Antes de la oración de mediodía
El general se detuvo frente a la puerta de la casa de baños de Al Mursi e inhaló el reconfortante olor a pan recién horneado que procedía de la tahona contigua. Por encima de la algarabía de la gente que atestaba la estrecha callejuela, oyó el trajín de los panaderos en los hornos. Los porteadores corrían de aquí para allá entre la muchedumbre, algunos con mulas que transportaban su carga, y otros, encorvados por los pesados cestos llenos de mercancías que llevaban sobre la cabeza. Aquellos hombres fuertes y nervudos constituían la espina dorsal y la musculatura del zoco, y acarreaban suministros y mercaderías para los comerciantes. A aquella hora, muchos comerciantes tomaban la callejuela del gremio de los especieros, seguramente, en dirección a la tetería Al Bisharah, para tomar un tentempié y cotillear antes de la oración.
La casa de baños del almotacén estaba cerca de la puerta oriental de la ciudad, la Bab al Jadid, que comunicaba con el campamento Ma’aqul y la carretera principal que conducía a Almería y Jayyen. Se trataba de un lugar de encuentro popular entre los aficionados a los baños y también entre los jugadores, y buena parte de su clientela procedía de la alhóndiga de Al Jaziri, que estaba situada entre la casa de baños y la puerta de la ciudad.
Mientras esperaba que respondieran a su llamada, Ghalib se inclinó y se frotó la dolorida rodilla. La visita al campamento le había levantado el ánimo temporalmente, pero el punzante dolor de la pierna le recordó que sus días de servicio activo habían pasado a la historia. La herida de guerra que sufrió durante una refriega que tuvo lugar en la frontera norte lo había relegado, durante los últimos años, a realizar tareas más sosegadas y no había ayudado mucho a mejorar su carácter. Volvió a golpear la puerta con la enorme aldaba.
Un sirviente abrió el batiente y el general entró en el recinto.
—¿Dónde está el secretario? —preguntó.
—Está en la sala de trabajo, señor —contestó el sirviente sintiéndose intimidado al ver al general—. Seguidme, por favor.
La casa de baños estaba construida alrededor de un jardín cuya característica principal consistía en un tablero de ajedrez con piezas de un codo y medio de altura. A los lados de este tablero gigantesco había bancos y mesas con tableros y piezas de tamaño ordinario.
En la parte interior de la entrada, una cabeza de caballo de alabastro hacía las veces de fuente. De su boca brotaba el agua y caía en una pila poco profunda que alimentaba los canales de riego de los parterres de flores, las adelfas y los limoneros. Aquí y allá, el agua rebosaba de un canal que estaba obstruido por algunos limones caídos. Un viejo jardinero estaba ocupado recogiendo la fruta del suelo y limpiando los canales. Cuando el general pasó por su lado, el viejo jardinero realizó una profunda reverencia. En los parterres de flores picoteaban los gorriones.
Los baños propiamente dichos estaban al otro lado del patio. A la sombra de unos elegantes arcos de ladrillos rojos y blancos, estaban las antecámaras, que, con sus paredes cubiertas de azulejos, permitían el acceso a la sala de vapor, la de agua templada y la de agua helada. Había también una sala de masajes donde Ghalib vio montones de toallas de algodón áspero apiladas sobre las plataformas elevadas que se utilizaban para dar los masajes. En una alcoba privada contigua a la sala de vapor había una pequeña sala de trabajo con un escritorio y dos taburetes.
Cuando se aproximaban a la sala de trabajo, Hamza, el secretario de Al Mursi, salió a recibirlos.
—Marhaba! ¡Bienvenido, general! Entrad, por favor.
El general realizó un gesto apenas perceptible con la cabeza para corresponder al saludo del secretario, entró en la sala y se sentó al escritorio. Estiró la pierna e indicó al secretario que se sentara. Después se volvió hacia el sirviente, que se había quedado rezagado en el umbral de la puerta.
—Traedme té —ordenó Ghalib.
El sirviente asintió y se fue mientras Hamza permanecía de pie en el centro de su propia sala de trabajo.
—Sentaos —repitió Ghalib.
—¿Cómo puedo ayudaros? —preguntó el secretario.
—Para empezar, sentándoos —insistió el general mientras tiraba de su almilla de piel sin mangas y se acomodaba en el taburete.
Hamza se sentó al otro lado del escritorio mientras se arreglaba el turbante.
—¿Dónde está Al Mursi?
—Mi patrón está dando una vuelta por el zoco de la metalurgia, señor. Si deseáis hablar con él, estará de vuelta después de la oración.
—Eso dependerá de lo útil que me resultéis —declaró el general, y miró alrededor, contemplando los montones de papeles y libros de registro—. ¿Cuánto hace que Al Mursi es el propietario de esta casa de baños?
—Poco más de dos años, señor —respondió el secretario—. Estamos muy satisfechos de cómo han ido las cosas.
El general se acordó de Aiden, el maestro de ajedrez cristiano cuyo cadáver fue encontrado en la sala de vapor de los baños aproximadamente dos años atrás. Lo habían degollado como a una cabra.
—Yo no me sentiría tan satisfecho —replicó—. De todos es conocido lo que ocurre aquí.
El secretario guardó silencio e intentó adivinar a qué se refería el general.
—¿Conocéis a Nasim bin Faraj? —preguntó Ghalib.
—Trabaja en el zoco de los perfumistas, señor —contestó Hamza.
El general Ghalib lo miró fijamente, bajó la voz y dijo:
—Ya sé dónde trabaja. Os he preguntado si lo conocéis.
