?
—En realidad, solo lo he visto una vez —manifestó Al Mursi.
—¿En vuestra casa de baños?
—Sí, señor. Fue a vernos la noche de la Ascensión de Mahoma. El libro de registro lo confirmará, pero, por lo que recuerdo, lo único que hizo fue jugar unas cuantas partidas de ajedrez y gastarse algo de dinero. En realidad no habló mucho. Pensé que era un hombre callado.
—¿Habló con muchas personas?
—Con una o dos. Parecía conocer a un hombre en particular, a un comerciante del gremio de los perfumistas.
—A Nasim bin Faraj.
Al Mursi tragó saliva ostentosamente y asintió con lentitud.
—Supongo que sabéis que tenemos a Nasim retenido aquí, en el Alcázar.
Al Mursi volvió a asentir con la cabeza.
—¿De qué se conocían? Me refiero a Nasim y Jalal.
—No lo sé exactamente, señor, pero supongo que, a causa de su trabajo, debían de tratarse de vez en cuando. Por lo que yo sé, Shahid Jalal es un mercader especializado en esencias y fragancias. Probablemente vende sus mercancías a Nasim, quien, a su vez, las debe de vender en su tienda.
—¿Con qué frecuencia visita Córdoba?
—Lo siento, señor, no lo sé.
—Me cuesta creerlo. Tenía entendido que vuestro trabajo consistía en saber lo que ocurre en el zoco.
—En efecto, señor, así es. Lo que quiero decir es que lo conocí aquella noche, en los baños. Es posible que haya estado realizando sus transacciones a través de una serie de agentes. Esto ocurre con frecuencia. Cuando conocí a Jalal, lo único que sabía de él es que se hospedaba en la alhóndiga de Al Jaziri y que conocía a Nasim por su profesión.
El general frunció el ceño.
—Sin embargo —continuó Al Mursi percibiendo la impaciencia del general—, si negocia a través de agentes, estos deben de visitar la ciudad cuatro o cinco veces al año. Los agentes suelen venir justo antes de una celebración o un festival importante como la Ascensión de Mahoma.
El general asintió y reflexionó unos instantes.
—¿Los agentes y mercaderes de otros lugares suelen visitar vuestra casa de baños durante su estancia en Córdoba?
—Algunos de ellos sí, señor.
—Como almotacén, supongo que os interesa conocer a hombres como Shahid Jalal, ¿no es así?
Al Mursi dejó de juguetear con su anillo.
—Como almotacén, sí, señor, me interesa saber lo que ocurre en el zoco. Como bien habéis dicho, general, en eso consiste mi trabajo.
—Entonces, como parte de vuestro trabajo, ¿desde cuándo sabéis que Nasim está involucrado en el comercio ilegal de ámbar gris?
La estudiada compostura de Al Mursi se desmoronó y el almotacén bajó la vista y respiró con pesadez.
—Os doy mi palabra, general, de que no lo sabía hasta ayer —declaró lentamente.
—¿Cómo lo averiguasteis?
—Me lo contó un comerciante del gremio de los perfumistas. Su tienda es contigua a la de Nasim y pidió verme. Cuando me reuní con él en la tetería Al Bisharah, me contó que habían traído a Nasim al Alcázar y que vos y el visir estabais formulando preguntas acerca del ámbar gris. Fue entonces cuando me enteré.
—¿Sois consciente de que el califa puede pedir la cabeza de Nasim por este hecho?
Al Mursi asintió.
—Sí, señor.
El general hojeó el libro de registro.
—¿Tenéis alguna razón para sospechar que alguien más esté involucrado en la venta de ámbar gris o de cualquier otra mercancía prohibida?
El color volvió ligeramente a las mejillas de Al Mursi.
—No, señor, os doy mi palabra de que…
—No quiero vuestra palabra, Al Mursi, lo que quiero saber es quién más está involucrado en la venta ilegal de ámbar gris en vuestro zoco. Y, como las teterías de la ciudad cumplen sobradamente con su habitual función de mantener a todo el mundo informado, quiero que hagáis un par de cosas. En primer lugar, quiero que corráis la voz de que el califa aplicará el más severo de los castigos a cualquier persona que esté involucrada en el suministro, transporte, venta o compra de cualquiera de los artículos de la lista prohibida.
Al Mursi asintió con la cabeza.
—Señor…
Ghalib golpeó la mesa con el libro de registro.
—¡No me interrumpáis! También quiero que hagáis saber a todo el mundo que cualquiera que disponga de información acerca del paradero de Shahid Jalal deberá comunicarlo en las dependencias administrativas del chambelán, aquí en el Alcázar. ¿Está claro?
—Sí, señor.
El general se puso de pie, apoyó ambas manos en el escritorio y su imponente figura dominó a la de Al Mursi.
—Finalmente, quiero que entendáis que si sospecho, aunque solo sea por un segundo, que alguna de las entradas de este libro se realiza como consecuencia de vuestro puesto de almotacén, solicitaré al visir que os reemplace inmediatamente. Vuestro puesto no os da derecho a obtener dinero de los agentes y mercaderes de otros lugares ni de los comerciantes locales a cambio de que puedan realizar sus negocios. Vuestro trabajo, como parecéis tan ansioso en señalar, consiste en asegurar el buen funcionamiento del zoco, no en haceros rico. ¿Queda claro?
Al Mursi asintió con la cabeza.
—Sí, señor.