Antes de la oración de mediodía
Aunque se la conocía como la sala de trabajo del chambelán, en realidad consistía en un conjunto de siete departamentos independientes que estaban a su cargo y que se hallaban al final del corredor que comunicaba con las dependencias de Hasdai ben Shaprut. Sin embargo, mientras que Hasdai, debido a su posición como consejero principal del califa, disfrutaba de paz y tranquilidad en sus dependencias y estas estaban cerca de los aposentos califales, las del chambelán estaban situadas en la parte frontal del Alcázar y daban al bullicioso patio central y la entrada del recinto.
Aparte de la sede central de la guardia califal, cuyo responsable último era el general Ghalib —aunque el chambelán se ocupaba de las cuestiones rutinarias—, había en aquellas dependencias un departamento que respondía a las órdenes de Hasdai y que se ocupaba, exclusivamente, de la relación entre el séquito de Hakam en Córdoba y el de su padre, el califa Abderramán III, en la ciudad palatina de Medina Azahara, que estaba situada más hacia el oeste.
Las dependencias del chambelán también albergaban un centro de comunicaciones formado por miembros cuidadosamente elegidos de la guardia de Ghalib donde se leían y analizaban las docenas de informes que llegaban a diario de todos los puntos del califato y más allá. Aquellos hombres también eran los encargados de elaborar un informe diario que, a través del chambelán, se hacía llegar a Hasdai y a Ghalib. Era Hasdai quien, por su cargo de visir, debía decidir lo que el príncipe heredero y el califa tenían que saber acerca de los sucesos que ocurrían en el califato y los territorios en los que el califa disponía de espías.
El Departamento de Gobierno y Asuntos Legales era el responsable de la administración del califato de Al Ándalus por medio de sus veintiuna provincias o kuwar, la recaudación de los impuestos y la supervisión del comercio y la industria, mientras que el Departamento de Asuntos Religiosos y Culturales se ocupaba de las mezquitas, las escuelas asociadas a ellas, los hospitales, las librerías y las madrazas.
Otro departamento se ocupaba de cuestiones relativamente mundanas como era la administración del Alcázar y de alimentar y atender las necesidades cotidianas de los cientos de personas que vivían en él.
El último departamento era relativamente nuevo y se había establecido por orden del príncipe heredero. Se trataba del Departamento de Coordinación de la Armada y el Ejército. En concreto, su función consistía en coordinar las actividades de las fuerzas armadas del califato para la próxima campaña contra Bagdad. Era allí donde circunspectos militares elaboraban las estrategias del califato y, aunque contaban con la ayuda de la secretaría del chambelán, daban parte, solo, al príncipe heredero a través del visir. Era allí donde Hasdai conducía a Alí, el espía recién llegado de Bagdad.
Mientras avanzaban por el corredor, Hasdai observó a Alí y no pudo evitar sonreír para sus adentros. ¿Cómo era posible que los espías, al menos los sobresalientes, consiguieran pasar desapercibidos de aquella manera? Parecían tener el don de ocultar su personalidad y parecer individuos totalmente corrientes. Alí, de figura menuda y encorvada, caminaba por el corredor con las manos en los bolsillos de su chilaba, la mirada clavada en el suelo y la cara inexpresiva. Aquel hombre, cuando estaba de servicio, ponía su vida en peligro constantemente, pero en lugar del temerario agente de vanguardia que era, parecía un simple escribiente del departamento de impuestos.
El visir había dado instrucciones a Alí para que, aquella tarde, antes de la oración Asr, se presentara ante el comisario de guerra del campamento Ma’aqul. Una vez allí, mientras trabajaba comprobando los manifiestos de las caravanas de mulas que partían del campamento con destino a Almería, debía ser los ojos y oídos del general Ghalib. Su misión consistía en descubrir e infiltrarse en la red de contrabando que el general tenía la certeza que operaba en el campamento. Alí comprendió inmediatamente lo que se esperaba de él y aceptó la misión como si se tratara de un encargo sumamente sencillo.
Hasdai hizo correr las cuentas del tasbih al mismo ritmo que seguían sus pasos hasta que, después de pasar junto a los centinelas, llegaron a la puerta del departamento. Con la mano en el tirador de la puerta, Hasdai se volvió hacia Alí.
—Supongo que no es preciso que os diga que no debéis revelar ningún detalle aquí dentro.
Alí levantó la cara y miró al visir con ojos inexpresivos.
—No —declaró Hasdai al cabo de unos segundos—, supongo que no tengo que deciros nada al respecto.
Volvió a deslizar las cuentas por la cadena y abrió la puerta.
En la pequeña habitación, que estaba abarrotada de documentos apilados, había cinco funcionarios, todos arrayaces navales. Tres de ellos estaban inclinados sobre un escritorio cerca de una ventana. Deliberaban mientras observaban un mapa a gran escala en el que había docenas de flechitas de papel de diferentes colores que señalaban, todas, en la misma dirección. Los otros dos leían largas listas y las cotejaban con lo que parecían ser unos libros de contabilidad. Al ver al visir, todos se incorporaron.
—Shalam alaikum, excelencia —saludó el hombre más cercano a la puerta.