Hamza bajó la cabeza.
—Sí, señor, lo conozco. Acude a los baños con regularidad.
—¿Cuándo vino por última vez?
El secretario reflexionó brevemente.
—Tendría que consultar el libro de registro, señor —contestó.
Ghalib le lanzó una mirada airada.
—Lo siento señor, es solo que el libro está… bueno, vos estáis apoyado en él, señor.
Ghalib soltó un gruñido y levantó los brazos. El secretario se inclinó hacia delante y tomó el pesado libro encuadernado en piel de color marrón claro. Lo abrió y empezó a pasar las páginas.
—¡Aquí! —exclamó señalando una entrada—. Según el libro, la última vez que apostó fue la noche de la Ascensión de Mahoma.
—No os he preguntado cuándo apostó por última vez, sino cuándo… bueno, da igual. Habladme de aquella noche. ¿Cuándo llegó Nasir?
—Veréis, señor, no estoy seguro, pero diría que llegó justo después de la oración del crepúsculo. Ese es, normalmente, el momento del día más concurrido.
—¿Aquella noche había mucha gente?
—Sí, señor, mucha. Las calles estaban abarrotadas. Mucha gente había salido a divertirse. —El secretario giró el libro de cara al general y señaló una página—. Como veis, hay varios nombres anotados en relación con esa noche en concreto.
—Ese hombre —declaró Ghalib indicando un nombre—. Ese tal Shahid Jalal, ¿qué podéis contarme de él?
El secretario dio una ojeada al libro.
—Bueno, señor, por lo visto realizó unas cuantas apuestas a… dejadme ver, a una partida de ajedrez. Tendría que confirmarlo con mi patrón, porque esta anotación la realizó él. Sin embargo, sí que recuerdo que mi patrón pasó algún tiempo hablando con Jalal, y este pareció gastarse un montón de dinero.
—¿Esta entrada es vuestra? —preguntó Ghalib señalando el nombre de Nasim.
—Sí, señor.
—¿Entonces, recordáis haber visto a Nasim?
—¿Señor?
—No se trata de una pregunta difícil —replicó Ghalib—. ¿Recordáis haberlo visto?
—Bueno, señor, debo de haberlo visto, porque su nombre figura en el libro. Aquí podéis…
El secretario abrió unos ojos como platos al ver que el general soltaba un grito ahogado, apretaba las mandíbulas y golpeaba la mesa con ambas manos. Uno de los fragmentos de metal de su rodilla se había movido y un agudo espasmo de dolor había recorrido su pierna. Intentó levantarse con esfuerzo y, al hacerlo, la empuñadura de su daga se enganchó en el escritorio y lo inclinó volcando un frasco de tinta. El secretario se incorporó de un salto mientras la tinta se extendía por la superficie del escritorio y empapaba un montón de papeles.
—¡Oh! —exclamó el general agarrando el frasco vacío de tinta y manchándose los dedos—. ¡Ya sé lo que pone en el libro! Lo que quiero saber es si realmente visteis a Nasim aquí, en la casa de baños, la noche de la Ascensión de Mahoma.
El secretario intentó limpiar la tinta con su turbante mientras el negro fluido goteaba del escritorio y formaba un charco junto a una de las botas de montar de Ghalib.
—Sí, me acuerdo —repuso levantando la vista hacia el general.
—¡Dejad eso y contadme lo que visteis! —gritó Ghalib, y agarrando el libro con ambas manos, lo blandió frente a la cara del secretario.
—Recuerdo haber visto que él y el otro hombre, Shahid Jalal, pasaban algún tiempo charlando. Parecían conocerse. Al menos esa es la impresión que me dio. También recuerdo que se fueron juntos.
—¿Estáis seguro?
El dolor había pasado y el general volvió a sentarse.
—Sí, señor, absolutamente seguro. Los vi irse juntos.
—¿Y sobre qué hablaron?
—Lo siento, señor, pero no estaba lo bastante cerca para oírlos. Sin embargo, sí que vi a Nasim y a mi patrón juntos en determinado momento. Quizá mi patrón pueda ayudaros.
—¿Antes de esa noche, habíais visto a Shahid Jalal o habíais oído su nombre en alguna conversación?
El secretario negó con la cabeza.
—No, señor, nunca.
El general reflexionó durante unos instantes y dejó el libro en una parte limpia del escritorio.
—Dadme esa tela para que me limpie las manos.
Después de limpiar buena parte de la tinta, volvió a coger el libro.
—Me lo llevaré.
El secretario realizó una mueca de consternación al ver que los dedos manchados de tinta del general dejaban su marca en la piel clara de la cubierta del libro de registro.
—Señor, yo…
—Una cosa más —lo interrumpió el general—, informad a Al Mursi de que quiero verlo en el Alcázar esta tarde para hablar del contenido del libro.
El secretario se limpió la boca con el dorso de la mano y asintió lentamente.
—Bien —continuó Ghalib mientras sostenía el libro en alto—. Cuando os he preguntado si Nasim había estado aquí, me he fijado en que consultabais directamente el libro de registro de las apuestas. ¿Hay clientes que vengan solo a tomar los baños?
El secretario guardó silencio.
—Ya me lo parecía —masculló el general.
Se levantó y salió al jardín, donde se cruzó con el sirviente que llegaba con el té caliente y unas tazas.
—¡Habéis tardado lo vuestro! —soltó Ghalib—. Id a buscar unas toallas. El secretario lo ha ensuciado todo.