Antes de la oración de mediodía
El coronel Zaffar al Din se mordió el labio inferior mientras sumergía el antebrazo en la jofaina de agua caliente. El clavo del cajón de Shahid Jalal le había desgarrado el brazo desde el codo hasta la muñeca. Cerró los ojos, realizó una mueca de dolor y permitió que el agua de lavanda y camomila penetrara en la herida. El visir Hasdai le había indicado que debía sumergir el antebrazo en aquel cocimiento varias veces al día y cambiar el vendaje en cada ocasión. Dejó el brazo en el agua durante varios minutos mientras oía el repicar de los cascos de las monturas en el patio empedrado y el ruido de las pisadas de sus hombres, quienes iban y venían cumpliendo con sus obligaciones.
Zaffar se había adueñado temporalmente de la sala de trabajo de Al Jaziri, y sus notas sobre la investigación que estaba llevando a cabo en la alhóndiga estaban frente a él, encima del escritorio. El general Ghalib le había dado instrucciones para que mantuviera la alhóndiga cerrada tanto a la admisión de nuevos huéspedes como a la entrada o salida de mercancías hasta que hubiera finalizado su labor. Los huéspedes que ya estaban alojados allí y los empleados podían salir del recinto, pero tenían que reportarse dos veces al día al mulazim de la guardia, junto a la entrada principal. Hasta que el general Ghalib y el visir lo autorizaran, ninguno de ellos podía pasar la noche fuera de la ciudad. El general también había dado instrucciones a Zaffar a fin de que Antonio, el mercader de telas, no saliera bajo ningún supuesto de su habitación.
Los hombres de Zaffar ya habían interrogado a todos los trabajadores de la alhóndiga, habían registrado todos los almacenes y habitaciones, y habían hablado con todos los huéspedes salvo con Shahid Jalal. Zaffar opinaba que, fuera lo que fuera en lo que Jalal y el almirante estuvieran involucrados, sin duda estaba relacionado con el ámbar gris.
Sacó el antebrazo de la jofaina y se lo secó con un trapo limpio. Mientras lo envolvía con una venda, alguien llamó con un golpe seco a la puerta.
—¡Entrad! ¡Ah, bien, llegáis justo a tiempo para atarme la venda! —exclamó alargando el brazo hacia el joven oficial que había asomado la cabeza por la puerta.
—Señor, me habíais pedido un informe actualizado de nuestra labor —declaró el joven mientras aseguraba el vendaje—. ¿Está demasiado apretado?
—No, está bien. Gracias. Informadme.
—Hemos acabado lo que nos ordenasteis que hiciéramos aquí en la alhóndiga y, en este momento, varios hombres están inspeccionando los alrededores del recinto; sobre todo la zona que hay entre este y la muralla de la ciudad. Por allí la maleza y los arbustos son densos, así que necesitaremos algo de tiempo para registrarla totalmente.
—Muy bien —respondió Zaffar—. Supongo que todavía no se sabe nada de Shahid Jalal.
—No, señor, todavía no. Hemos enviado palomas con la descripción que Al Jaziri nos dio de él a todos los emplazamientos habituales. Jalal solo ha dispuesto de un día y medio para huir, aunque probablemente lo haya hecho a caballo, así que también hemos enviado mensajes a los puertos ribereños.
—Bien pensado —convino Zaffar—. Informadme cuando vuestros hombres hayan registrado la zona exterior y después haced llegar estas notas al general Ghalib, en el Alcázar. Cuando las haya leído, seguramente él y el visir querrán hablar personalmente con el mercader de telas y después celebrarán una última reunión conmigo.
—Muy bien, señor —declaró el oficial. Titubeó unos segundos y añadió—: Una cosa más, señor.
—¿De qué se trata?
—Abbas al Jaziri, señor.
—¿Qué ocurre con él? —preguntó Zaffar.
—Según dice, está esperando un envío de heno fresco para los establos.
—Y supongo que quiere que abra la alhóndiga para recibirlo.
—Eso creo, señor.
—Bien, traedlo a mi presencia.
—Enseguida, señor. De hecho, está esperando en la puerta.
—¡Claro, por supuesto! —exclamó Zaffar—. ¡No podía esperarse otra cosa de alguien como él! Concededme unos instantes y hacedlo entrar.
Cuando estuvo a solas, Zaffar agarró con la otra mano el brazo vendado y realizó una mueca de dolor. Sentía como si se lo hubieran marcado con un hierro incandescente y empezaba a escocerle, exactamente como le había advertido el visir Hasdai. Se recompuso, se secó la frente y gritó:
—¡Entrad, Al Jaziri!
—¡Qué amable sois al recibirme, coronel! —exclamó Abbas mientras cerraba la puerta tras de sí—. Espero que mis trabajadores estén haciendo todo lo posible para que…
—¿Qué queréis, Abbas? —lo interrumpió Zaffar.
No soportaba la actitud aduladora de Abbas.
—Disculpadme, señor, simplemente deseaba…
La mirada del coronel lo hizo callar.
—Veréis, coronel —continuó Abbas—, ansío que todo vuelva a… a funcionar. Las provisiones se están terminando, los animales necesitan ser alimentados, las habitaciones deben limpiarse y algunos huéspedes se sienten muy descontentos.
—¿Descontentos?
—Sí, señor. Veréis, ellos deben llevar a cabo sus negocios, y tener que presentarse aquí dos veces al día les resulta… En fin, inconveniente.
El coronel Zaffar miró fijamente al propietario de la alhóndiga y se incorporó poco a poco.
—¿Inconveniente?
—Sí, señor —replicó Abbas.
—Creo que no comprendéis la gravedad de la situación —masculló Zaffar—. El califa está a punto de iniciar una guerra contra su acérrimo enemigo en Bagdad. Faltan apenas unos días para que nuestras naves zarpen en una misión que podría decidir el futuro del califato y el almirante de la flota, el hombre al que el califa había encomendado esta expedición, ha sido encontrado muerto. Asesinado. En vuestra alhóndiga. ¡De modo que no creo que lo que vos consideráis inconveniente constituya una de nuestras prioridades en este momento!
Abbas bajó la cabeza.
—Sí, señor —contestó.
—Os haré saber cuándo podéis volver a abrir las puertas de la alhóndiga. Hasta entonces, debéis obedecer las órdenes del general. —Miró por la ventana y vio que un mozo conducía dos caballos a través del patio—. Mientras tanto —continuó—, podéis recibir el heno para los establos, pero antes mis hombres deberán registrarlo.
—Gracias, coronel —contestó Abbas.
Justo entonces, alguien llamó a la puerta.
—¡Ah, sois vos! —dijo el coronel al joven oficial de antes—. ¿Habéis terminado la inspección?
—Sí, señor… —El oficial miró a Al Jaziri—. ¿Podemos hablar, señor?
—Sí, hablad. ¿Qué ocurre?
El joven oficial miró al coronel y después al propietario de la alhóndiga.
—No os preocupéis por él —indicó Zaffar—. ¿Qué ocurre?
—Creo que deberíais venir conmigo, señor. Hemos encontrado algo.