—Alaikum shalam —respondieron Hasdai y Alí.
—¿En qué podemos ayudaros, señor? El informe no estará listo hasta mañana.
—Gracias, arráez, no estoy aquí por el informe. Ya me lo entregará el chambelán a su debido tiempo. Necesito consultar los mapas y cartas náuticas. Yo… —El visir se volvió hacia Alí, quien seguía junto a la puerta, con las manos entrelazadas a la altura de la cintura mientras contemplaba, con la mirada perdida, un punto de la pared situado por encima de la ventana—. O, mejor dicho, nosotros, necesitamos consultar un mapa de los puertos que hay entre Almería y Latakia.
El arráez miró a sus colegas y después a Alí.
—Pero, excelencia, nuestros mapas son…
El visir levantó una mano para hacerlo callar.
—Lo sé, arráez, vuestros mapas contienen anotaciones y son altamente confidenciales, pero estoy seguro de que me permitiréis decidir quién puede o no consultarlos. Ahora, si nos mostráis los mapas, vos y vuestros colegas podéis salir y dejarnos solos. Mientras vuestros colegas esperan en la cámara de los centinelas, vos podéis informar al chambelán de que estoy aquí. Cuando hayamos terminado, os haré llamar. ¡Ah, e informad al chambelán de que no es necesario que abandone sus obligaciones para venir a reunirse conmigo! ¿Está claro?
—Sí, vuestra excelencia. El mapa más exacto del que disponemos es el que estábamos examinando cuando habéis llegado. Es este, el que está junto a la ventana. ¿Puedo pediros que no mováis las flechas?
Alí miró al arráez como si se tratara de un niño.
—Ya he trabajado con mapas de campaña anteriormente —precisó—. No moveré ninguna de vuestras flechitas e intentaré no recordar hacia dónde señalan.
—¡Gracias, Alí! —exclamó Hasdai, y no pudo evitar volver a sonreír interiormente por la conducta del espía—. Ahora, arráez, si vos y vuestros colegas tenéis la amabilidad de dejarnos. Os avisaré cuando podáis regresar.
Una vez solos, Hasdai y Alí se inclinaron sobre el mapa que había encima de la mesa situada junto a la ventana. Al cabo de apenas unos segundos, Alí frunció el ceño y se enderezó.
—Se trata de uno de los mapas de Ibn Hawqal —anunció.
—Estáis muy bien informado —comentó Hasdai.
—La información es mi profesión, excelencia.
—Es posible —replicó Hasdai—, pero observando el mapa, ¿podéis realizar algún tipo de conjetura bien informada acerca del lugar que elegiría alguien procedente de Al Ándalus para desembarcar un cargamento de contrabando de ámbar gris entre Almería y Latakia? Tened presente que esa persona dispondría de los instrumentos de navegación más avanzados.
—Bueno —contestó Alí—, el lugar donde un contrabandista obtendría el mejor precio por un cargamento de ámbar gris andalusí sin madurar sería Damasco. La industria perfumista de esa zona está sumamente desarrollada y, por lo que yo sé, en Bagdad la esencia de rosa de Jericó es una de las más caras y efectivas porque se utiliza como fijador el ámbar gris.
—¿Y cómo haría llegar un contrabandista el ámbar gris a Damasco? —preguntó Hasdai.
—¿A qué cantidad os referís?
—Yo diría que la que podría cargarse en tres camellos.
—Ya lo tengo —contestó Alí. Deslizó el dedo por el mapa desde Malta a Chipre y, después, en diagonal hasta la costa de Siria—. Si el ámbar gris viajara en una de las naves de la flota, esta podría navegar hasta este punto, justo al sur de Chipre, y después dirigirse a la costa de Siria…, aquí, a una cala que hay al sur de Saida, la ciudad que en hebreo llamáis Sidón, excelencia. Un marino competente con buenos instrumentos y una carta de navegación de la calidad de esta no tendría problemas en gobernar la nave hasta aquí. Después, solo tendría que desembarcar el ámbar gris y seguir navegando hacia el norte para reincorporarse a la flota.
—Solo percibo un problema en ese plan —comentó Hasdai—. ¿Cómo podría una sola nave separarse de la flota y dirigirse hacia el sudeste mientras el resto vira hacia el norte en dirección a Latakia?
—Esto podría no suponer un problema tan grande como pensáis, excelencia. En una flota de gran tamaño siempre hay alguna nave que tiene dificultades: o hace agua o se le quiebra un mástil debido a una tormenta o, simplemente, desaparece en la noche. La nave de nuestro contrabandista bien podría ser una de esas naves. El arráez podría inventarse algún problema, quedarse rezagado y tomar un nuevo rumbo. Sin embargo, existe un problema mucho mayor para el contrabandista.
—¿De qué se trata? —preguntó Hasdai—. A mí el plan me parece bastante sencillo.
—¡Oh, y lo es! —exclamó Alí—. Es muy sencillo, salvo por el hecho de que, si separáis una nave de la flota hasta una cala en Siria para desembarcar un cargamento de contrabando y cargarlo en una caravana de camellos, contaréis, al menos, con trescientos testigos.
