Antes de la oración de la tarde
Los cuatro marinos estaban sentados a una mesa al fondo de la tetería Al Bisharah mientras sus escoltas, contentos de estar aunque solo fuera algo alejados de sus custodiados durante un rato, se habían acomodado en otra situada cerca de la puerta. Simón, el propietario, servía té humeante y bollos a toda prisa mientras un par de muchachos recogían los vasos vacíos.
—¿Queréis callaros? —susurró Bandar—. Este no es el lugar adecuado para hablar de algo así. De hecho, no deberían decirse cosas como esta del almirante Suhail en ningún lugar.
Mientras hablaba, miró alrededor. Le aterraba que alguien pudiera haber oído la conversación.
Al marino de Adra le enfureció que Bandar le hablara de aquella forma, pero tuvo el sentido común de no decir nada más. Siraj bin Bahram le había agarrado fuertemente el brazo por si perdía el autodominio y arremetía contra Bandar.
—Lo siento, señor, pero creí que querríais saberlo.
Siraj le soltó el brazo.
—¿Cuándo pasó? —preguntó Bandar.
—El día anterior a su asesinato —contestó el marino—. Yo había asistido a la madraza y regresé a la sala de estudio para coger algo que había olvidado.
—¿Con quién estaba hablando el almirante? —preguntó Siraj.
El marino sacudió la cabeza.
—No lo sé, señor. No los vi.
—Entonces, ¿cómo sabéis que se trataba de él? —preguntó Bandar.
—Estaba gritando, señor —explicó el marino—. Se le veía muy nervioso y no paraba de referirse al ámbar gris. Yo no entré en la habitación.
Bandar lanzó una mirada a Siraj y los dos echaron un vistazo a la tetería. Bandar señaló la puerta con la cabeza y Siraj asintió.
—Vosotros dos quedaos aquí —ordenó Bandar—. Y guardad silencio.
Bandar y Siraj se alejaron un poco de la mesa. Los guardias de su escolta se pusieron de pie, pero Bandar sacudió la cabeza para tranquilizarlos y ellos volvieron a sentarse.
—Si se corre la voz, la reputación del almirante quedaría arruinada —susurró Siraj.
Bandar asintió con la cabeza.
—Lo sé.
Escudriñó la habitación y se sintió aliviado al ver que Simón estaba ocupado preparando beraid y que los muchachos estaban lavando los vasos.
—¿Creéis que es cierto? —preguntó Siraj.
Bandar respiró hondo.
—Ahora mismo no puedo pensar en eso —declaró—, pero espero por todos nosotros que no lo sea. Lo último que necesitamos en esta etapa de los preparativos es una noticia de esta envergadura. Los hombres adoraban al almirante. Si descubrieran que era un contrabandista, podrían empezar a dudar de todos nosotros. —Miró por encima de su hombro—. Tenemos que mantener esta información en secreto para preservar la disciplina de nuestros hombres.
Siraj asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo. Ya es la hora de volver a la madraza.
Bandar llamó con un gesto a los marinos.
—Tenemos que irnos —indicó—. ¡Gracias, Simón! Los beraid estaban deliciosos, como siempre.
Dejó unas monedas en el mostrador y se despidió del propietario con un gesto.
Mientras los marinos salían de la tetería, un muchacho fue a limpiar su mesa. En un rincón de la sala, un hombre vestido con un albornoz negro terminó su té, se cubrió con la capucha hasta el borde superior de los ojos y salió a la calle. Un niño mendigo se acercó a él y el hombre deslizó una moneda de cobre en la palma de su mano. La moneda estaba envuelta en un pedazo de papel. El hombre observó al niño, quien corrió calle arriba hacia el zoco de la metalurgia.