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Después de la oración del alba

El general Ghalib sabía exactamente por qué estaba allí aquella mañana. Había estado dándole vueltas en la cabeza. Si se realizaba contrabando, tenía que empezar en algún lugar y, para él, aquel era tan bueno como cualquier otro.

Al romper el alba, había salido del Alcázar y, envuelto en la fría bruma matutina, había pasado por delante de la alhóndiga y había atravesado la puerta de Al Jadid. Después se había dirigido al vasto y temporal campamento militar de Ma’aqul, que había sido levantado al otro lado de la muralla de la ciudad, al inicio de la carretera que conducía a Almería. Era allí donde una parte significativa de las ingentes cantidades de equipos, armas y víveres necesarios para abastecer al ejército y la flota del califa eran almacenados para después ser transportados mediante caravanas de mulas y camellos al puerto naval de Almería. Una vez allí, los suministros se cargaban en la segunda expedición de naves que se dirigiría a Oriente.

Ghalib tenía presente que existían otros campamentos similares más cercanos a la costa, pero el campamento Ma’aqul era importante. De allí salían el armamento de los regimientos de élite, la fruta en conserva y otras provisiones importantes que se requisaban en las ricas tierras de labranza que se extendían alrededor de la capital. Sin duda se trataría de una larga campaña.

El general pasó junto a los guardias y entró en el amplio campamento mientras apretaba la mandíbula debido al dolor que experimentaba en la rodilla y que lo obligaba a caminar renqueando.

Recordaba bien otras escenas como aquella: los bramidos y soplidos de los camellos; los estridentes rebuznos de las mulas mezclados con el tintineo de las campanillas de los arreos; los gritos de los arrieros de los bueyes y el chirrido de las ruedas de los carros; el trajín de los mozos transportando balas de heno y el de los barrenderos recogiendo estiércol… Y tienda tras tienda de equipos y materiales de guerra pendientes de ser organizados y cotejados con los inventarios. Daría cualquier cosa con tal de reincorporarse al servicio activo, pero mientras se frotaba la rodilla, se recordó a sí mismo que eso no ocurriría nunca.

Un oficial de la guardia se acercó a él y lo saludó ceremoniosamente.

—Buen día, señor, sois el general Ghalib, ¿no es cierto? Yo era uno de vuestros suboficiales en la frontera norte. Constituyó un honor para mí luchar a vuestras órdenes. ¿Qué puedo hacer por vos?

Ghalib no recordaba en absoluto la cara de aquel hombre. En aquella campaña, montones de suboficiales sirvieron a sus órdenes y, además, habían transcurrido ya unos cuantos años desde entonces.

—Gracias —contestó el general—. Estoy buscando al comisario de guerra.

—Sí, señor. Os acompañaré yo mismo. Id con cuidado aquí, señor, hay una zanja de drenaje.

Avanzaron entre hileras de tiendas y caravanas de animales de carga hasta la tarima de madera que habían levantado en el centro del campamento. Allí se encontraba la tienda de operaciones del comisario de guerra, desde donde se divisaba todo el campamento y se podía vigilar el movimiento de los suministros. La tienda era lo bastante grande para admitir a una veintena de funcionarios militares, quienes estaban ocupados enviando mandados y recibiendo mensajes de todos los rincones del campamento.

Ghalib sabía lo importante que era esta parte de la maquinaria de la guerra. En cierta ocasión, en la frontera norte, sus tropas estuvieron a punto de quedarse sin flechas, lo que constituía un desastre potencial para cualquier fuerza defensiva. Pero esto no volvería a ocurrir. Los armeros de Córdoba estaban más organizados que nunca y podían producir más de quince mil flechas y ochocientos arcos todos los meses del año. Por otro lado, los herreros del califa forjaban puntas de lanza, espadas, tachones para los escudos y dagas a una velocidad increíble y, en caso necesario, todos los herreros del zoco podían trabajar para el ejército califal.

—Informaré al comisario de guerra de que estáis aquí —anunció el joven oficial.

Subió de un salto a la tarima y agachó la cabeza para pasar por debajo del toldo de la tienda. Pocos minutos después, reapareció con un hombre de más edad que vestía la aljuba del ejército califal.

Marhaba, general Ghalib! ¡Bienvenido, bienvenido! Shalam alaikum! —saludó extendiendo los brazos—. No os había visto desde que preparamos vuestra campaña a la frontera norte.

Alaikum shalam! —respondió Ghalib.

Le dio las gracias al joven oficial por haberlo conducido hasta allí y se volvió de nuevo hacia el comisario de guerra.

—Nunca os agradecí suficientemente vuestros esfuerzos.

—Vamos, general, ¿quién necesita agradecimiento por cumplir con su deber? ¿Cómo puedo ayudaros en esta ocasión? Primero tomemos un té. Sentaos, por favor.

El comisario de guerra condujo al general al interior de la tienda y los dos hombres se sentaron en sendos taburetes junto a un brasero de arcilla y una olla de cobre que contenía agua hirviendo. Un sirviente se apresuró a preparar té de menta y les llevó unos beraid.

—Espero que os gusten —declaró el comisario de guerra ofreciendo a Ghalib uno de los dulces bollos—. Hago que me los envíen todas las mañanas de la tetería Al Bisharah. Y bien, ¿qué puedo hacer por vos?

Ghalib río entre dientes.

—¡Incluso los comisarios de guerra piensan con el estómago! ¿Podemos hablar en un lugar privado?