Hasdai se incorporó, tomó el tasbih, que había dejado en la mesa y deslizó las cuentas por la cadena mientras miraba por la ventana.
—¡Vaya, así que habéis encontrado el fallo del plan! —exclamó.
Mientras hablaba, alguien llamó a la puerta y, por encima de los golpes, oyeron la voz de uno de los arrayaces.
—¡Excelencia! ¡Excelencia! Disculpadme, por favor, tengo un mensaje para vos de parte del chambelán.
Hasdai se volvió hacia Alí.
—Abrid la puerta.
Alí la abrió y entonces el visir se dirigió al oficial.
—Creí haberos dicho que no quería que el chambelán viniera.
El arráez tragó saliva con dificultad antes de hablar.
—Señor, no se trata de eso, señor. El chambelán ha pedido que vos… que vos… vayáis a donde él está, señor. Lo siento, vuestra excelencia, pero esto es lo que me ha ordenado que os comunique. Me ha dicho que tiene un mensaje para vos que solo puede transmitiros en el compartimento de seguridad.
Como visir, Hasdai no estaba acostumbrado a que nadie, salvo el califa o el príncipe heredero, lo llamara, sin embargo, enseguida se dio cuenta de que el chambelán debía de tener una buena razón para dejar a un lado el protocolo.
—Muy bien, llevadme ante el chambelán.
Hasdai, Alí y el arráez se dirigieron al secretariado; a su paso, los guardias del corredor se pusieron firmes. A través de la puerta, que estaba abierta, Hasdai vio que el chambelán estaba muy nervioso junto a la entrada de una habitación. Hasdai sabía que se trataba de un compartimento aislado donde el chambelán podía transmitir las órdenes más secretas o los mensajes más confidenciales sin ser oído.
—Vosotros dos quedaos aquí —ordenó Hasdai.
Cuando entró en el secretariado, los funcionarios se pusieron en pie, realizaron una reverencia y, siguiendo obviamente las órdenes del chambelán, salieron de la habitación y esperaron en el corredor.
El chambelán inclinó la cabeza.
—Excelencia, os pido disculpas, pero estoy seguro de que, cuando oigáis lo que tengo que deciros, comprenderéis mi forma de actuar.
Hasdai intentó tranquilizarlo.
—Estoy convencido de que sabéis lo que hacéis —dijo. Hasdai entró en la pequeña habitación carente ventanas y se sentó en una de las dos sillas que constituían el único mobiliario de la sala. Las titilantes llamas amarillas de las lámparas de aceite parecían absorber todo el aire de la habitación.
El chambelán cerró la sólida puerta de madera y corrió el cerrojo. La habitación apestaba a aceite de quemar y a humo, y Hasdai empezó a toser.
—Seré lo más breve posible, excelencia. Hemos recibido un mensaje secreto codificado de la flotilla de avanzada. Ha sido enviado mediante una paloma desde la isla de Malta. Conforme la flotilla se aproximaba a la isla, una de las naves empezó a rezagarse. Se produjo un brote de pestilencia a bordo y los remeros no pudieron mantener el ritmo. La remolcaron y un marinero de otra nave subió a bordo. El pobre desgraciado quedó condenado a muerte en cuanto puso un pie en cubierta. Reconoció los signos del ántrax y gritó que no subiera nadie más a la nave. Toda la tripulación, el regimiento y los animales habían muerto. Trescientos hombres entre marineros y soldados y sus monturas… ¡Todos muertos! El arráez de la otra nave ordenó que incendiaran la nave diezmada con flechas de fuego y así lo hicieron.
Hasdai permaneció sentado unos instantes mirando fijamente una de las chisporroteantes lámparas y haciendo chasquear sus cuentas. Finalmente, se puso de pie.
—Comprendo. Hicisteis bien en hacerme llamar. Gracias. Ahora, abrid la puerta. ¡Ah, y gracias por enviarme el primer borrador de la proclama del califa! Trabajaré en él en cuanto pueda. ¿Incluísteis la información acerca del historial de servicio de Bandar bin Sadiq?
—Así es, excelencia —contestó el chambelán mientras abría la puerta. Entonces se volvió hacia Hasdai—. Excelencia, tengo un segundo mensaje para vos. Está en mi escritorio.
Hasdai, contento de salir de la atmósfera viciada del compartimento, tomó profundas bocanadas de aire fresco.
—Bien, entonces creo que os acompañaré a buscarlo —declaró.
—Gracias, excelencia.
Hasdai siguió al chambelán a través de la sala vacía hasta su habitación privada de trabajo, que daba a la entrada principal del jardín del Alcázar. La luz de última hora de la mañana entraba a raudales por la ventana iluminando los montones de documentos del escritorio. El visir suspiró. Por lo visto, todos los escritorios del califato estaban llenos de papeles. Y también sabía que su papeleo pendiente iba aumentando en su ausencia.
—Aquí está el mensaje, excelencia —indicó el chambelán tendiéndole un documento sellado con un hilo de seda.
Cuando leyó el lema de la carta: «Servirle y perseverar en su servicio», el visir enseguida supo que el mensaje era del general Ghalib.