—¡Desde luego! —exclamó el comisario de guerra—. ¡Aquí mismo! Este es mi lugar de trabajo. —Se levantó y dio dos palmadas—. ¡Fuera! —gritó—. ¡Ahora!

Mientras los funcionarios salían de la tienda, Ghalib se fijó en que uno de ellos tardaba un poco más que los demás. Vestía un albornoz de lana negro con capucha y esta casi le cubría los ojos. Entonces el general sacudió la cabeza. Debía de estar imaginándose cosas. Sonrió y miró a la tienda, que ahora estaba vacía. Eso era, exactamente, lo que él habría hecho, demostrar a su visitante que ejercía un dominio absoluto sobre sus hombres.

—¿Y en qué puedo ayudaros? —preguntó el comisario de guerra.

—Iré directamente al grano. El visir y yo estamos investigando un asesinato.

—¿El del almirante de la flota? —sugirió el comisario de guerra.

—No existen secretos para los militares, ¿no es cierto?

—No. Su muerte constituye una gran contrariedad. Además, algunos de mis hombres sirvieron a las órdenes del mulazim Haitham. Una cosa es que un soldado muera en el campo de batalla, pero ser sacrificado como un carnero en una casa de baños es algo totalmente distinto. ¿Habéis detenido a algún sospechoso?

—No esperaréis que responda a esa pregunta, ¿no, comisario?

—En realidad, no, señor. Lo siento, señor.

—No os preocupéis por eso. Pero creo que podéis ayudarnos en cierto asunto. Y debéis mantenerlo en absoluto secreto. Tenemos razones para creer que hay en funcionamiento una red de contrabando. Como bien sabréis, su majestad el califa ha prohibido el comercio de ciertos productos; en concreto, de todos aquellos que podrían precisarse para la guerra. Pero también ha prohibido el movimiento de mercancías de gran valor, porque no quiere que en estas circunstancias se lleve a cabo ningún tipo de especulación monetaria. Sin embargo, como es habitual, en las ocasiones como esta surgen ratas que intentan obtener suculentos bocados vendiendo artículos al mejor postor.

—Sé exactamente a qué os referís —contestó el comisario de guerra—. Pero ¿cómo me afecta esto a mí?

—Bueno, vos sois el responsable de un flujo constante de mercancías entre Córdoba y Almería.

—Así es, pero mis empleados lo registran todo en los manifiestos de las caravanas, que son enviados por mensajeros a Almería, y allí son cotejados de nuevo cuando llegan las caravanas.

—¿Creéis que es posible introducir artículos de contrabando en los envíos a Almería?

—En teoría, sí, pero se necesitaría una buena organización y contar con un traidor en el campamento. ¿De qué tipo de contrabando estamos hablando?

—Una vez más, no puedo contároslo, comisario, pero digamos que quisiera enviar cuatro cajones adicionales de productos alimenticios en una de las caravanas. ¿Cómo podría hacerlo?

—Bueno, supongo que si pudierais falsificar el manifiesto, lo único que tendríais que hacer es añadir una mula más a la caravana. Cuatro cajones corrientes pueden ser transportados por un animal o, a lo sumo, dos, según lo que contengan. Como vos mismo podéis comprobar, algunas de las caravanas están formadas por más de cien animales, así que uno más probablemente pasaría desapercibido. Además, una vez constituidas las caravanas, no volvemos a contar los animales porque confiamos en la exactitud de los manifiestos.

—¿Todos vuestros empleados conocen estos detalles?

—Desde luego.

—Entonces no resultaría tan difícil añadir un animal más de forma encubierta, ¿no? —preguntó Ghalib.

—Bueno —contestó el comisario de guerra—, si lo expresáis así, supongo que no. Pero debo reconocer que nunca me había parado a pensarlo. ¿Debo preocuparme de que algo así esté ocurriendo en el campamento?

—No he venido para encontrar defectos en vuestra organización —replicó el general—, pero espero que estéis pendiente de lo que pueda pasar. Y si averiguáis que alguien ha alterado vuestros manifiestos, no le hagáis frente, solo mantenedlo vigilado y poneos en contacto conmigo de inmediato. Y debo pediros dos cosas más.

—Adelante. Haré lo que sea necesario para ayudaros.

—¿Disponéis de una lista con los nombres de todos los que trabajan en el campamento?

—Así es. Todos reciben una alafa como funcionarios militares. Puedo haceros llegar una lista al Alcázar antes de la oración de la tarde.

—Enviadla con un mensajero en quien confiéis absolutamente a la sala de trabajo del visir.

—Desde luego. ¿Cuál es la otra cuestión?

—Deseamos introducir a un hombre en el campamento. Está acostumbrado a trabajar de forma encubierta, así que se adaptará con facilidad. Se hace llamar Alí y vendrá más tarde. ¿Podéis destinarlo al cotejo de los manifiestos?

—Desde luego. ¿Alguna otra cosa?

—No —contestó Ghalib—, creo que eso es todo por ahora. Ya me voy. ¡Y gracias por el té y el barad!

Cuando estaba a punto de salir de la tienda, el general se volvió.

—Por cierto, ¿cómo se llama el oficial que me ha acompañado hasta aquí?

El comisario de guerra reflexionó durante unos segundos.

—Mohammed —contestó—. ¿Por qué?

—¡Oh, por nada! —exclamó el general—. Ma as salaam! ¡Adiós!